Serían las cuatro de la tarde, acababa de
levantarme de dormir la siesta cuando vi, a través de la ventana, que llegaba
el patrón en su camioneta. Me vestí rápidamente y salí a su encuentro.
-Buenas tardes, don Agustín –le dije, amablemente.
-Hola, Ricardo. Ayudame a bajar este bulto.
Entre ambos y con mucho esfuerzo bajamos un cajón
de madera que depositamos en la galería de la casa.
Guadalupe y los niños se arremolinaron, curiosos,
a nuestro alrededor, sin decir palabra.
Don Agustín fue hasta la camioneta, trajo la caja
de herramientas y mientras empezaba a cortar los precintos, dijo
sentenciosamente:
-Esto es una cosa que me ha costado mucho dinero.
Así que tendrán que cuidarla como si fuera de la familia.
-¿Qué es? –pregunté.
-Tené paciencia, ya lo vas a ver.
Continuamos desarmando el cajón hasta que al fin
encontramos, cuidadosamente protegida, una cosa grande, doblada como un
acordeón, que parecía un muñeco de metal, o algo parecido.
-Fijate bien, Ricardo. Agarramos este aparato por
aquí, lo ponemos de pie y le metemos este casete que tiene en medio de la
frente. Ahora vean lo que va a suceder.
Hubo una breve pausa durante la cual todos
permanecimos en silencio, quietos, sin pestañear, procurando no perder un
detalle del curioso acontecimiento.
-A sus órdenes, amo –dijo el aparato, adelantando
su mano derecha al tiempo que se encendían unas lucecitas en el lugar en donde
van los ojos.
-Así me gusta –dijo don Agustín, abrazándolo-.
Desde hoy serás un miembro más de esta familia. Aprenderás todas las tareas que
Ricardo te va a enseñar, con buena educación y respeto. ¿Has entendido?
-Sí, amo.
-No me digás amo, decime patrón.
-Sí, patrón.
-Así es mejor. Durante la noche descansarás en el
galpón hasta que podamos construirte un lugar más apropiado. ¿Te parece bien?
-De acuerdo, patrón.
Mi mujer, siguiendo su vieja costumbre de meterse
en todo, se acercó a don Agustín y le preguntó:
-¿Qué es esto, don Cichinelli?
-Lo que estás viendo, mi querida Guadalupe, es
nada menos que un robot electrónico, una verdadera maravilla de la industria
italiana.
-¿Un robot? ¿Como esos que se ven en las películas
de la televisión?
-Algo parecido, pero de mayor utilidad. Este robot
es un obrero mecánico, una especie de hombre, servicial e inteligente, construido
para colaborar en las tareas agrícolas.
-¿Lo fabrican en Buenos Aires?- pregunté.
-No, Ricardo. Lo acabo de comprar en Italia, para
ser más preciso en Milán, aprovechando el viaje que hicimos mi mujer y yo el
mes pasado. Mirá lo que dice, aquí, en el interior de uno de los brazos: Marca Fiat. Modelo HG – Rural – Año 1998.
Made in Italy”.
-Entonces este aparato es una especie de jornalero
–dijo yo-, algo molesto y mostrando mi desconfianza.
-Sí y no –contestó don Agustín, eludiendo la
respuesta sincera y correcta que yo esperaba-. Es un peón que puede llegar a
ser capataz y hasta administrador, si somos capaces de enseñarle a trabajar
como se debe.
-Está bien, don Agustín, se hará lo que usted
ordene. Sabe bien que yo no le tengo miedo al trabajo y que puedo enseñarle a
cualquiera cómo se hacen las tareas del campo. Soy un buen contratista y lo
seguiré siendo por muchos años, se lo prometo.
-Eso quería escuchar de tus propios labios. Dejo
al robot a tu cuidado con la plena confianza de que lo cuidarás como a un hijo.
Don Agustín subió a su camioneta y regresó a la
ciudad de Godoy Cruz, donde vivía. Le dije a Guadalupe que preparara unos mates
mientras Enrique, mi hijo mayor, iba a buscar un animal al corral para empezar la aradura.
-Sentate –le dije al robot, indicándole una
sillita de madera que estaba junto a la maceta con geranios.
-Gracias, señor –respondió al tiempo que tomaba
asiento con gran delicadeza, como si tratara de no estropear la silla con su
peso.
-¿Cómo te llamás?
-Aún no tengo nombre –contestó con sequedad-.
Responderé con aquel que usted me indique. Me resulta indiferente que me llame
por un nombre o por otro.
-Si es así y poco te importa –dije en tono de
burla-, te bautizo con el nombre de Don Fierro. ¿Te gusta?
-Está bien –contestó como si la ceremonia de
bautismo hubiese terminado y se puso de
pie-. ¿Por dónde empezamos? Creo que es hora de ir al trabajo.
-Tomo unos matecitos y salimos.
Aramos toda la tarde, casi hasta el anochecer. Le
enseñé sostener la mancera y el modo de llevar las riendas ligeramente sujetas
al cuello para dominar mejor el arado. La tierra estaba húmeda y a las pocas
horas las chapas del robot se habían cubierto de polvo. Don Fierro, sin mostrar
la más leve señal de fatiga, trabajó incansablemente a mi lado con una ansiedad
casi humana de aprenderlo todo, y rápidamente.
Era entonces el mes de diciembre y como las noches
se presentaban calurosas, acostumbrábamos cenar en el patio.
Encendimos el farol a gas y nos sentamos a la
mesa. Don Fierro se sentó próximo a nosotros y se mantuvo mirándonos en
silencio como si le extrañara nuestro natural hábito de alimentarnos.
-Sé que no podés comer –le dije en tono amistoso-,
pero, al menos, tomate una copa de vino.
-No insista, don Ricardo. Aunque pudiera tomar
líquidos no probaría algo semejante.
-¿Qué decis? No hay nada mejor en el mundo que un
vaso de vino casero cuando uno regresa del
trabajo. No sabés lo que te estás perdiendo.
-No me interesa su argumento porque carezco de
placas sensoriales para captarlo. Deben saber que mi vida es muy diferente a la
de ustedes. Pero bien sé que perderíamos el tiempo si yo tratara de
explicárselos.
-Está bien, Don Fierro, tranquilízate. Era sólo
una broma y en ningún momento quise ofenderte.
Le indiqué cuál era el lugar destino para él dentro
del galpón y ahí nomás se acomodó. Tocó una especie de tecla o botón que tenía
en el pecho y al momento pareció quedar profundamente dormido. ¿Dormiría
realmente un robot? ¿Tendrán sueños?, pensé mientras me metía en la cama muerto
de cansancio.
Muy temprano, cuando todavía ni siquiera asomaban
las primeras luces del alba, escuché los pesados pasos de Don Fierro por el
patio. Me vestí con desacostumbrado mal humor.
-¿Qué pasa, amigo? Es muy temprano todavía para ir
a la viña. Necesito descansar, ¿o creés que soy de acero como vos?
-Aprovecharemos la fresca –dijo acercándome un
azadón-. Las mejores horas para el trabajo son éstas. Con dormir no se gana
nada, Ricardo.
Así fueron sucediéndose días y noches incontables.
Aquella máquina infernal no se agotaba nunca. Yo sentía que mis fuerzas iban
disminuyendo hora a hora pero no podía darme tregua. Ceder sería mi ruina,
pensaba yo. Don Agustín verá qué buen negocio será comprar otro robot. No
comen, no se enferman, no fuman ni toman vino. Son inagotables, perfectos,
discretos… ¿discretos? ¡Qué ingenuo era yo entonces!
A mediados de enero, un día viernes (me acuerdo
bien porque era el cumpleaños de Rebeca, mi nena más chiquita), llegó don
Agustín acompañado por unos señores que luego supe eran miembros del Centro de
Viñateros. Quería mostrar a todo el mundo los adelantos conseguidos en su finca
con la incorporación de Don Fierro. Aunque yo había trabajado como una bestia y
era el responsable de cada tarea, toda la alabanza fue para el muñeco de metal.
-Con el moderno robot Fiat –dijo don Agustín a sus
atentos invitados-, cambiaremos el ritmo de la producción. Ustedes saben que un
hombre puede cultivar sin ayuda, entre cinco a siete hectáreas de viña. Este
robot tiene capacidad suficiente para atender hasta veinte hectáreas o más, sin
mayores gastos que un contratista y su familia.
-Eso es una barbaridad –intervino uno de los
asistentes.
-Increíble –dijo otro-. El costo podría entonces
ser amortizado en sólo dos años.
-Mano de obra de primera – afirmó un tercero.
-Muy bien –dijo don Agustín, poniendo una mano
sobre mi hombro y dándome unas palmaditas de aliento-.Has hecho trabajo muy
especial con este hombre de acero, ha recibido un entrenamiento de primera.
Mirá lo que es el destino, vos, sin ser técnico, has logrado completar su
programación cibernética de un modo admirable.
-Gracias, patrón –le contesté, con ganas de
morirme.
Pasaron otros dos meses. Llegó marzo y con él, la
vendimia. Don Fierro había aprendido a realizar, a la perfección, cada una de
las tareas rurales y era imposible competir con él en habilidad y rendimiento.
Mientras yo, con la ayuda de Enriquito que apenas tenía doce años, podía llenar
unos setenta tachos de uva, Don Fierro hacía ciento cincuenta con toda
facilidad. Yo estaba desorientado y humillado como un perro apaleado. No sabía
qué diablos hacer para calmar mi amargura.
Cierto domingo, después de almorzar, agarré la
bicicleta y me fui hasta Tres Esquinas a jugar a las bochas con mis amigos. Ese
día no pude más y me desahogué delante de todos quienes quisieron oírme.
Describí las desventuras que llenaban de pena mi corazón, las deshonrosas
situaciones que vivía por culpa del robot, el desplazamiento ante los ojos de
mi mujer y de mis hijos, para quienes yo había sido, hasta la llegada del
extraño, el hombre más trabajador y bueno del mundo. Como marido, no tenía
rival; y como padre, era un verdadero héroe.
A la noche, algo borracho y un poco liberado de
mis sentimientos de rencor, pedaleé zigzagueando por el carril a Lunlunta,
pensando en lo injusto de la vida, en los modos en que el destino lo vuelve a
uno inútil e impotente frente a la prepotencia de los más fuertes.
Me extrañó que a esas horas (era ya medianoche)
hubiera luz encendida en mi casa. Dejé la bicicleta recostada en un carolino y
me aproximé en punta de pie para no ser escuchado. La escena que a continuación
vieron mis ojos jamás las imaginé en toda mi vida. Sentados en las mecedoras,
muy juntos a mi parecer, estaban Guadalupe y Don Fierro conversando
animadamente.
-A nosotros también nos gusta la mujer- decía en
aquel momento el monstruo de hierro-. Nos agrada que nos lustren y acaricien,
que permanezcan junto a nosotros conversando sobre distintos temas, haciéndonos
sentir como verdaderos hombres, ya que ése es el destino –no el mío, por
desgracia- de las próximas generaciones de robots que se están construyendo en algunos de los países más
adelantados.
-¡Oh, Don Fierro! Usted ya es un hombre- decía
aquella fiera que yo tenía por esposa-. Al principio me sorprendí y puedo confesarle
que hasta le tuve miedo. Pero ahora, que lo escucho decir cosas hermosas y
agradables, empiezo a conocerlo mejor, a comprenderlo. Me doy cuenta, por
supuesto, de que su aspecto no es totalmente humano pero hay algo en usted, en
su interior, no sé cómo expresarme, que me intranquiliza. Soy mujer y sé que no
está bien que digas estas cosas.
-Lo que usted está diciendo, señora Guadalupe, es
el centro de la verdad –dijo el muñeco parlante, colmado de soberbia-. Soy
inteligente y trabajador, incansable y atento. Pero, por sobre todo, carezco de
vicios vergonzosos como andar bebiendo y fumando en esos malolientes boliches
en compañía de perdidos y haraganes. Además, tampoco se me ocurriría practicar
un juego tan estúpido como el de las bochas.
-Permita Dios que con el tiempo pueda usted
convertirse en un hombre de verdad, Don Fierro. Entonces no habría en el mundo
nadie superior a usted en virtud e inteligencia.
-No crea que falta mucho, doña Guadalupe. Voy a
contarle algo que seguramente usted ignora ya que, supongo, posee una escasa
educación.
-Tiene usted toda la razón del mundo, soy bastante
flojita de la cabeza pero haré todo lo posible por entenderlo. Lo escucho
atentamente.
-Entonces preste atención a cada palabra. En el
año 1985, el inglés Peter Davidson, desarrolló la idea de un tantrismo
cibernético mediante el cual devendrá una nueva religión a la Tierra. Un
radiante credo surgido de la simbiosis de la electrónica y del más refinando
erotismo para sustituir a los antiguos y decadentes evangelios planetarios.
-¡Una nueva religión! –gritó la cínica de mi
mujer, haciéndose la que entendía.
-Exactamente, mi querida señora. Una flamante
religión que empezó con el televisor a quien todos adoran como a una figura
sagrada; las computadoras a las que acuden los científicos como antaño
consultaban los iniciados al oráculo de Delfos; los satélites artificiales que
son una prolongación de los ojos y de la inteligencia humana; y por fin el
robot, la especie que yo represento, heredera de todas las culturas.
“Para mí, ese Don Fierro es el mismo diablo”,
pensé mientras continuaba escuchando el diálogo de los dos traidores.
-No entiendo bien lo que quiere decirme, amigo
mío-dijo la descocada de mi mujer, fingiendo interés por las barbaridades que
decía el robot-, pero quiero que sepa una cosa: lejos de usted la vida para mí
sería una penitencia insoportable.
-Comprendo su ansiedad, Guadalupe, por expresar
sus intuiciones. Ese descubrimiento de admiración casi sagrado, que insinúa
surgir en su interior, es un anticipo de la visión del Segundo Renacimiento que
aporta la electrónica al mundo de los hombres. Lo que usted percibe mediante su
inocente premonición (por la simple presencia de nuestras complejísimas
estructuras), es el principio del desencadenamiento de la sabiduría que viene
del futuro. No me diga que no lo entiende porque no le creeré. Usted está adivinando
el mañana mediante la pureza de su corazón y jamás podría hacerlo de otro modo.
-Bueno, Don Fierro, algo entiendo de cuanto está
diciéndome. No crea que soy tan ignorante, porque me doy bien cuenta de lo que
está insinuando. ¿Qué será de nosotros, entonces, el día en que seamos
sustituidos por robots? ¿Tendremos que desaparecer?
-Oh, no. No diga esa barbaridad. Coexistiremos
como lo hacen ustedes con los monos, con los caballos y perros. No olvide que
el ecosistema del Universo no admite siquiera la pérdida de un solo átomo. La
única diferencia será que nuestra privilegiada raza constituirá la casta
superior que gobernará el planeta y le aseguro que lo haremos de un modo
implacable y esencialmente práctico.
-¡Qué maravilloso! Pensar que soy una de las
primeras mujeres a quien le ha sido revelada semejante cosa…
-Está bien, pero no se engañe en cuanto a la
primicia. Desde 1960 estamos planificando la sustitución. ¿Quiere que le cuente
un secreto? ¿Me promete que nunca,
jamás, lo repetirá ante nadie?
-¡Oh, Don Fierro, se lo juro!
-No soy realmente un robot chacarero sino un
adelantado explorador que a cada instante
está emitiendo información a un determinado y secreto punto que,
lamentablemente, no puedo revelarle. Mi misión es mucho más excelsa que de un
simple artesano, señora Guadalupe.
Hubiera saltado como una fiera sobre ambos, pero
desconfié de algunos instrumentos y lámparas que Don Fierro tenía apuntando,
permanentemente, a un lado y otro. Contuve mi odio y el instinto de
conservación y me acerqué a ellos, carraspeando para simular que recién llegaba
y no advirtieran que los había estado escuchando. Vi en los ojos de mi mujer
ese brillo lujurioso que provoca la pasión por otro hombre, pero no dije una
palabra. Nuestra vida en común prosiguió normalmente durante los siguientes dos
meses durante los cuales la úlcera de los celos empezó a roerme el corazón.
Una fría mañana de mayo, época en que se inicia el
año agrícola, llamé a Don Fierro que estaba arreglando el chiquero y le dije:
-Andá hasta la toma y soltá el agua para el riego.
Fijate bien que la acequia esté limpia para que no se desborde. ¿Memorizaste
bien?
-Correcto.
-Bien, yo, entretanto, voy a ir al corral de la
finca a traer la mula para que empecemos la primera arada.
-Está bien, Ricardo –me dijo, sin protestar, y se
fue con la azada al hombro a cumplir la tarea encomendada.
Apenas llegué a la Administración, me metí al
corral y busqué a la mula Berta.
-¿Estás loco?, –me recriminó don Domingo Di
Césare, el capataz de la finca-. ¿Para que llevás esa bestia?, ¿estás buscando que te mate?
-No creo una palabra sobre lo que dicen de este
pobre animal –retruqué-, esta mula no es tan mala como la pintan. Por lo menos
para mí pues trabajé varios años con ella. Además, en cuanto se quiera hacer la
loca le voy a dar unos buenos guascazos en el lomo.
-Está bien, es cosa tuya. Pero no me vengás
después con problemas.
Volví a las casas y le puse los aperos a la mula,
la enganché al arado y me puse a trabajar. El animal era joven y brioso, con
esa estampa majestuosa, salvaje y potente que yo tanto admiro en los seres
irracionales.
A eso de las diez de la mañana regresó Don Fierro
con el desayuno. La canasta de mimbre parecía un juguete entre sus manazas de
acero. Hasta donde yo recuerdo, la comida de la media mañana era una tarea que
siempre realizaban mis hijos, pero desde que Guadalupe y Don Fierro habían
comenzado su extraña amistad, era el robot quien se encargaba de ella.
-¿Qué me traés para comer? –le dije en voz alta,
procurando que descubriera, en la altivez de mis palabras, el oculto despecho
que sentía hacia él.
-Huevos fritos, jamón, pan y café –respondió mi
rival electrónico, poniendo los alimentos sobre un rústico mantel a cuadros
bajo la sombra de un olivo.
-Está bien, Don Fierro –dije, tratando ahora de
aparecer como agradecido-. Mientras yo tomo el desayuno seguí vos con la
aradura.
El incansable hombre-máquina tomó las riendas y
empezó a dar idas y vueltas por entre las hileras del viñedo, apurando aún más
el ritmo de marcha de la vigorosa mula Berta mientras yo los contemplaba
tomando lentamente una taza de café.
-Vamos, mula, adelante, más rápido –se escuchaba
sin cesar la voz metálica del odioso mecano.
En un de aquellas apresuradas idas y venidas de Don Fierro llevando con firmeza
la mancera del arado, sucedió lo que tenía que suceder. Al dar la vuelta en el
callejón vi que uno de los tiros se había desenganchado del balancín. Le ordené
a Don Fierro que volviera a colocarlo en su lugar mientras yo sostenía las
riendas del animal para que no se espantara.
-Ya mismo –dijo con la presteza de siempre.
Se agachó y, en el preciso momento en que tocaba
la cadena, la mula Berta le dio tan tremenda patada en la cabeza que los
pedazos de chapa, lámparas y tubitos quedaron desparramados varios metros a la
redonda.
--
Me he reconciliado con Guadalupe y vivimos ahora
en Malargüe, al sur de Mendoza. Trabajo en la fábrica Carbometal como peón de
limpieza. En las pocas horas libres que me dejan mis obligaciones cultivo una
pequeña huerta en los fondos de mi casa para no olvidar mi origen chacarero.
Tengo mi conciencia limpia porque, aunque todos
creyeron que fue un accidente de trabajo, destruí intencionalmente a Don Fierro
para salvar mi hogar y recuperar el amor de mi compañera.
En realidad, debo confesar, la vida no resulta muy
placentera por estos lados. Hace demasiado frío y lo que gano apenas alcanza
para llevar adelante nuestras necesidades familiares. Circulan, además, ideas
raras entre mis compañeros de trabajo. En el fondo, tal vez sea esto lo que más
me intranquiliza.
Los otros días, don José Chirino, uno de los
capataces de la fábrica, me reveló un secreto. Todavía no sé por qué me eligió
precisamente a mí entre tantos compañeros. Dijo, mientras le temblaba la voz,
que los dueños de la fábrica estaban empleando un tipo de máquinas muy
perfectas, idénticas a nosotros, los obreros, en su aspecto exterior, que
actualmente son importadas desde Alemania.
-Tené cuidado, Ricardo –me dijo, muy serio, mi
confidente-, desconfiá de todos tus compañeros porque algunos de ellos bien
puede ser un robot y te puede joder. Si no tenés experiencia en estos asuntos
es muy difícil que sepas distinguir con claridad entre un hombre de verdad y
uno de estos monstruos de acero.
Al principio no creí en lo que se murmuraba en la
fábrica, pero ahora tengo amargas dudas que han vuelto a oprimir mi corazón:
las máquinas inteligentes están ocupando el lugar de privilegio que tuvo el
hombre durante miles de años y pronto lo sustituirán. Hace poco leí en una
revisa que cuando llegara ese momento en que una máquina pudiera fabricar otra
máquina sin intervención del hombre, habría llegado el fin de la civilización
humana. Creo, y ¡Dios me perdone!, que ese momento ya ha llegado.
Las otras noches invité a Germán, un compañero de
trabajo, atento y servicial como pocos, para que conociera a mi familia. Él
había expresado el deseo muchas veces y me pareció de mala educación seguir
ofreciéndole pretextos.
Llegó la hora de cenar pero, extrañamente, no
quiso probar bocado y ni siquiera aceptó tomar una copa de vino.
-Tampoco fumo ni tengo vicios –añadió con
naturalidad, esbozando una inquietante sonrisa mientras Guadalupe no apartaba
un instante de él sus ojos fascinados.
JUAN COLETTI
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