EL ROBOT CHACARERO


Serían las cuatro de la tarde, acababa de levantarme de dormir la siesta cuando vi, a través de la ventana, que llegaba el patrón en su camioneta. Me vestí rápidamente y salí a su encuentro.
-Buenas tardes, don Agustín –le dije, amablemente.
-Hola, Ricardo. Ayudame a bajar este bulto.
Entre ambos y con mucho esfuerzo bajamos un cajón de madera que depositamos en la galería de la casa.
Guadalupe y los niños se arremolinaron, curiosos, a nuestro alrededor, sin decir palabra.
Don Agustín fue hasta la camioneta, trajo la caja de herramientas y mientras empezaba a cortar los precintos, dijo sentenciosamente:
-Esto es una cosa que me ha costado mucho dinero. Así que tendrán que cuidarla como si fuera de la familia.
-¿Qué es? –pregunté.
-Tené paciencia, ya lo vas a ver.
Continuamos desarmando el cajón hasta que al fin encontramos, cuidadosamente protegida, una cosa grande, doblada como un acordeón, que parecía un muñeco de metal, o algo parecido.
-Fijate bien, Ricardo. Agarramos este aparato por aquí, lo ponemos de pie y le metemos este casete que tiene en medio de la frente. Ahora vean lo que va a suceder.
Hubo una breve pausa durante la cual todos permanecimos en silencio, quietos, sin pestañear, procurando no perder un detalle del curioso acontecimiento.
-A sus órdenes, amo –dijo el aparato, adelantando su mano derecha al tiempo que se encendían unas lucecitas en el lugar en donde van los ojos.
-Así me gusta –dijo don Agustín, abrazándolo-. Desde hoy serás un miembro más de esta familia. Aprenderás todas las tareas que Ricardo te va a enseñar, con buena educación y respeto. ¿Has entendido?
-Sí, amo.
-No me digás amo, decime patrón.
-Sí, patrón.
-Así es mejor. Durante la noche descansarás en el galpón hasta que podamos construirte un lugar más  apropiado. ¿Te parece bien?
-De acuerdo, patrón.
Mi mujer, siguiendo su vieja costumbre de meterse en todo, se acercó a don Agustín y le preguntó:
-¿Qué es esto, don Cichinelli?
-Lo que estás viendo, mi querida Guadalupe, es nada menos que un robot electrónico, una verdadera maravilla de la industria italiana.
-¿Un robot? ¿Como esos que se ven en las películas de la televisión?
-Algo parecido, pero de mayor utilidad. Este robot es un obrero mecánico, una especie de hombre, servicial e inteligente, construido para colaborar en las tareas agrícolas.
-¿Lo fabrican en Buenos Aires?- pregunté.
-No, Ricardo. Lo acabo de comprar en Italia, para ser más preciso en Milán, aprovechando el viaje que hicimos mi mujer y yo el mes pasado. Mirá lo que dice, aquí, en el interior de uno de los brazos: Marca Fiat. Modelo HG – Rural – Año 1998. Made in Italy”.
-Entonces este aparato es una especie de jornalero –dijo yo-, algo molesto y mostrando mi desconfianza.
-Sí y no –contestó don Agustín, eludiendo la respuesta sincera y correcta que yo esperaba-. Es un peón que puede llegar a ser capataz y hasta administrador, si somos capaces de enseñarle a trabajar como se debe.
-Está bien, don Agustín, se hará lo que usted ordene. Sabe bien que yo no le tengo miedo al trabajo y que puedo enseñarle a cualquiera cómo se hacen las tareas del campo. Soy un buen contratista y lo seguiré siendo por muchos años, se lo prometo.
-Eso quería escuchar de tus propios labios. Dejo al robot a tu cuidado con la plena confianza de que lo cuidarás como a un hijo.
Don Agustín subió a su camioneta y regresó a la ciudad de Godoy Cruz, donde vivía. Le dije a Guadalupe que preparara unos mates mientras Enrique, mi hijo mayor, iba a buscar un animal  al corral para empezar la aradura.
-Sentate –le dije al robot, indicándole una sillita de madera que estaba junto a la maceta con geranios.
-Gracias, señor –respondió al tiempo que tomaba asiento con gran delicadeza, como si tratara de no estropear la silla con su peso.
-¿Cómo te llamás?
-Aún no tengo nombre –contestó con sequedad-. Responderé con aquel que usted me indique. Me resulta indiferente que me llame por un nombre o por otro.
-Si es así y poco te importa –dije en tono de burla-, te bautizo con el nombre de Don Fierro. ¿Te gusta?
-Está bien –contestó como si la ceremonia de bautismo hubiese terminado  y se puso de pie-. ¿Por dónde empezamos? Creo que es hora de ir al trabajo.
-Tomo unos matecitos y salimos.
Aramos toda la tarde, casi hasta el anochecer. Le enseñé sostener la mancera y el modo de llevar las riendas ligeramente sujetas al cuello para dominar mejor el arado. La tierra estaba húmeda y a las pocas horas las chapas del robot se habían cubierto de polvo. Don Fierro, sin mostrar la más leve señal de fatiga, trabajó incansablemente a mi lado con una ansiedad casi humana de aprenderlo todo, y rápidamente.
Era entonces el mes de diciembre y como las noches se presentaban calurosas, acostumbrábamos cenar en el patio.
Encendimos el farol a gas y nos sentamos a la mesa. Don Fierro se sentó próximo a nosotros y se mantuvo mirándonos en silencio como si le extrañara nuestro natural hábito de alimentarnos.
-Sé que no podés comer –le dije en tono amistoso-, pero, al menos, tomate una copa de vino.
-No insista, don Ricardo. Aunque pudiera tomar líquidos no probaría algo semejante.
-¿Qué decis? No hay nada mejor en el mundo que un vaso de vino casero cuando uno regresa del  trabajo. No sabés lo que te estás perdiendo.
-No me interesa su argumento porque carezco de placas sensoriales para captarlo. Deben saber que mi vida es muy diferente a la de ustedes. Pero bien sé que perderíamos el tiempo si yo tratara de explicárselos.
-Está bien, Don Fierro, tranquilízate. Era sólo una broma y en ningún momento quise ofenderte.
Le indiqué cuál era el lugar destino para él dentro del galpón y ahí nomás se acomodó. Tocó una especie de tecla o botón que tenía en el pecho y al momento pareció quedar profundamente dormido. ¿Dormiría realmente un robot? ¿Tendrán sueños?, pensé mientras me metía en la cama muerto de cansancio.
Muy temprano, cuando todavía ni siquiera asomaban las primeras luces del alba, escuché los pesados pasos de Don Fierro por el patio. Me vestí con desacostumbrado mal humor.
-¿Qué pasa, amigo? Es muy temprano todavía para ir a la viña. Necesito descansar, ¿o creés que soy de acero como vos?
-Aprovecharemos la fresca –dijo acercándome un azadón-. Las mejores horas para el trabajo son éstas. Con dormir no se gana nada, Ricardo.
Así fueron sucediéndose días y noches incontables. Aquella máquina infernal no se agotaba nunca. Yo sentía que mis fuerzas iban disminuyendo hora a hora pero no podía darme tregua. Ceder sería mi ruina, pensaba yo. Don Agustín verá qué buen negocio será comprar otro robot. No comen, no se enferman, no fuman ni toman vino. Son inagotables, perfectos, discretos… ¿discretos? ¡Qué ingenuo era yo entonces!
A mediados de enero, un día viernes (me acuerdo bien porque era el cumpleaños de Rebeca, mi nena más chiquita), llegó don Agustín acompañado por unos señores que luego supe eran miembros del Centro de Viñateros. Quería mostrar a todo el mundo los adelantos conseguidos en su finca con la incorporación de Don Fierro. Aunque yo había trabajado como una bestia y era el responsable de cada tarea, toda la alabanza fue para el muñeco de metal.
-Con el moderno robot Fiat –dijo don Agustín a sus atentos invitados-, cambiaremos el ritmo de la producción. Ustedes saben que un hombre puede cultivar sin ayuda, entre cinco a siete hectáreas de viña. Este robot tiene capacidad suficiente para atender hasta veinte hectáreas o más, sin mayores gastos que un contratista y su familia.
-Eso es una barbaridad –intervino uno de los asistentes.
-Increíble –dijo otro-. El costo podría entonces ser amortizado en sólo dos años.
-Mano de obra de primera – afirmó un tercero.
-Muy bien –dijo don Agustín, poniendo una mano sobre mi hombro y dándome unas palmaditas de aliento-.Has hecho trabajo muy especial con este hombre de acero, ha recibido un entrenamiento de primera. Mirá lo que es el destino, vos, sin ser técnico, has logrado completar su programación cibernética de un modo admirable.
-Gracias, patrón –le contesté, con ganas de morirme.
Pasaron otros dos meses. Llegó marzo y con él, la vendimia. Don Fierro había aprendido a realizar, a la perfección, cada una de las tareas rurales y era imposible competir con él en habilidad y rendimiento. Mientras yo, con la ayuda de Enriquito que apenas tenía doce años, podía llenar unos setenta tachos de uva, Don Fierro hacía ciento cincuenta con toda facilidad. Yo estaba desorientado y humillado como un perro apaleado. No sabía qué diablos hacer para calmar mi amargura.
Cierto domingo, después de almorzar, agarré la bicicleta y me fui hasta Tres Esquinas a jugar a las bochas con mis amigos. Ese día no pude más y me desahogué delante de todos quienes quisieron oírme. Describí las desventuras que llenaban de pena mi corazón, las deshonrosas situaciones que vivía por culpa del robot, el desplazamiento ante los ojos de mi mujer y de mis hijos, para quienes yo había sido, hasta la llegada del extraño, el hombre más trabajador y bueno del mundo. Como marido, no tenía rival; y como padre, era un verdadero héroe.
A la noche, algo borracho y un poco liberado de mis sentimientos de rencor, pedaleé zigzagueando por el carril a Lunlunta, pensando en lo injusto de la vida, en los modos en que el destino lo vuelve a uno inútil e impotente frente a la prepotencia de los más fuertes.
Me extrañó que a esas horas (era ya medianoche) hubiera luz encendida en mi casa. Dejé la bicicleta recostada en un carolino y me aproximé en punta de pie para no ser escuchado. La escena que a continuación vieron mis ojos jamás las imaginé en toda mi vida. Sentados en las mecedoras, muy juntos a mi parecer, estaban Guadalupe y Don Fierro conversando animadamente.
-A nosotros también nos gusta la mujer- decía en aquel momento el monstruo de hierro-. Nos agrada que nos lustren y acaricien, que permanezcan junto a nosotros conversando sobre distintos temas, haciéndonos sentir como verdaderos hombres, ya que ése es el destino –no el mío, por desgracia- de las próximas generaciones de robots que se están  construyendo en algunos de los países más adelantados.
-¡Oh, Don Fierro! Usted ya es un hombre- decía aquella fiera que yo tenía por esposa-. Al principio me sorprendí y puedo confesarle que hasta le tuve miedo. Pero ahora, que lo escucho decir cosas hermosas y agradables, empiezo a conocerlo mejor, a comprenderlo. Me doy cuenta, por supuesto, de que su aspecto no es totalmente humano pero hay algo en usted, en su interior, no sé cómo expresarme, que me intranquiliza. Soy mujer y sé que no está bien que digas estas cosas.
-Lo que usted está diciendo, señora Guadalupe, es el centro de la verdad –dijo el muñeco parlante, colmado de soberbia-. Soy inteligente y trabajador, incansable y atento. Pero, por sobre todo, carezco de vicios vergonzosos como andar bebiendo y fumando en esos malolientes boliches en compañía de perdidos y haraganes. Además, tampoco se me ocurriría practicar un juego tan estúpido como el de las bochas.
-Permita Dios que con el tiempo pueda usted convertirse en un hombre de verdad, Don Fierro. Entonces no habría en el mundo nadie superior a usted en virtud e inteligencia.
-No crea que falta mucho, doña Guadalupe. Voy a contarle algo que seguramente usted ignora ya que, supongo, posee una escasa educación.
-Tiene usted toda la razón del mundo, soy bastante flojita de la cabeza pero haré todo lo posible por entenderlo. Lo escucho atentamente.
-Entonces preste atención a cada palabra. En el año 1985, el inglés Peter Davidson, desarrolló la idea de un tantrismo cibernético mediante el cual devendrá una nueva religión a la Tierra. Un radiante credo surgido de la simbiosis de la electrónica y del más refinando erotismo para sustituir a los antiguos y decadentes evangelios planetarios.
-¡Una nueva religión! –gritó la cínica de mi mujer, haciéndose la que entendía.
-Exactamente, mi querida señora. Una flamante religión que empezó con el televisor a quien todos adoran como a una figura sagrada; las computadoras a las que acuden los científicos como antaño consultaban los iniciados al oráculo de Delfos; los satélites artificiales que son una prolongación de los ojos y de la inteligencia humana; y por fin el robot, la especie que yo represento, heredera de todas las culturas.
“Para mí, ese Don Fierro es el mismo diablo”, pensé mientras continuaba escuchando el diálogo de los dos traidores.
-No entiendo bien lo que quiere decirme, amigo mío-dijo la descocada de mi mujer, fingiendo interés por las barbaridades que decía el robot-, pero quiero que sepa una cosa: lejos de usted la vida para mí sería una penitencia insoportable.
-Comprendo su ansiedad, Guadalupe, por expresar sus intuiciones. Ese descubrimiento de admiración casi sagrado, que insinúa surgir en su interior, es un anticipo de la visión del Segundo Renacimiento que aporta la electrónica al mundo de los hombres. Lo que usted percibe mediante su inocente premonición (por la simple presencia de nuestras complejísimas estructuras), es el principio del desencadenamiento de la sabiduría que viene del futuro. No me diga que no lo entiende porque no le creeré. Usted está adivinando el mañana mediante la pureza de su corazón y jamás podría hacerlo de otro modo.
-Bueno, Don Fierro, algo entiendo de cuanto está diciéndome. No crea que soy tan ignorante, porque me doy bien cuenta de lo que está insinuando. ¿Qué será de nosotros, entonces, el día en que seamos sustituidos por robots? ¿Tendremos que desaparecer?
-Oh, no. No diga esa barbaridad. Coexistiremos como lo hacen ustedes con los monos, con los caballos y perros. No olvide que el ecosistema del Universo no admite siquiera la pérdida de un solo átomo. La única diferencia será que nuestra privilegiada raza constituirá la casta superior que gobernará el planeta y le aseguro que lo haremos de un modo implacable y esencialmente práctico.
-¡Qué maravilloso! Pensar que soy una de las primeras mujeres a quien le ha sido revelada semejante cosa…
-Está bien, pero no se engañe en cuanto a la primicia. Desde 1960 estamos planificando la sustitución. ¿Quiere que le cuente un secreto? ¿Me  promete que nunca, jamás, lo repetirá ante nadie?
-¡Oh, Don Fierro, se lo juro!
-No soy realmente un robot chacarero sino un adelantado explorador que a cada instante  está emitiendo información a un determinado y secreto punto que, lamentablemente, no puedo revelarle. Mi misión es mucho más excelsa que de un simple artesano, señora Guadalupe.
Hubiera saltado como una fiera sobre ambos, pero desconfié de algunos instrumentos y lámparas que Don Fierro tenía apuntando, permanentemente, a un lado y otro. Contuve mi odio y el instinto de conservación y me acerqué a ellos, carraspeando para simular que recién llegaba y no advirtieran que los había estado escuchando. Vi en los ojos de mi mujer ese brillo lujurioso que provoca la pasión por otro hombre, pero no dije una palabra. Nuestra vida en común prosiguió normalmente durante los siguientes dos meses durante los cuales la úlcera de los celos empezó a roerme el corazón.
Una fría mañana de mayo, época en que se inicia el año agrícola, llamé a Don Fierro que estaba arreglando el chiquero y le dije:
-Andá hasta la toma y soltá el agua para el riego. Fijate bien que la acequia esté limpia para que no se desborde. ¿Memorizaste bien?
-Correcto.
-Bien, yo, entretanto, voy a ir al corral de la finca a traer la mula para que empecemos la primera arada.
-Está bien, Ricardo –me dijo, sin protestar, y se fue con la azada al hombro a cumplir la tarea encomendada.
Apenas llegué a la Administración, me metí al corral y busqué a la mula Berta.
-¿Estás loco?, –me recriminó don Domingo Di Césare, el capataz de la finca-. ¿Para que llevás esa bestia?,  ¿estás buscando que te mate?
-No creo una palabra sobre lo que dicen de este pobre animal –retruqué-, esta mula no es tan mala como la pintan. Por lo menos para mí pues trabajé varios años con ella. Además, en cuanto se quiera hacer la loca le voy a dar unos buenos guascazos en el lomo.
-Está bien, es cosa tuya. Pero no me vengás después con problemas.
Volví a las casas y le puse los aperos a la mula, la enganché al arado y me puse a trabajar. El animal era joven y brioso, con esa estampa majestuosa, salvaje y potente que yo tanto admiro en los seres irracionales.
A eso de las diez de la mañana regresó Don Fierro con el desayuno. La canasta de mimbre parecía un juguete entre sus manazas de acero. Hasta donde yo recuerdo, la comida de la media mañana era una tarea que siempre realizaban mis hijos, pero desde que Guadalupe y Don Fierro habían comenzado su extraña amistad, era el robot quien se encargaba de ella.
-¿Qué me traés para comer? –le dije en voz alta, procurando que descubriera, en la altivez de mis palabras, el oculto despecho que sentía hacia él.
-Huevos fritos, jamón, pan y café –respondió mi rival electrónico, poniendo los alimentos sobre un rústico mantel a cuadros bajo la sombra de un olivo.
-Está bien, Don Fierro –dije, tratando ahora de aparecer como agradecido-. Mientras yo tomo el desayuno seguí vos con la aradura.
El incansable hombre-máquina tomó las riendas y empezó a dar idas y vueltas por entre las hileras del viñedo, apurando aún más el ritmo de marcha de la vigorosa mula Berta mientras yo los contemplaba tomando lentamente una taza de café.
-Vamos, mula, adelante, más rápido –se escuchaba sin cesar la voz metálica del odioso mecano.
En un de aquellas apresuradas idas  y venidas de Don Fierro llevando con firmeza la mancera del arado, sucedió lo que tenía que suceder. Al dar la vuelta en el callejón vi que uno de los tiros se había desenganchado del balancín. Le ordené a Don Fierro que volviera a colocarlo en su lugar mientras yo sostenía las riendas del animal para que no se espantara.
-Ya mismo –dijo con la presteza de siempre.
Se agachó y, en el preciso momento en que tocaba la cadena, la mula Berta le dio tan tremenda patada en la cabeza que los pedazos de chapa, lámparas y tubitos quedaron desparramados varios metros a la redonda.
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Me he reconciliado con Guadalupe y vivimos ahora en Malargüe, al sur de Mendoza. Trabajo en la fábrica Carbometal como peón de limpieza. En las pocas horas libres que me dejan mis obligaciones cultivo una pequeña huerta en los fondos de mi casa para no olvidar mi origen chacarero.
Tengo mi conciencia limpia porque, aunque todos creyeron que fue un accidente de trabajo, destruí intencionalmente a Don Fierro para salvar mi hogar y recuperar el amor de mi compañera.
En realidad, debo confesar, la vida no resulta muy placentera por estos lados. Hace demasiado frío y lo que gano apenas alcanza para llevar adelante nuestras necesidades familiares. Circulan, además, ideas raras entre mis compañeros de trabajo. En el fondo, tal vez sea esto lo que más me intranquiliza.
Los otros días, don José Chirino, uno de los capataces de la fábrica, me reveló un secreto. Todavía no sé por qué me eligió precisamente a mí entre tantos compañeros. Dijo, mientras le temblaba la voz, que los dueños de la fábrica estaban empleando un tipo de máquinas muy perfectas, idénticas a nosotros, los obreros, en su aspecto exterior, que actualmente son importadas desde Alemania.
-Tené cuidado, Ricardo –me dijo, muy serio, mi confidente-, desconfiá de todos tus compañeros porque algunos de ellos bien puede ser un robot y te puede joder. Si no tenés experiencia en estos asuntos es muy difícil que sepas distinguir con claridad entre un hombre de verdad y uno de estos monstruos de acero.
Al principio no creí en lo que se murmuraba en la fábrica, pero ahora tengo amargas dudas que han vuelto a oprimir mi corazón: las máquinas inteligentes están ocupando el lugar de privilegio que tuvo el hombre durante miles de años y pronto lo sustituirán. Hace poco leí en una revisa que cuando llegara ese momento en que una máquina pudiera fabricar otra máquina sin intervención del hombre, habría llegado el fin de la civilización humana. Creo, y ¡Dios me perdone!, que ese momento ya ha llegado.
Las otras noches invité a Germán, un compañero de trabajo, atento y servicial como pocos, para que conociera a mi familia. Él había expresado el deseo muchas veces y me pareció de mala educación seguir ofreciéndole pretextos.
Llegó la hora de cenar pero, extrañamente, no quiso probar bocado y ni siquiera aceptó tomar una copa de vino.
-Tampoco fumo ni tengo vicios –añadió con naturalidad, esbozando una inquietante sonrisa mientras Guadalupe no apartaba un instante de él sus ojos fascinados.

JUAN COLETTI

*


LA CAPADA


Azucena era el nombre de nuestra hermana menor que hace ocho meses tuvo un hijo varón y que murió de pena porque nuestro padre no quiso perdonar su deshonra. La velamos en la antigua casa de Fray Luis Beltrán, rodeada de frutales y de flores donde habíamos pasado los alegres y ruidosos años de nuestra juventud., antes de venir a la cárcel. No se borrará de mi memoria, mientras viva, el rostro manso y bello de Azucena, dormida como una pequeña y delgada virgen de cera, en aquella caja de madera, rústica y oscura, que la guardará para siempre. Jamás olvidaré ese día de imprecaciones y de llantos, las voces susurrantes de los vecinos maliciosos y el juramento que hicimos en la cocina mis dos hermanos menores y yo. “Los Tanos”, nos decían a los tres en la escuela, y al menor, “Tuco”, porque era rojo como salsa de tomate, con su pelo lacio y amarillo y los ojos de brillante azul.  “El mal genio que se hereda del padre es el peor signo de la naturaleza  humana, y por él la maldad se sigue transmitiendo de siglo en siglo, desde Caín a los monstruos inhumanos de hoy”, dijo el Fiscal durante el juicio. Yo me río de la justicia y de todos los imbéciles de este sucio mundo. Vivir en la cárcel o morir por hacer lo que es justo es mejor que someterse a los villanos de guante blanco. Estoy en paz conmigo y con el recuerdo de mi finada hermana, alegre, ingenua y servicial como nuestra madre. Recuerdo que para no dejarla sola los tres varones solíamos jugar con ella a las muñecas. ¡Quién nos hubiera visto! Los hermanos Spitalieri jugando como tontos con nuestra pequeña Azucena y al rato repartiendo trompadas para demostrar que éramos hombres de verdad. He memorizado una nota publicada por el diario Los Andes, que decía: “Tres hermanos confabulados para cometer un horrible crimen. Sin demostrar el más mínimo arrepentimiento, confesaron, con precisos detalles, haber mutilado al joven Hipólito Gómez, de veintidós años, a quien acusaron de haber abusado de la inocencia de una hermana adolescente llamada Azucena”. Como acontece en todas las familias, ella se hizo mujer siendo todavía muy joven y nosotros, que habíamos nacido antes, parecíamos unos mocosos a su lado. ¿Cuántas veces he recordado este breve pasado de nuestra desdichada familia? ¡Oh, María Auxiliadora, Virgen Santísima! No quiero pensar que hicimos mal en nombre del amor. “Peores que las fieras salvajes, los hermanos Spitalieri avergüenzan a la sociedad humana de la que deben ser separados para siempre”. Esto también lo dijo el doctor Bertranou, el fiscal, durante una de las audiencias. Un recorte de la revista Mundo Argentino que de vez en cuando vuelvo a leer, dice: “Estos tres individuos representan los extraños giros de la biología humana, los traspiés que sufren las leyes de la herencia, las alteraciones de los códigos genéticos, aparentemente invulnerables que transportan a los tiempos actuales genes dotados de increíble violencia y a los que el más imprevisible detonante hace precipitar en oleadas de horror y destrucción. El crimen de Fray Luis Beltrán se recordará en los anales de la criminalidad como un modelo execrable de la naturaleza de ciertos individuos que aportan mayor incertidumbre y desesperanza acerca del futuro inmediato de la sociedad”. Felices aquellos que carecen de miedo, digo yo, y me río de todas las palabras y advertencias de los doctos. Auténtico y fiel a sí mismo es aquel que hace lo que siente y no se violenta en lo íntimo con la culpabilidad de la cobardía. Cada vez que imagino la cara pálida y ojerosa del Juez cuando me pidió que describiera detalladamente el método de capar a los chanchos, siento ganas de reír a carcajadas. Recuerdo bien la descripción que hice de aquella tarea ante los ojos sorprendidos de tantos hipócritas y masoquistas allí reunidos.  “Nosotros aprendemos desde chicos a realizar las tareas rurales, cómo podar la viña, injertar los frutales, degollar a un animal (para comerlo, por supuesto), matar liebres a escopetazos y también a eso que usted me está preguntando. En invierno, durante los meses de junio o julio capamos a los chanchos machos para que no se alcen, y de ese modo engordan  y sus carnes son firmes y sabrosas. La tarea se hace muy temprano, porque el calor es malo para la curación de las heridas. Se necesita, por lo menos, tres hombres fuertes para agarrar a un cerdo adulto, sacarlo del corral y ponerlo, bien atado, en un sitio seco y limpio. Entonces les tomamos los ¿cómo dijo usted, señor Juez?, ¡Ah!, sí, los testículos, apretamos la piel hacia atrás para que queden bien tirantes  y con un pequeño cuchillo, bien afilado, hacemos un tajo a lo largo, cortamos los ligamentos nerviosos y separamos el testículo. Curamos la herida con sal, cenizas y vinagre y soltamos al bicho en el corral. Las infecciones se previenen echando creolina en un balde con agua y derramándola por el chiquero y los alrededores. Diariamente se controla la operación para evitar las hemorragias o el agusamiento, que condecirían a la muerte segura del animal. Apenas el chancho se mejora comienza a comer y a engordar y tenemos para el carneo un hermoso animal de abundantes carnes y gruesos tocinos”. Cuando terminé de hablar, el público que llenaba la sala se había quedado en silencio, pensando en otra cosa, supongo. Aproveché aquel momento para mirar a mis hermanos y guiñarles un ojo, a lo que ellos respondieron con un leve gesto de admiración. Aunque estábamos  por ser  condenados a largos años de presidio, no era aquel día más triste que el del velorio de Azucena. Recuerdo que nuestro padre insultaba a Dios y a los santos, se maldecía por haber nacido, gimiendo como un perro por las habitaciones y golpeándose el rostro hasta hacerlo sangrar. Aquellos momentos aciagos fueron los largos, interminables instantes del infierno al que todos entramos o entraremos alguna vez. Ahora estamos en celdas individuales para presos de extrema peligrosidad. ¡Qué consecuencias! Cuando éramos niños nuestro padre nos obligaba a practicar esa ley, no sé cómo se llama, que dice “Ojo por ojo, diente por diente”. Me pegás, te pego. Me robás, te robo. Emparejar. No dar ventajas. Cuando Azucena quedó embarazada, el Hipólito, que en aquellos años era su novio, se fue a vivir a Buenos Aires con un tío que transportaba vino en camiones de la Bodega Giol  y se quedó por  allá en casa de unos parientes. Entonces comenzó para nosotros un oscuro, insoportable calvario familiar, hasta el nacimiento del bebé y la muerte de nuestra infortunada hermanita. Unos meses después, recuerdo  bien la mañana fría y nublada de junio de 1949, cuando un amigo cuyo nombre no revelaré, nos avisó que por la calle Los Salamanquinos venía el Hipólito en bicicleta. Había regresado porque al gran hijo de su madre   ya no le importaba lo que había sucedido por su culpa. Salimos como relámpagos a escondernos detrás de los sauces que bordean el camino y cuando pasó frente a nuestra casa, lo agarramos y lo llevamos al corral. Le arrancamos los pantalones a los tirones y lo pusimos junto al chiquero, en la mesa de carneo. No recuerdo si lloraba, gritaba o se reía de terror. ¡Qué me interesa! Entonces Ernesto, el hermano que me sigue en edad, sacó el cuchillo de hoja delgada que siempre llevaba oculto en su camisa, y me lo entregó. Capamos como a un chancho al infeliz y lo abandonamos aullando de dolor mientras corríamos a entregarnos al comisario de Fray Luis Beltrán. Va pasando el tiempo, dejando atrás la pesadilla y el horror, la incertidumbre sobre el bien y el mal, lo incomprensible. Pero hay algo en mí, una sensación extraña de paz y de equilibrio que no me abandona y que antes no había conocido. Ayer estuvieron nuestros padres en la Penitenciaría y trajeron, por primera vez al hijo de Azucena a quien han bautizado con mi nombre.

                                JUAN COLETTI

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