Azucena era el nombre de nuestra hermana menor que
hace ocho meses tuvo un hijo varón y que murió de pena porque nuestro padre no
quiso perdonar su deshonra. La velamos en la antigua casa de Fray Luis Beltrán,
rodeada de frutales y de flores donde habíamos pasado los alegres y ruidosos
años de nuestra juventud., antes de venir a la cárcel. No se borrará de mi
memoria, mientras viva, el rostro manso y bello de Azucena, dormida como una
pequeña y delgada virgen de cera, en aquella caja de madera, rústica y oscura,
que la guardará para siempre. Jamás olvidaré ese día de imprecaciones y de
llantos, las voces susurrantes de los vecinos maliciosos y el juramento que
hicimos en la cocina mis dos hermanos menores y yo. “Los Tanos”, nos decían a
los tres en la escuela, y al menor, “Tuco”, porque era rojo como salsa de
tomate, con su pelo lacio y amarillo y los ojos de brillante azul. “El mal
genio que se hereda del padre es el peor signo de la naturaleza humana, y por él la maldad se sigue
transmitiendo de siglo en siglo, desde Caín a los monstruos inhumanos de hoy”, dijo
el Fiscal durante el juicio. Yo me río de la justicia y de todos los imbéciles
de este sucio mundo. Vivir en la cárcel o morir por hacer lo que es justo es
mejor que someterse a los villanos de guante blanco. Estoy en paz conmigo y con
el recuerdo de mi finada hermana, alegre, ingenua y servicial como nuestra
madre. Recuerdo que para no dejarla sola los tres varones solíamos jugar con
ella a las muñecas. ¡Quién nos hubiera visto! Los hermanos Spitalieri jugando
como tontos con nuestra pequeña Azucena y al rato repartiendo trompadas para
demostrar que éramos hombres de verdad. He memorizado una nota publicada por el
diario Los Andes, que decía: “Tres
hermanos confabulados para cometer un horrible crimen. Sin demostrar el más
mínimo arrepentimiento, confesaron, con precisos detalles, haber mutilado al
joven Hipólito Gómez, de veintidós años, a quien acusaron de haber abusado de
la inocencia de una hermana adolescente llamada Azucena”. Como acontece en
todas las familias, ella se hizo mujer siendo todavía muy joven y nosotros, que
habíamos nacido antes, parecíamos unos mocosos a su lado. ¿Cuántas veces he
recordado este breve pasado de nuestra desdichada familia? ¡Oh, María
Auxiliadora, Virgen Santísima! No quiero pensar que hicimos mal en nombre del
amor. “Peores que las fieras salvajes,
los hermanos Spitalieri avergüenzan a la sociedad humana de la que deben ser
separados para siempre”. Esto también lo dijo el doctor Bertranou, el
fiscal, durante una de las audiencias. Un recorte de la revista Mundo Argentino que de vez en cuando
vuelvo a leer, dice: “Estos tres
individuos representan los extraños giros de la biología humana, los traspiés
que sufren las leyes de la herencia, las alteraciones de los códigos genéticos,
aparentemente invulnerables que transportan a los tiempos actuales genes
dotados de increíble violencia y a los que el más imprevisible detonante hace
precipitar en oleadas de horror y destrucción. El crimen de Fray Luis Beltrán
se recordará en los anales de la criminalidad como un modelo execrable de la
naturaleza de ciertos individuos que aportan mayor incertidumbre y desesperanza
acerca del futuro inmediato de la sociedad”. Felices aquellos que carecen
de miedo, digo yo, y me río de todas las palabras y advertencias de los doctos.
Auténtico y fiel a sí mismo es aquel que hace lo que siente y no se violenta en
lo íntimo con la culpabilidad de la cobardía. Cada vez que imagino la cara
pálida y ojerosa del Juez cuando me pidió que describiera detalladamente el
método de capar a los chanchos, siento ganas de reír a carcajadas. Recuerdo
bien la descripción que hice de aquella tarea ante los ojos sorprendidos de
tantos hipócritas y masoquistas allí reunidos. “Nosotros aprendemos desde
chicos a realizar las tareas rurales, cómo podar la viña, injertar los
frutales, degollar a un animal (para comerlo, por supuesto), matar liebres a
escopetazos y también a eso que usted me está preguntando. En invierno, durante
los meses de junio o julio capamos a los chanchos machos para que no se alcen,
y de ese modo engordan y sus carnes son
firmes y sabrosas. La tarea se hace muy temprano, porque el calor es malo para
la curación de las heridas. Se necesita, por lo menos, tres hombres fuertes
para agarrar a un cerdo adulto, sacarlo del corral y ponerlo, bien atado, en un
sitio seco y limpio. Entonces les tomamos los ¿cómo dijo usted, señor Juez?,
¡Ah!, sí, los testículos, apretamos la piel hacia atrás para que queden bien
tirantes y con un pequeño cuchillo, bien
afilado, hacemos un tajo a lo largo, cortamos los ligamentos nerviosos y
separamos el testículo. Curamos la herida con sal, cenizas y vinagre y soltamos
al bicho en el corral. Las infecciones se previenen echando creolina en un
balde con agua y derramándola por el chiquero y los alrededores. Diariamente se
controla la operación para evitar las hemorragias o el agusamiento, que
condecirían a la muerte segura del animal. Apenas el chancho se mejora comienza
a comer y a engordar y tenemos para el carneo un hermoso animal de abundantes
carnes y gruesos tocinos”. Cuando terminé de hablar, el público que llenaba
la sala se había quedado en silencio, pensando en otra cosa, supongo. Aproveché
aquel momento para mirar a mis hermanos y guiñarles un ojo, a lo que ellos respondieron
con un leve gesto de admiración. Aunque estábamos por ser
condenados a largos años de presidio, no era aquel día más triste que el
del velorio de Azucena. Recuerdo que nuestro padre insultaba a Dios y a los
santos, se maldecía por haber nacido, gimiendo como un perro por las
habitaciones y golpeándose el rostro hasta hacerlo sangrar. Aquellos momentos
aciagos fueron los largos, interminables instantes del infierno al que todos
entramos o entraremos alguna vez. Ahora estamos en celdas individuales para
presos de extrema peligrosidad. ¡Qué consecuencias! Cuando éramos niños nuestro
padre nos obligaba a practicar esa ley, no sé cómo se llama, que dice “Ojo por
ojo, diente por diente”. Me pegás, te pego. Me robás, te robo. Emparejar. No
dar ventajas. Cuando Azucena quedó embarazada, el Hipólito, que en aquellos
años era su novio, se fue a vivir a Buenos Aires con un tío que transportaba
vino en camiones de la Bodega Giol y se
quedó por allá en casa de unos
parientes. Entonces comenzó para nosotros un oscuro, insoportable calvario
familiar, hasta el nacimiento del bebé y la muerte de nuestra infortunada
hermanita. Unos meses después, recuerdo
bien la mañana fría y nublada de junio de 1949, cuando un amigo cuyo
nombre no revelaré, nos avisó que por la calle Los Salamanquinos venía el
Hipólito en bicicleta. Había regresado porque al gran hijo de su madre ya no le importaba lo que había sucedido por
su culpa. Salimos como relámpagos a escondernos detrás de los sauces que
bordean el camino y cuando pasó frente a nuestra casa, lo agarramos y lo
llevamos al corral. Le arrancamos los pantalones a los tirones y lo pusimos
junto al chiquero, en la mesa de carneo. No recuerdo si lloraba, gritaba o se
reía de terror. ¡Qué me interesa! Entonces Ernesto, el hermano que me sigue en
edad, sacó el cuchillo de hoja delgada que siempre llevaba oculto en su camisa,
y me lo entregó. Capamos como a un chancho al infeliz y lo abandonamos aullando
de dolor mientras corríamos a entregarnos al comisario de Fray Luis Beltrán. Va
pasando el tiempo, dejando atrás la pesadilla y el horror, la incertidumbre
sobre el bien y el mal, lo incomprensible. Pero hay algo en mí, una sensación
extraña de paz y de equilibrio que no me abandona y que antes no había
conocido. Ayer estuvieron nuestros padres en la Penitenciaría y trajeron, por
primera vez al hijo de Azucena a quien han bautizado con mi nombre.
JUAN
COLETTI
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