“Ama
llulla, ama kella, ama sua”.
No
ser mentiroso, no ser flojo, no ser ladrón.
El
regreso del muerto
Quince
días después de haber fallecido, Víctor Palenque, a pasos lentos, con su rostro
cansado y triste, regresaba a su hogar.
Vestía el viejo traje azul, camisa blanca y corbata roja que había usado el día de su casamiento, muchos años
atrás. Debía cumplir sus últimas voluntades en este mundo, para poder descansar
en paz. Uno no puede irse dejando deudas o deshonras, tareas sin completar o
justos deseos que no pudieron ser satisfechos. Y esto vale mucho más para
aquellos a los que la muerte sorprendió sin haber tenido tiempo de prepararse
para el viaje final.
Pero
en realidad no era Víctor Palenque quien se iba desplazando como sin apuro
hacia su antigua morada sino su compadre, su querido amigo Ángel Mamani, que en su nombre y vestido con sus ropas iba
a cumplir la antigua ceremonia aymara del Ajayu,
antiguo rito que hace posible que todos aquellos que se van para siempre de
nuestro mundo tengan la posibilidad de retornar por una única y definitiva
vez para despedirse de cada uno de sus seres queridos,
de los parientes, de los amigos y también de los enemigos. Para dejar la antigua vida en orden, sin
deudas ni deudores, sin reclamos ni odios, sin que ni una sola circunstancia
vaya a empañar la plácida vida más allá de la muerte. Esa vida que no se ve
pero que está en algún lugar y que, según cuentan los ancianos, dura todo una
eternidad.
Sus
pasos iban levantando con la brisa pequeños remolinos bajo sus gastados
zapatos. Venía fumando como era el hábito de Víctor aunque él jamás lo había
hecho. Puf, qué asco, iba pensando, cuando hay tantas cosas buenas en este
mundo para gozar. Pensó el nombre de una mujer y la evocó con una especial
mezcla de ironía y de emoción. Sonrió apenas y apartó de su corazón antiguos
deseos nunca satisfechos. No era el momento de pensar en ellos porque en esos
instantes solemnes prestaba su cuerpo al alma de un muerto que regresaba por última vez al círculo de la existencia.
Ya
descendiendo por el estrecho sendero que lo iba acercando al vallecito, vio la multitud que lo aguardaba
alrededor de la casa. Todos bien vestidos y ansiosos por participar del último
acto en la vida de un hombre que había
muerto. Comer y beber, decirse cada uno lo suyo, arreglar viejos pleitos,
bailar y cantar y todo lo que sea suficiente para que ajayu, el ánima del muerto, su espíritu quede sin mancha para la
eternidad. Vaya, para la eternidad, se
decía Ángel Mamani sonriendo con picardía, si aquí en la tierra también tenemos
el cielo o partes del cielo y es menos triste y menos aburrido.
Volvió
a mirar ahora más fijamente para distinguir los rostros de tantos conocidos. Sí, ahí están esperándome, con
gusto algunos y con disgusto otros, pero así habrá de ser. No es que me guste o
me disguste ser por hoy, tal vez hasta mañana, Víctor Palenque. Esto es algo
más fuerte que yo, más fuerte que una vida porque es la vida de todos, de los
que estuvieron antes aquí, de los que ahora nos vamos a reunir, de los que
vendrán a ocupar el espacio que dejemos vacío en tiempos venideros.
Si
me han elegido, continuaba pensando mientras las figuras que lo esperaban iban
mostrando el colorido de sus ropas y sabrosos y celestiales aromas de comida se
adelantaban para recibirlo, es porque Víctor y yo hemos sido compadres, pero
más que compadres, hemos sido amigos y confidentes. Hemos recorrido juntos
estos cerros en la infancia, hemos pastoreado a los animales y aprendido a
coquear, a tomar unos buenos tragos de cerveza y de chicha cuando nos estábamos
haciendo hombres. Y ni qué decir de las
primeras mujeres que festejamos.
Y al pronunciar la palabra “mujeres”,
divisó claramente a Inocencia Vilches,
la viuda del muerto a quien él estaba
representando. Linda, la Inocencia, lástima que el Víctor me la primerió que
si no quién sabe cómo habrían sido las
cosas.
Escuchó
las voces que pronunciaban su nombre y los aplausos y los primeros acordes de
las guitarras y charangos, de los tambores y quenas que anunciaban su
presencia.
Pobre
Víctor, pensó, haber muerto así, de repente, en una explosión en la mina.
Maldita suerte si él era el mejor dinamitero de la empresa. Cómo podría haberse
confundido. Pero así fue, nomás, caray, y por eso estoy aquí, yo, caminando
como sin apuro, al encuentro de esa gente con la que tendré que habérmelas
justo hoy, sábado caliente, al mediodía, y con estas ganas enormes que tengo de
comer y de saciar esta sed que la larga
caminata ha ido haciéndome sentir como
un verdadero mendigo de la vida. Vaya, si realmente siento la tristeza de la
muerte, el desconsuelo de saber que esta será mi última visita al mundo de los
vivos.
Un
grupo de perros flacos se le fue
aproximando, pero no ladraron porque tal vez advirtieron que por el olor de la
ropa el que venía caminando
era nomás Víctor Palenque. El bullicio iba aumentando y las voces
mezclaban risas y aplausos, amores y odios, rencores contenidos y
agradecimientos, deseos de bien y de mal.
El orden del mundo
Ángel
Mamani se sacó el sombrero y comenzó a saludar uno por uno a todos los
presentes y en cuanto estuvo frente a David Escobar le dio un tremendo puñetazo
en el rostro que lo tiró al suelo.
-Esto
es por haberme robado una oveja, ¿te acuerdas, amigo Escobar?, hace muchos
años, y como sé que no podrás pagarme en dinero saldo la cuenta con este golpe.
-Me
parece que se ha pasado de la raya, compadre– dijo la víctima del puñetazo
incorporándose con la nariz sangrante-, esto es un abuso.
-Qué
abuso ni abuso. Usted no tiene nada que reclamar. Soy yo quien viene a
despedirse de este mundo miserable, y
todo cuanto haga hoy será en nombre de nuestros antepasados, por mí y por mi familia. Ellos, los antiguos, nos están observando y es por todos ustedes y
por mi alma que todo lo que haga hoy será justicia. Así está decidido y no hay
vuelta atrás. No me incomoden.
Inocencia
Vilches se mantenía joven, a sus cuarenta años, joven y con la suave inmodestia
de las mujeres fieles pero insatisfechas. Era en esos momentos la viuda que
también recibiría lo suyo según las circunstancias. Como si la imagen que tenía
frente a ella fuera su verdadero esposo, en carne y hálito, se aproximó y
dándole un abrazo, lo besó suavemente en la mejilla y le dijo:
-Te
estaba esperando, Víctor. Todos aquí te estábamos esperando para darte una
fiesta, la que tanto habías deseado. ¿Recuerdas?
-Sí,
Inocencia, cómo olvidar mis últimos deseos. Antes de partir para mi trabajo en
los socavones de la tierra, recuerdo que te dije que deseaba tener un poco de
dinero para hacer un gran festejo que nadie olvidaría en muchos años. Y al fin
se ha cumplido aquel sueño. Ya ves que nunca es tarde, así que alejemos la
tristeza que ya habrá tiempo para
llorar.
-Pues
acá tenemos todo preparado –intervino Segundo Callisaya, un pariente lejano del muerto que había viajado desde
Santa Cruz de la Sierra-.Miren esa mesa,
esos manjares que nos están esperando desde hace rato. Bienvenido, querido
primo.
-Y
bien –dijo el muerto-, vayamos pasando y tomen asiento. No nos hagamos rogar.
Que suene la música y que sirvan los vasos bien llenos del mejor vino, de
espumante cerveza.
Antes
de sentarse a la mesa se aproximó Nicolás Angulo y tomando a Víctor Palenque de
un brazo, lo apartó un momento y por lo bajo le pasó un fajo de billetes.
-Es
la deuda que tenía con usted, compadre. Gracias y que descanse en paz.
-Muy
amable de su parte, amigo Nicolás. No tengo nada que reclamarle, así que ni voy
a contar el dinero porque confío en usted.
-Siempre
hemos confiado el uno en el otro.
-Está
bien. Ahora vaya y siéntese.
Ángel
Mamani, en el rol del finado Víctor Palenque, se sentó a la cabecera de la
mesa. A su derecha Inocencia Vilches, con sus trenzas negras atadas en rodete y
sus vaporosos vestidos, se ubicó plácidamente, como en los buenos tiempos.
Y
aparecieron Rosalía Condorí y Blanca Melgarejo, que ese mediodía oficiaban como
mozas y buenas servidoras que iban y venían depositando sobre los tablones
cubiertos de coloridos manteles los manjares que el muerto había pedido con
anticipación. Urdus, chanka de conejo, picantito de pollo, lechón bien adobado,
sajta de pollo, chicharrón, charquecán y vaya a saber cuántos otras
delicias que honraban cientos de años de
la mejor cocina de la comunidad aymara.
Rosalía
se aproximó a la cabecera de la mesa y depositó dos botellas que chorreaban
frescura.
-Aquí
está, como usted lo ordenó, don Víctor. Cerveza Huari, de lo mejorcito que
hemos podido conseguir.
-Gracias.
Voy a brindar por todos ustedes.
Elevó
su vaso rebosante de espuma y todos hicieron lo mismo.
-Salud
y buena vida para todos, amigos, hermanos, aquellos que me amaron y respetaron
en vida. Que sigan disfrutando por muchos años lo que ya para mí es apenas un
recuerdo.
Al
decir estas palabras, Ángel Mamani casi
derramó una lágrima. Un gesto que todos percibieron emocionados. Por un momento
hasta pareció que no se escuchaban los ruidos
de las bocas de los que comían y bebían. Era el suave silencio de la
resurrección, el don que los dioses concedían a sus hijos solo una vez después
de la muerte. Se sirvió otro vaso de cerveza y volvió a brindar:
-Brindo
por todos los presentes y también por los ausentes. Aunque nada me deben ni les
debo a los que no han tenido la
vergüenza de estar hoy aquí, conmigo y con ustedes. Y en especial bebo en honor
de dos queridos amigos, los esposos Carlos Mamonde y Ana Tarqui, con quienes me
une no solo una antigua amistad sino también parte del destino.-Hizo un breve silencio, depositó el vaso sobre la
mesa y pensó que no era ése el momento de decir en público qué clase de lazo lo
unía a ese joven matrimonio que lo miraba expectante-. Si me tienen paciencia y
como tenemos para nosotros el resto del día, luego les diré lo que estoy
pensando. Sigan comiendo y haciéndome feliz. Que los músicos coman y beban pero
que también sepan que se les ha pagado para que toquen.
Así
fue pasando la tarde al son de takiraris, kaluyos y dulces huaiños que Juan
Alfaro, el gran acordeonista y director del grupo musical iba seleccionando de
una lista que una semana antes le había ordenado Inocencia Vilches. Ella bien
sabía lo que a Víctor le agradaba o lo disgustaba cuando apenas empezaba a
escuchar los acordes musicales de cualquier instrumento.
-Me
siento muy feliz –comentó el muerto en voz alta- y agradecido a mi mujercita y
a los musiqueros y a ustedes que están
compartiendo esta humilde despedida. Como bien saben mi vida no ha sido colmada
de asombros pero sí de pequeñas dichas personales. Declaro que he sido un buen
hijo y aunque no estén aquí mis ancianos padres para justificarme, los que bien
me conocen podrían confirmarlo. He padecido una infancia y juventud de pobre
pero de pobre bien alimentado y bien querido. Y he sido esposo de una hermosa
mujer, esta Inocencia, sentada a mi derecha, cuyo rostro jamás volveré a ver
con estos ojos hechos de carne.
La
tarde, como sin apuro, iba inclinándose hacia un oeste polvoriento y rojizo.
Las meseras habían levantado las sobras y lavaban los platos en la cocina.
Alrededor de la casa, en pequeños grupos, los invitados comentaban los asuntos
del día y comenzaban a disponerse a regresar a sus casas antes de que los
sorprendiera la oscuridad de la noche aunque muy pronto, desde el
horizonte, se levantaría una luna
majestuosa, una luna llena cargada de mensajes y de sensualidades, de promesas
y de deseos todavía no cumplidos. Era
esta fiesta el antiguo modo de volver a
poner en su lugar el desorden del mundo cuando la muerte sorprende a alguno de
sus hijos. Irse sin dejar nada atrás ni
una pequeña moneda adeudada, ni un acto de deshonra sin ser castigado o
perdonado, sin un gusto intenso que no volviera
a ser gozado.
El
homenajeado, algo chispeado por el incesante subir y bajar del vaso de cerveza,
estaba culminando parte de la tarea encomendada. Con el sopor del sueño y las
ganas de que todos se fueran de una vez, se puso de pie como pudo y llamó, por
favor, a silencio.
-Queridos
amigos. Vamos a compartir estos últimos momentos con respeto y sabiduría. En
este instante recuerdo que no he
cumplido con todos los mandatos y bien sabemos que si no lo hago no descansaré
en paz y mi espíritu entonces vagará por estos montes en eterno sufrimiento.
Aquí tengo, para usted, doña Laura Machaca, un dinero que le debía desde
aquella vez, hace años, cuando estuve tan enfermo. Por favor, abuela, acérquese
y reciba estos billetes y perdóneme por haber sido medio olvidadizo.
Doña
Laura, con sus casi 100 años, se movió lentamente y recibió el dinero luego de
besar en la frente al finado Víctor. Luego, éste, como si le costara pronunciar las palabras, dijo con cierto
pesar:
-Por
favor, Carlos y Ana. Vengan un momento a
mi lado. -Los jóvenes esposos se levantaron con aparentes pocas ganas pero con la obediencia que significaba
participar de la ceremonia del Ajayu-. Antes que otra cosa, voy a pedirte,
amigo Carlos Mamonde, que me prometas que sea lo que yo te diga, perdonarás
toda ofensa que sin saber hayas recibido y que lo que voy a confesarte no
solamente liberará mi alma del pecado sino que también a usted le dará paz por
el resto de su vida. ¿Prometido? No es necesario que haga un juramento, sólo
diga sí o no.
-Le
doy mi palabra, don Víctor, aunque presumo qué es lo que va a decirme.
-Entones,
mejor así, para ganar tiempo y ahorrar disgustos. Sepa que alguna vez en mi
pasada viva, cuando yo estaba revestido con el calor de la sangre, tuve ocasión
de amar a su mujer. Espere, no monte en actos de odio ni de venganza. Fue
apenas en un par de ocasiones que su hermosa Ana Tarqui me dio las bendiciones
de su cuerpo. Así que ambos lo hemos engañado aunque usted quedará para siempre
prisionero de su promesa. Si se considera más agraviado de lo que esperaba,
puede darme un puñetazo en la cara porque bien sabemos que matarme no podrá
porque ya estoy muerto. Así es.
Carlos
Mamonde y su mujer se miraron mezclando la sorpresa, la vergüenza, la compasión
y el amor que el momento les inspiraba. Lo cierto es que ese tema ellos lo
habían conversado en su momento, lo habían archivado en los cajones de la
comprensión y el buen deseo de continuar juntos en una larga vida.
-Pues
nada tengo que reclamarle, don Víctor, puesto que yo también he sido deudor de
mi mujer cuando durante semanas usted permanecía trabajando en las minas y yo
pasaba a consolar a la Inocencia, su esposa.
Así que una cosa por otra, una ofensa por otra. Usted cubrió a mi Ana un
par de veces y yo a su querida Inocencia, muchas veces más.
La
mujer del muerto se ruborizó y apenas si
bajó la cabeza con una media sonrisa que podía significar complicidad y burla,
desdén y alivio por sentir que el aire de la culpa salía de ella y se disipaba
en el atardecer. Unos pocos murmullos en los invitados, alguna risita sofocada
y breves comentarios que eran como un lacre sellando un papel oficio. Todo
estaba en orden. Era el momento de partir.
-Gracias
–dijo Ángel Mamani en nombre del muerto-, muchas gracias por haberme acompañado
en este glorioso y último día en este
mundo. Vuelvan, por favor, a sus casas. Que todos regresen porque todavía tengo
que resolver con Inocencia algunos asuntos pendientes de los cuales nadie
deberá tomar parte. No es algo que a ninguno le ataña más que a nosotros y como
el tiempo se me va acabando, gracias nuevamente. Adiós. No me olviden.
El último deseo
Y
lentamente llegó la noche. Con la primera oscuridad Inocencia encendió el viejo
farol que colgó en el alero de la casa. Sentados en los sillones de mimbre
donde durante años los esposos habían pasado largas horas conversando y
preparándose para ir con entusiasmo a la cama, el hombre y la mujer aguardaban
envueltos en amable silencio lo que
debería decirse o callarse para siempre.
-Me ha sorprendido, Inocencia, saber que
Carlos Mamonde te visitaba cuando yo estaba ausente. ¿No te parece que
debiéramos hablar para que yo regrese sin una sola mancha en mi honor de
esposo?
-Ya no hay mancha alguna puesto que hace
apenas unas horas ustedes, los hombres, se reconciliaron y dejaron sus faltas
en el olvido.
-No sé si podré aceptar tus palabras.
Soy por última vez tu marido y como tal también puedo exigirte, pedirte que me
des lo que se me apetezca. No estás en condiciones de rehusarte ni herirme ni
abandonarme en estos momentos en los que voy sintiendo como si mi ánima
comenzara a disolverse en la oscuridad. La noche nunca ha sido buena con los
muertos.
La viuda guardó silencio unos momentos,
luego se levantó y fue hasta la cocina, llevando con ella el tiznado farol.
Encendió el fogón y puso a calentar una
olla. Regresó sin prisa.
-Ha quedado algo de comida, Víctor.
¿Quieres que ponga la mesa y cenemos?
-No me negaría por ningún motivo. Es mi
última cena, aunque aún me falta cumplir el más íntimo y sagrado de todos mis
deseos.
Inocencia fue y volvió sin hacer
comentarios. Puso un mantel floreado, la panera, una botella de cerveza y dos
vasos, cuchillo y tenedor y dos platos con restos del almuerzo.
-No es mucho, Víctor, pero te agradará
este trozo de cerdo bien picantito que he reservado para este momento. De las
ensaladas apenas ha quedado una fuente con papas. Sírvete, por favor.
-Vamos a comer, entonces, y gracias por
tu gentileza. Aunque en realidad soy Ángel Mamani, estar aquí con estas ropas,
sentado a la mesa, en un lugar en el que muchas veces había deseado estar, me
da una extraña confianza en la vida y un sentimiento de caridad hacia los
muertos que antes no había pasado por mí.
Comieron en silencio mientras sobre el
horizonte comenzó a elevarse una luna gigantesca, rojiza y abundante, grave y
atropelladora. El valle y los montes caían en la pereza del sueño mientras un
aire fresco reemplazaba el sopor de la tarde de verano.
La mujer llevó la vajilla a la cocina,
la lavó y secó como si necesitara extender la paciencia del tiempo. Puso agua a
hervir y preparó dos tazones de té azucarados. Volvió con pasos suaves y se sentó junto al hombre que
la observaba con deseo y tristeza.
-¿Te sirves?
-Sí, Inocencia, me vendrá bien un poco
de té después de tanto comer y beber.
-Supongo que está llegando la hora de
que vuelvas a tu hogar. Te estoy agradecida
por todo lo que has hecho hoy. Es un tiempo que toca a su fin, un tiempo
que dejará atrás una vida con Víctor, los años de trabajo, de pobreza y cansancio. El tiempo de haber
vivido sin poder recibir la gracia de tener un hijo. Esa es mi mayor pena,
Ángel, que mi esposo no haya podido tener en sus brazos un hijo de mis
entrañas, aunque no fue por su culpa
sino porque yo no soy mira marmi, soy una mujer estéril,
soy sumu
qhuxu, una hembra solitaria y sin hijos. ¿Comprendes?
-Sí, por supuesto que te comprendo y lo
lamento pero no me llames Ángel, por favor. Hasta que regrese por el mismo
camino que me trajo a esta casa, soy Víctor Palenque. No confundamos lo que
cada uno tiene que hacer y que decir. No cambiemos de tema.
-¿Acaso no está todo concluido? ¿Qué
esperas?
-¿Qué espero? Lo que esperé durante
cientos de veces, cada vez que de noche me quedaba solo en los establecimientos
miserables de las minas y pensaba en ti, en tu cuerpo, en los goces postergados
mientras no era yo sino el amigo Mamonde quien me reemplazaba.
-No volvamos a tocar ese tema, por
favor.
-No volveré a hacerlo, Inocencia, pero
te será fácil comprender que mi último deseo antes de volver a ser un alma
invisible, es que nos vayamos ya mismo a la cama. Ardo de deseos, carajo, y no
voy a admitir ninguna súplica.
La viuda se cubrió los hombros con un
chal porque empezaba a sentir frío. Se levantó y fue hasta el dormitorio,
encendió una vela y entornó la ventana. Sin prisa, envuelta ahora en la magia
que produce el choque de la vida y la muerte, el deseo y la desesperanza,
empezó a desnudarse. Se soltó las trenzas y apenas vestida con una enagua se cubrió con una sábana y
esperó.
El muerto fue hasta el baño, el mismo
que él había instalado cuando se casó. Hizo lo que tenía que hacer y se lavó la
cara y las manos y volvió a sentarse un momento bajo el alero. Encendió otro cigarrillo y aunque le repugnaba recordó
que Víctor fumaba y que el aroma del tabaco ingresaría por la ventana del
dormitorio llevando su mensaje.
Momentos después él también se desvistió
y al levantar las sábanas miró ese cuerpo aún joven y sensual, amistoso y a la
vez distante, ajeno a sus deseos por toda una vida y ahora próximo, manso,
limpio de toda culpa, como en la primera vez, en la noche de bodas.
-Voy a pedirte, algo, Víctor. Por favor.
-¿Qué deseas?
-Voy a apagar la luz, para tener ante mí
tu verdadera imagen. No te ofendas, Ángel, necesito que me comprendas. Ahora,
no voy a decir una palabra más. Quiero ser tuya.
Y fue así que se cumplió el último y más intenso deseo
que todo hombre tal vez conserve si al morir ha muerto insatisfecho. La luz de la vela ausente dejó que la
brillante luna penetrara sin piedad en el dormitorio. Todo quedó de pronto
envuelto por una brillantez distinta y sensual. Los cuerpos se fueron
acomodando de un modo y otro, al costado, arriba y abajo, y las voces apenas
sofocadas hablaban de la gracia y de la gratitud que anteceden a la vida
divina.
Víctor e Inocencia, por mérito del
antiguo rito del Ajayu, repetido miles de veces en miles de años, pusieron en orden
las dimensiones de los mundos que se alteran y destrozan cuando sobreviene la
muerte. Exhaustos, se quedaron dormidos recién al manso amanecer. El despertador de los gallos
anunció la venida del nuevo día. Todo lo que tenía que hacerse y decirse se
había cumplido.
El regreso del muerto
Agobiado por el largo viaje, a paso
lento pero animado por la proximidad del hogar, Víctor Palenque encendió un
cigarrillo, satisfecho por el término de la ausencia, por lo que sabía que
estaba aguardándolo. Una rica comida, una buena cerveza y el regalo que
Inocencia siempre le ofrecía cada vez que volvía del trabajo.
Mientras tenía ante sus ojos la figura
de su casa, vio salir a un hombre por la puerta que da al alero. Un hombre que
parecía no tener apuro ni temor en ser reconocido. ¿Quién será ese tipo? Pero
sí, ya lo reconozco, es mi compadre Ángel Mamani y tiene puesto mi viejo traje
azul y mi camisa y mi corbata roja. ¡Demonios! ¿Qué habrá sucedido?
Al mismo tiempo, el que salía de la casa
sintió que sus piernas no lo soportaban. Un intenso calor cubrió su piel y un
gusto seco le llenó la boca. No podía creer lo que estaba viendo.
-¡Pero si es el mismo Víctor en persona!
-Hola, compadre, ¿qué anda haciendo a
estas horas por mi casa? ¿Tiene algún problema? ¿Le ha sucedido algo grave a mi
mujer?
-Espere un momento. Déjeme tomar un poco
de aire que luego le explicaré todo lo que ha sucedido después de su muerte.
-¿Cómo después de mi muerte? ¿Cuándo he fallecido yo?
Ángel Mamani contó entonces que quince
días atrás, el administrador de la compañía
Minera Inti Raymi trajo la mala noticia y horas después llegó el ataúd con el cuerpo del finado Víctor
Palenque. Había ocurrido una explosión
de dinamita y como el cuerpo estaba destrozado nadie pudo ver el
cadáver.
-Pero si no he sido yo quien murió en
aquella explosión en la mina Cori Kollo, compadre Mamani. Míreme bien, soy yo y
estoy vivo. No soy un fantasma.
-No entiendo, explíquese por favor. Para
nosotros y para la justicia, usted está muerto, amigo Víctor.
-Pues fácilmente voy a demostrar que no
fui yo quien estaba hecho pedazos en ese cajón sino el pobrecito de mi
ayudante, Dionisio Choque, un joven que
por error esa mañana tomó mi ropa de trabajo en la cual yo siempre guardaba mi
documento de identidad. Fue tan terrible la explosión que varios volamos por el
aire, aunque yo, que estaba algo distante,
me hice apenas unos raspones.
-¿Y de ahí?
Yo seguí trabajando y hace apenas dos
días que estoy volviendo de licencia a
mi hogar, feliz como nadie en este mundo y ahora más feliz que nunca sabiendo
que no he muerto, pues. Y ahora, cuénteme, compadre Ángel todo lo que sucedido
en mi ausencia.
Los dos amigos se acuclillaron según la
costumbre y encendieron cigarrillos. Como el protagonista del Ajayu llevaba en un bolso la última botella de cerveza Huari la
compartieron hasta que no quedó una
gota.
-Lo lamento, compadre Víctor, su familia
y los vecinos me pidieron que regresara, vestido con sus ropas a despedirme y
dejar en claro, como acabo de contarle, los asuntos pendientes. Todo está hoy,
domingo, en perfecto orden. No hay nada que reclamar ni nada que le sea exigido. El mundo está en
orden, como decían nuestros antepasados.
-Usted ni imagina, Ángel, cómo me
siento. Sorprendido, agradecido, renovado como si me esperara una nueva vida. Y
ahora, cuénteme sobre mi hermosa Inocencia. ¿Cómo está ella?
-¡Cómo quiere que esté! Me extraña,
Víctor, su pregunta. Ella ahora está durmiendo, satisfecha, agradecida a la
vida y muy enamorada de usted. Créame,
se lo digo yo quien durante dos días he vivido en su nombre. He sido Víctor
Palenque y he honrado su ausencia, como
vecino, como amigo y como esposo. ¿Quiere que le mienta?
-No le estoy pidiendo que me mienta,
compadre. Démonos un abrazo y que cada uno vaya siguiendo su destino.
Volvieron sus espaldas y tomaron el
camino que cada uno debía tomar. Víctor, con esa inclasificable energía que a
veces acude al cuerpo de quienes han sido engañados por su mujer y Ángel, el
verdadero héroe de una simple historia que sólo es capaz de conservar una antigua y armoniosa cultura aymara. Había
comido y bebido y arreglado asuntos pendientes y recibido el encanto de la
mujer deseada a la que ofrecen los
dioses en plenilunio como premio y compensación por tanta muerte, por tanto
sufrimiento.
-Estaba buena la Inocencia.
JUAN
COLETTI
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