LAS VOCES DEL DESIERTO


       El Obispo Zenobio pernoctó en la antigua ciudad  de  Djabal al-Tinef, apenas cruzando el límite con el reino de Jordania, de donde provenía con una reducida caravana de peregrinos que lo acompañaban en su regreso a Beirut, con la devoción que se debe a un auténtico Maestro.
        Muy temprano cargaron agua y alimentos suficientes para atravesar el inmenso Desierto de Siria en el que por siglos sucumbieron miles de viajeros azotados por la arena, el viento y el sol abrasador.

        A la tercera noche, el guía los condujo a un pequeño oasis en el que recargaron sus vasijas con agua y dieron de comer a los camellos antes de entregarse a un profundo sueño. Zenobio, que apenas necesitaba dormir un par de horas, se alejó hasta una duna desde la que podía ver el resplandor de las fogatas. La Luna llena que iluminaba las ondulaciones arenosas era una invitación a meditar.
        Así permaneció el obispo durante algo más de una hora. Impulsado por un repentino presentimiento comenzó a remover la tierra con su báculo hasta que dio con una calavera. Luego  con otros  restos que parecieron molestarse por haber sido despertados de un largo sueño. Eran cientos de huesos  sobre los que sobresalían cuatro blanquísimas calaveras que comenzaron a castañear sus dientes.
        El Obispo Zenobio al principio se alarmó pero luego, movido por su templanza y caridad, les preguntó quiénes habían sido en el tiempo en que aquellas osamentas habían estado cubiertas de carne y de vida. Las calaveras guardaron silencio, como esperando que quien parecía ser el espíritu jefe, comenzara a hablar: “Yo fui en vida Mayid al-Zahrani, dueño y señor de un pequeño ejército de bandidos  que asaltaban las caravanas. En ese oasis donde ahora duermen los tuyos, teníamos nuestra secreta guarida. Allí ocultábamos comida y armas y parte de los tesoros que iban acumulándose. Ya era inmensamente rico pero, por desgracia, no pude poner límites a mi codicia”. Hizo silencio la calavera que había hablado, como dando lugar a la que estaba a su lado. Ésta dijo: “Fui, tal vez todavía sigo siendo, Muqtada Musab al-Zarqawi, mago, alquimista y sacerdote idólatra que también habitaba  este hermoso lugar junto con otros camaradas de las tinieblas. Conocí los secretos de las ciencias que elaboran los elixires de la vida y de la muerte con los cuales traficaba, vendiéndolos a asesinos de dignatarios y reyes, hasta que caí en desgracia”.  De inmediato habló la tercera calavera. Su voz no era doliente ni áspera ni agresiva sino dulce como una flauta: “En otros tiempos, en los que mi alma habitaba un río de sangre  en un hermoso y joven cuerpo, mi nombre era Faris Alí Hussein. No fui ni bandido ni sacerdote ni tampoco -Alá me bendiga- una mujer. Mi oficio era el de hacer reír a la gente. Cantaba, bailaba, tocaba los más delicados instrumentos musicales y narraba, durante horas, las historias que inventó la princesa Scheherazada en las largas noches que dedicó a salvar su vida”.
        Bajo la intensa luz de la Luna, todavía sorprendido por el prodigio del que era testigo, el Obispo Zenobio creyó haber escuchado a alguien que lloraba. Por un momento se hizo un prolongado silencio. En el oasis, las fogatas estaban apagándose y apenas se distinguían las últimas y lánguidas brasas. Lo que sonó en el desierto,  era ahora la voz firme de una mujer, la cuarta calavera: “Fui en vida nada menos que Amira Abdulkarin, hija del jefe Falah al-Nakib, el hombre más rico y poderoso de estos desiertos. He sido la mujer más bella y codiciada a la que cantaron  los poetas y a la que procuraron tener como esposa príncipes y dignatarios. Pero mi más agradable oficio fue el de ramera, por lo que fui repudiada por mi familia y expulsada de palacio. En estas arenas tal vez estén sepultados los huesos de los innumerables amantes que me gozaron. ¿No es así, Muqtada”. La calavera que parecía ser el jefe, rió burlonamente y dijo: “Es verdad, aunque ya eras vieja cuando te uniste a mí. Fuiste mi esposa y la señora de mi harén. Perdoné tu pasado porque te amé como a ninguna otra mujer”.
        El anciano obispo continuaba maravillado escuchando las voces del desierto. Estaba convencido de que todo lo que estaba sucediendo era un sueño que se disiparía al despertar. Pero no estaba durmiendo sino esperando lo que se le anticipaba como una revelación. “¿Por qué están juntos? Me refiero a sus cuerpos”. Hussein, el comediante, se apresuró a contestar: “Fuimos asesinados por Omar  al-Mahdi, por orden del rey de Jordania”. “Sí”, agregó Mayid, el asesino, “fuimos condenados a muerte por nuestro rey”. La voz de Amira sonó en la noche:”El rey de Jordania era entonces Falah al-Nakib, mi padre”. Ahora Zenobio supo que el llanto provenía de la calavera femenina.
Más allá del desierto, hacia el este, los primores de la luz del  Sol anunciaban la proximidad del alba. La gente que estaba en el oasis había despertado y preparaba la continuidad del viaje. Desde allí llamaban al obispo con grandes voces.”Estaré en un momento con ustedes”, les dijo en el instante en que Amira le reveló: “Ahora que escucho claramente su voz, sé que es usted el Obispo Zenobio”. El viajero hizo apenas una señal de asentimiento con su cabeza.”Este es el más grande de los milagros”, prosiguió la voz de la ramera, “pues estamos en presencia de quien nos consuela con sus oraciones. Cada vez que usted, santo varón, ruega por las almas de los que padecen en el infierno, nosotros, los cuatro aquí presentes, recibíamos la inefable dicha de resucitar por unos instantes. El soplo sagrado, el hálito que surgía de su boca, nos volvía a revestir con nuestra carne. Surgíamos del  barro inmundo de la muerte y tornábamos, por su piedad, a la vida. Después volvíamos a ser un puñado de huesos”. Dijo el obispo: “Mis oraciones y mi piedad y amor por los que han muerto, ha sido la única obra verdadera  de mi vida. Jamás imaginé que pudieran hacer posible el milagro de la breve resurrección de la carne”. “¿No podrías?”, era la voz dulce de Faris la que sonaba. “¿Qué dices?”, preguntó Zenobio. “¿No podrías orar un instante por nosotros? “Sí, Maestro”, continuó Amira, “lo rogamos con todas las fuerzas del polvo de nuestros corazones”. “A cambio”, dijo la voz tronante de Mayid al-Zaharani, “pedimos que nos sea concedida la muerte definitiva. Ya hemos pagado con creces nuestras culpas”. “Reza por nosotros, Señor”, dijo la calavera del idólatra, “luego ordena una pira con nuestros huesos y préndelos fuego”. El anciano se arrodilló ante la antigua tumba y comenzó a orar, apenas en un murmullo aunque el poder de su alma era tal que volvía a ser posible el prodigio de la resurrección de la carne.
        Al unísono de las vibraciones que producían las palabras, los huesos comenzaron a ordenarse formando al principio horribles imágenes cadavéricas que iban armonizándose, cubriéndose de músculos, tendones y arterias, en carne palpitante, en piel tibia cubierta por los más bellos ropajes. Al abrir sus ojos y ponerse de pie, el Obispo Zenobio tenía ante sí a cuatro espléndidos seres que le sonreían. “Oh, Señor”, meditaba, “haz que esto no sea un sueño. Permíteme gozar de uno de tus milagros y a cambio te ofrezco, ahora mismo, el último aliento de mi vida”.
        Apenas culminó su pensamiento, las cuatro figuras volvieron a transformarse en una pila de huesos. Fiel a su promesa, el obispo juntó unas hierbas secas con las que encendió un fuego. Como si hubieran estado esperando por siglos ese instante, los restos de aquellos desdichados penitentes, en una sola y voluptuosa llamarada, se convirtieron en cenizas. El anciano sacerdote impartió su bendición y descendió hacia el oasis. Su gente estaba lista para partir, esperándolo.
        Mustafá Aref, el guía, le preguntó: “Señor Obispo, ¿quiénes eran esas personas que dialogaban con usted? ¿Qué es lo que estuvo ardiendo en su presencia?” El hombre santo miró uno por uno a sus compañeros de viaje pero nada respondió. En su semblante resplandecían los signos del milagro. Todo lo que podía decir, estaba dicho.

JUAN COLETTI




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