Fue Oscar Stauffer, experto en lenguas orientales en la Universidad
Hebrea de Jerusalén, el traductor de los manuscritos encontrados junto al cadáver del joven
beduino Ibrahim Akkash, presuntamente asesinado por unos ladrones y
saqueadores de tumbas la noche del 31 de
diciembre de 1959.
Los pergaminos, similares a los
encontrados originariamente en las cuevas de Khirbet Qumran y universalmente
conocidos como los “Rollos del Mar Muerto” o “Pergaminos del Desierto Judío”,
fueron entregados a Stauffer por el Arzobispo Atanasius del Convento Sirio
Ortodoxo de San Marcos, quien a su vez los había recibido de las autoridades
militares que habían intervenido en el extraño caso del beduino asesinado.
Los incidentes ocurridos a partir del
primer descubrimiento llevado a cabo en 1949 por la intervención fortuita de
Muhammad adh-Dhib (“¿es acaso incidental –preguntaba con plena razón el
historiador Matías Susenik- el acento que pone la fortuna sobre el hombre,
cuando un simple cabrero hace posible mostrar
al mundo parte de las ocultas claves de su pasado?”), habían puesto en
estado de alerta tanto a las autoridades policiales como a los expertos en la
cuestión del análisis de una de las más estremecedoras revelaciones realizadas
en el presente siglo.
John W. Brownlee siguió cada uno de
estos sucesos en forma minuciosa y los registró en su bien documentado libro,
aún no traducido a nuestro idioma: “The
contents and significance of the Dead Sea manuscripts”, editado por la
Universidad de Nebraska en 1960.
Stauffer fue uno de los más destacados
corresponsales de Brownlee hasta 1964, año de la muerte de éste,
proporcionándole una valiosa información sobre los hallazgos y traducciones que
estaba realizando entonces con el importante concurso de sus alumnos post-universitarios.
Sin embargo, sobre aquellos extraños
documentos hallados entre las rígidas manos de Ibrahim Akkash y que el propio
Stauffer denominó ¡Oh, Jerusalem de mis
lágrimas!, se ha proyectado un
espeso silencio; y son pocos los especialistas que se han ocupado públicamente
de ellos. Muchos de quienes estaban justificadamente interesados en el asunto
se han preguntado el porqué de tal actitud. ¿Quiénes trataron y aún procuran,
medio siglo después, impedir la circulación de las traducciones efectuadas por el
científico austríaco? ¿Se evita con ello una transpolación de carácter político
por temor a represalias de carácter terrorista? ¿Pueden afectarse con el
esclarecimiento de estos prodigiosos manuscritos, aún más de lo que están, las
relaciones diplomáticas entre los países cristianos, hebreos y musulmanes?
Mucho puede decirse, y mucho más ocultarse, como sucedió en todas las épocas.
Un poco de lo mucho que podría inferirse
ha llegado fragmentariamente hasta nosotros por los más insólitos caminos, pero
la fuente principal de esta historia proviene de un argentino que todavía vive
en Medio Oriente, David Smulevich, nacido en Moisés Ville, en la provincia de
Santa Fe. Radicado en Israel en el verano de 1958, este hombre fue el más
conspicuo y sagaz de los discípulos del doctor Stauffer, y a su empeño debemos
ahora el conocimiento de este alucinante relato.
En una carta enviada al periodista
Claudio Fantini del diario “Córdoba”, Smulevich describió detalladamente la
conversación que mantuvo con su profesor en forma precisa y por momentos literal, haciéndole llegar, además, copia
traducida del manuscrito ¿Oh, Jerusalem
de mis lágrimas! Lo que sigue es un intento por reconstruir en la forma más
simple e inteligible, la sustancia de aquel diálogo y del método empleado para
desentrañar una respuesta al antiguo misterio de la predestinación.
-David –dijo el doctor Stauffer,
mostrándole unos papeles que estaban sobre su escritorio-, acabo de concluir la
traducción de los rollos de los que te había hablado y hay algo en esos textos
que no me conforman. Sinceramente, me disgusta el modo en que me he sorprendido
razonando. Por eso te he llamado, para compartir contigo algunas ideas antes de
sacar conclusiones apresuradas.
-¿Acaso son estos los documentos
encontrados hace unos meses junto al joven árabe asesinado?
-En efecto, no me he separado de ellos
desde entonces, guardándolos celosamente como el tesoro que estoy seguro son,
analizándolos y tratando de obtener la más genuina y pura traducción. Conozco
en estos momentos su significado palabra por palabra, no tengo ya la mínima
duda acerca de su contenido. Si embargo, es más grande la preocupación que el
gozo por el trabajo realizado.
-Eso significa, doctor Stauffer, si
estoy en lo cierto, que más allá del interés puramente lingüístico, la
traducción le ha significado una especie de perplejidad filosófica. ¿Es así?
-Sí, David. Te aseguro que estoy
estupefacto, todo por culpa de esa inveterada costumbre que tengo de
sorprenderme a mí mismo cada vez que pretendo asir lo inasible.
-¿Cree usted con sinceridad que esos
viejos textos contienen algo que puedan realmente sorprenderlo? No me diga que
sí, porque voy a centuplicar mi curiosidad por el asunto.
-Si todo se redujera a la sorpresa, me
sentiría conforme, ya no tendría que
agregar nada más. La sorpresa ha sido para mí un mecanismo de suspensión de la
corriente lógica, un modo de penetrar sigilosamente en la aventura de la visión
interior. Pero no estoy sorprendido sino confundido. Eso es malo para un
investigador, pero mucho peor para quien, como yo, no se conforma con ser sólo
el traductor de la simbología de la escritura.
El doctor Stauffer, con sumo cuidado,
extendió uno de los rollos sobre el escritorio. Luego sacó un trozo de papel
que guardaba en uno de los cajones y se lo entregó al joven estudiante.
-Mira lo que está escrito aquí. Observa
cuidadosamente cada uno de los rasgos de
la escritura.
-Está escrito, indudablemente, en hebreo
antiguo- respondió Smulevich, después de
un instante de aparente duda.
-Sí, sí, eso es fácil de observar. Lo
curioso es que esta escritura es reciente, y tanto la tinta como el papel
empleados cualquier persona podría adquirirlos en las librerías de la ciudad.
No tiene dos mil años como los otros rollos que estamos analizando. Alguien,
hace apenas unos dos o tres meses, ha redactado este manuscrito en papel
corriente con una simple estilográfica, en la misma forma en que lo hubiera
hecho una escriba durante el período de la dominación romana en Palestina,
aproximadamente en la época que corresponde, como todo el mundo sabe, al
nacimiento del cristianismo.
-Pudo ser sencilla y simplemente
realizado por un buen estudiante –dijo Smulevich sonriendo-. Yo mismo podría
haberlo redactado o copiado. ¿Dónde está la diferencia?
-¿Copiado? Me parece, jovencito, que
usted no sabe adónde quiero llegar. No existe en el mundo un texto similar a
este pergamino. He verificado centenares de microfilms y consultado a colegas
amigos y todos concordamos en su legitimidad. Ambos textos, el de este viejo
rollo como el grabado sobre un moderno
papel, han sido redactados y escritos por la misma persona, de eso no cabe duda
alguna. Sin embargo, no es ésta una conclusión satisfactoria. ¿Recuerdas el
caso de Ibrahim Akkash?
-¿El beduino asesinado?
-Eso mismo. Todo este material fue
encontrado junto a su cadáver. ¿Recuerdas la descripción que fue publicada en su momento?
-Sí, por supuesto. Según el informe del
médico forense, se trataba de una persona de aproximadamente 25 años, vestido a
la usanza tradicional de la gente de su raza y aparentemente fue, como la
mayoría de ellos, un verdadero rústico, pobre y seguramente analfabeto.
-Eso es todo lo que creemos saber de él
–dijo el doctor Stauffer con voz vacilante-. Es la descripción superficial y
fácil que se acostumbra formular en estos casos. Sin embargo, contra toda
apariencia, este hombre trató de hacernos llegar un mensaje. Digo mal, nos hizo
llegar una compleja y terrible revelación. Por su apariencia exterior era un
menesteroso beduino del desierto, y aún si aceptamos que haya sido educado en
la cultura de su pueblo, nos hubiera dejado su mensaje escrito en caracteres
árabes y no en hebreo antiguo. Aquello, aunque tampoco es fácil de aceptar,
habría sido natural, más razonable. En cambio, Ibrahim Akkash trató de entregar
una comunicación personal escrita en el antiguo idioma que se utilizaba en este
mismo lugar, en Jerusalem, hace dos mil años. Por eso te repito que cuantas más vueltas le doy al asunto menos
alcanzo a entender.
David Smulevich se había quedado en
silencio, mirando a través de los amplios ventanales el paso de los vehículos y
de la gente que a esa hora transitaba frente al edificio de la Universidad.
Oscar Stauffer leía, mientras tanto, el
encabezamiento de otro de los textos depositados sobre su mesa de trabajo.
-Podría tratarse –dijo el joven,
volviéndose hacia su profesor-, de una ingeniosa patraña de alguien que desea
burlarse de gente como nosotros. ¿Acaso sería la primera vez que tratan de
desacreditar todo lo relacionado con los “Rollos del Mar Muerto”?
-Oh, David, tus palabras me suenan
altisonantes y poco convincentes. No sobrevaloremos tan precipitadamente a los
falsificadores de documentos bíblicos ni a los detractores de la ciencia
paleontológica. Analicemos con cuidado cada uno de los elementos que disponemos en el justo orden que exige el método de análisis. Evitemos los
preconceptos y no nos dejemos abrazar por la sensualidad de la fantasía. ¿De
acuerdo?
-Conforme, profesor.
-En primer lugar vamos a exponer ante
nuestro mejor criterio este escrito que he traducido como Salmo del perdón el
cual es una parte del rompecabezas que
te propongo me ayudes a completar. ¿Está claro?
-Sí, por supuesto.
-Bien, convengamos que este manuscrito estaba junto al cadáver del
joven beduino asesinado.
-Eso no prueba que él fuera su autor.
Pudo haberlo descubierto en cualquiera de las centenares de cuevas de Khirbet
Qumran como lo hicieron otros tantos de su pueblo.
-Convenido. También pudo haberlo robado.
-O encontrado en cualquier sitio. Pudo
haberlo recibido como obsequio o como pago por un trabajo cualquiera. Tengamos
en cuenta que lo que para nosotros puede valer una fortuna, para otros
sería un papel de menor importancia.
-Sí, sí. Eso tampoco es fundamental para
mi análisis. No hace al fondo de la cuestión. La hipótesis realmente asombrosa
es que Ibrahim Akkash, nacido el 13 de agosto de 1934, según el documento que
portaba entre sus ropas, era otra persona. En el sentido en que legal y
socialmente damos a una entidad humana, Ibrahim Akkash no era Ibrahim Akkash.
-No entiendo lo que quiere decir,
profesor Stauffer. Eso de que tal persona se llamaba de un modo pero que se
trataría de otro individuo, no me parece muy juicioso.
-Yo tampoco lo entiendo claramente. Sin
embargo, hay algo real en todo esto: ese hombre, cualquiera que fuese, sabía
cosas que difícilmente podrían saber los de su raza y menos los que, en
apariencia, pertenecen a su clase social.
-Entonces, ¿quién era realmente? Si
usted afirma que Ibrahim Akkash era otra persona, el documento que llevaba
junto a él era, en consecuencia, falsificado. ¿Quién era en realidad? ¿Un
terrorista musulmán? ¿Un contrabandista de documentos bíblicos? ¿Un espía?
-No, no quiero decir nada semejante.
Para continuar este diálogo es necesario, mi querido David, que me
permitas soltar algunos disparates, de
lo contrario voy a explotar. Por un momento vamos a encuadrar la conversación
dentro de un paréntesis de aparente irracionalidad. A partir de ahora y por
unos instantes nos permitiremos ser únicamente dos amigos en la mesa de un café
en Tel Aviv que dan rienda suelta a su imaginación, desprovistos de toda
responsabilidad científica. Por favor, no digas nada. No expreses adhesión o
burla ante lo que voy a decirte porque el asunto es más solemne de lo que
puedes suponer.
-Está bien, doctor Stauffer, seré su
testigo simple, la caja de resonancia de su imaginación y, si usted me lo
permite, también abriré la mía para que el juego inventivo sea más sustancioso.
-Gracias, David. Sé que esto te estará
resultando un disparate y, en consecuencia, lo tomaremos como una licencia
puramente literaria. Nada más que ciencia ficción. ¿Estás de acuerdo?
-Completamente. Me salgo de la vaina,
como dicen en mi país, por escuchar lo que va a decirme.
-Bien. Escucha atentamente sin perder un
detalle. Ibrahim Akkash llegó a Jerusalén proveniente de Transjordania, con sus
documentos de identidad en regla. No existen antecedentes políticos ni
policiales sobre su persona. Vivía en un medio inhóspito, lejos de toda
cultura, desprovisto del menor contacto aún con la educación elemental.
-¿Cómo se pudo comprobar esto último?
-Por la simple razón de que en su cédula
de identidad no figuraba su firma; había puesto su impresión digital porque no
sabía leer ni escribir.
-Entiendo.
-Para un joven beduino del desierto, un
manuscrito antiguo significa en estos tiempos únicamente dinero, la posibilidad
de hacerse rico. Han llegado al extremo de cortar los rollos para vender sus
pedazos al mejor postor. Las cuevas de Khirbet Qumran han sido devastadas por
saqueadores y aventureros desde 1949 hasta hoy. Es casi imposible encontrar un
documento completo. No obstante y tal como puedes comprobar, los que tenemos
ante nosotros están intactos. Parecen haber sido mantenidos en una caja fuerte
a prueba de siglos.
-Realmente increíble, no había observado
ese detalle.
-Eso no es todo, David. Observa estos
rollos que también se encontraron junto al cadáver del beduino. La naturaleza
esencial o estilo del texto y la lengua utilizada, así como los caracteres
empleados por el escribiente, son los mismos que los del “Salmo del Perdón”. Su
antigüedad, calculada por análisis criptográficos y pruebas de radioactividad
prueban que su origen se remonta también, como el anterior, a casi dos mil
años.
-¡Dos mil años! ¡Eso es imposible,
doctor Stauffer!
-¡Ah!, por fin te asombras. Convengamos
entonces que es inadmisible que una misma persona pueda escribir un texto en el
más puro estilo masorético, parte del cual se confeccionó durante la época de
Jesús y el resto hace tres meses, en nuestro 1960. Las pruebas a que hemos sometido
ambos escritos son concordantes: la escritura fue hecha por una misma persona,
cosa que muy difícilmente podría ocurrir en este mundo mientras este mundo siga
siendo lo que es. La irreversibilidad del espacio y el tiempo y todas esas
cosas que confirman nuestra única realidad.
-De acuerdo, doctor Stauffer, pero ahora
permítame disentir diciéndole que las probabilidades matemáticas podrían acudir
en nuestra ayuda despejando esa curiosa y molesta incógnita. El cálculo de
probabilidades y…
-Está bien. Aceptemos que esa
probabilidad se dio en nuestro caso. Dos individuos, totalmente ajenos entre sí
y distanciados por dos mil años de vida escriben en la misma lengua con
caracteres no solo semejantes sino idénticos.
-Pero esa conclusión, más bien artificiosa,
no explica en modo alguno lo que usted está tratando de decirme. ¿O me
equivoco?
-No te equivocas, David, porque ese
joven y posiblemente analfabeto beduino, asesinado por personas y razones
desconocidas, afirma todo lo contrario de lo que nuestra ciencia y la
regularidad matemática pueden admitir aún en casos extremos de aceptabilidad.
Ibrahim Akkash, afirma en uno de los textos, que en su vida anterior fue nada
menos que…pero no, no me adelantaré un solo paso en el análisis, y menos aún a
la conclusión. Continuaremos desmadejando la historia paso a paso, siguiendo el
molde de nuestro clásico criterio de trabajo para obtener después una armoniosa
recomposición. Si me desvío o contradigo deberás interrumpirme de inmediato.
-No creo que sea necesario, pero lo
intentaré.
-Bien. Nuestro personaje central,
Ibrahim Akkash, fue impulsado en dos oportunidades por un diferente propósito:
la primera ocurrió casi dos mil años atrás, cuando era uno de los más
importantes seguidores de la doctrina que entonces predicaba Jesús, el Cristo.
Por la evidencia del texto traducido por mí y que tenemos ante nuestros ojos,
la persona que el joven beduino asesinado dice haber sido, dejó en el
manuscrito que he titulado “Oh, Jerusalem
de mis lágrimas”, el testimonio de una franca y combativa personalidad
espiritual. No tenemos evidencia aún de quiénes fueron los destinatarios de su
testamento místico, pero tampoco es difícil deducir quiénes podrían haber sido.
El documento, por su apariencia actual, debió haber sido cuidadosamente
guardado en una vasija de barro herméticamente sellada y enterrado próximo al
lugar donde lo fueron los manuscritos hace pocos descubiertos junto al Mar
Muerto.
El doctor Stauffer permaneció en
silencio durante una larga pausa, como si dudara en continuar reflexionando. Al
fin, ciertas intuiciones parecieron animarlo y prosiguió hablando.
-El hombre que Ibrahim Akkash dijo haber
sido en el comienzo de nuestra era, me refiero a la occidental y cristiana,
vuelve a nacer próximo al territorio donde nació la vez anterior.
-Profesor Stauffer –lo interrumpió el
joven alumno, evidentemente sorprendido por lo que acababa de escuchar-,
¿quiere decir que ese individuo reencarnó? ¿Es eso lo que quiere hacerme
entender?
-No, David, no empleo esa palabra de dudosa
significación. Estoy hablando de una historia increíble que surge
espontáneamente y por sí misma de dos fantásticos escritos. No quiero
expresarme (aunque parezca que estoy haciendo lo contrario) en términos que no
existen en el vocabulario de mis conocimientos aceptados. Vuelvo a repetirte
que estamos haciendo un ejercicio de ciencia ficción. Como dije hace un
momento, este hombre vuelve a nacer y mantiene, a pesar de su diferente
identidad física, una memoria invulnerable. Parece que recuerda viva y
claramente cada uno de los momentos de su existencia anterior como si no lo
interrumpiese el abismo de los dos mil años transcurridos. Tiene plena conciencia de su unicidad
psíquica y mental, tal como si pudiésemos desenterrar una cinta magnetofónica
inalterada. Deducimos que el joven beduino partió del hogar paterno hacia el
Valle del Jordán. Vivió durante un largo período en el desierto, precisamente
en las estribaciones montañosas que están sobre la margen izquierda del Mar
Muerto. Allí intenta ubicar el lugar
donde hace siglos enterró el manuscrito de la primera época. Finalmente lo encuentra y viaja con él
hacia Jerusalem. No sabe con precisión en qué mundo se encuentra ni lo que
tiene que hacer. Predomina en él la desesperación por la indulgencia y la
gracia, no ya de su tiempo, que en cierta forma le resulta ajeno y hasta
despreciable, sino de la conciencia actual y futura de la humanidad a la que de
un modo directo y especial él ha marcado con sus actos y con el terrible signo
de su nombre.
-¿El mito adámico del pecado original?
–preguntó Smulevich.
-¿El mito adámico? – se repitió a sí
mismo el doctor Stauffer-. Es posible, no lo había pensado de esa forma. ¿Por
qué no admitir que sea ésa la fuente de toda la filosofía post-mosaica y la
fuerza misma que orienta a nuestro personaje por tan extraños laberintos del
tiempo? ¿Hay genes recesivos que gravitan sobre la herencia física del hombre
obligándolo periódicamente a revivir o a recordar el mito de la condenación?
-Le aseguro, profesor, que a cada
momento entiendo menos.
-Yo tampoco comprendo esta fascinante
odisea si me exijo con demasiada rudeza ser puramente racional. Al contrario, y
despojándome de mis esquemas científicos, me dejo llevar fácilmente hacia una
composición realmente fantástica. Pero sigamos tirando el hilo del ovillo para
ver adónde nos conduce. Este viajero en el espacio y en el tiempo, como diría
un escritor de ficción científica
barata, aparece de pronto entre nosotros, como si una poderosa fuerza lo
guiara. Sin embargo, repentinamente, tres días después de haber llegado a esta
ciudad, muere trágicamente acuchillado por unos desconocidos. ¿Por qué? Parece
que eso no lo sabremos nunca. A pesar de ello, Ibrahim Akkash o quienquiera que
fuese, se anticipa a su repentina muerte escribiendo febrilmente el “Salmo del
Perdón” y una breve esquela que une ambos escritos tal como lo he comprobado.
¿Qué ha querido decirnos en su último intento de comunicación? No lo sé.
Reconozco que todo esto es demasiado inexplicable o faltan piezas fundamentales
para entenderlo mejor. Supongo que el don de la gracia es más que una
bienaventuranza física y a la que pocos acceden. Ahí no me meteré, eso es un
asunto de nuestros vecinos los teólogos o, mejor dicho, de esas raras aves que
son los ocultistas y los devoradores de misterios. ¿No te parece, David?
-No sé qué decirle –respondió el joven
estudiante, con un aspecto de inocultable desconcierto en el rostro-. Usted ha
estado expresándose desde una perspectiva diferente a la mía. Ha hablado conociendo
el significado y el sentido aproximado de los textos. En cierto modo ya tiene
el rompecabezas armado, pero no me deja verlo. Eso me pone en evidente
desventaja.
-Es verdad, y no creas que en algún momento dejé de pensarlo. Lo hice
deliberadamente para provocar un mayor interés y dejarte hacer de esa manera el
papel de abogado del diablo. Todo este asunto carecería de sentido si yo me
apresurara en ofrecerte fáciles explicaciones. Como dice la Biblia, hay un
tiempo para todos y para todas las cosas.
-Tiene razón, doctor Stauffer. No
volveré a interrumpirlo aunque no soporto mi impaciencia.
-Voy a leer en primer lugar la
traducción del manuscrito titulado “Oh, Jerusalem de mis lágrimas” y luego
proseguiremos con el resto. Te prometo que no olvidarás esta tarde jamás en tu
vida.
Oscar Stauffer limpió cuidadosamente sus
anteojos y comenzó a leer.
OH,
JERUSALEM DE MIS LÁGRIMAS
Mirad,
hermanos, nuestra bendita Jerusalem. Mirad esa ciudad sangrienta, cubierta por
la pestilencia y la ignominia de nuestros enemigos.
Los
kittim se han enseñoreado en nuestros hermanos y los voraces buitres se
alimentan con los despojos de Zaqueo y de Uriel, beben los ojos de Tabeel y de
Joacoz, arrancan en pedazos la lengua de Simeón, de Tabita y de Helías.
Veloces
como oscuros leopardos son los caballos de sus guerreros. Sus soldados son
sanguinarios y terribles como lobos hambrientos.
Jinetes
orgullosos y crueles, se despliegan sobre las llanuras. Veloces como aves de
rapiña, como halcones sedientos de sangre avanzan sobre nuestros poblados.
El
aspecto de sus rostros es la imagen de la inmutable máscara de la muerte.
Vienen
de las costas de un mar azul con sus caballos y sus perros, con sus esclavos y
las mujeres de sus esclavos. Vienen del otro confín de la tierra a devorarnos.
Los
hijos de Ruth y de David han penetrado al silencioso polvo por la espada de
nuestros enemigos. Han escarmentado sobre nuestra impotencia, han hecho burla
de nuestra misericordia.
Los
kittim, nuestros enemigos, que vienen con sus mastines y caballos allende el
mar, hacen escarnio de nuestro pueblo, desprecian nuestras santas costumbres,
nuestras tradiciones, se mofan de los textos sagrados, arrasan nuestros templos
y degüellan a nuestros jóvenes guerreros.
Ellos
reúnen en montañas doradas las riquezas de nuestros graneros y su botín es
numeroso como incontables son las estrellas del cielo.
Sus
armas y estandartes son objeto de sacrílega veneración. Sus dioses son el
águila y el trueno, la cabeza del toro y las garras del león.
Sus
cuerpos son fornidos porque abundante es la ración que quitan de la bolsa del
pobre, su comida es rica como yermos quedan los sembradíos y desnudos los
campos de nuestros labradores.
Su
espada es brillante porque el ardiente sol de la cólera la ha templado con la sangre de nuestros
hijos y hermanos sacrificados en el campo de batalla.
Ellos,
nuestros enemigos, han clavado en la cruz a Madián, a Zebulón, a Osías y Eliseo, a Eleazar y a Natanael. Nuestros
hermanos han dejado caer los hilos de su sangre sobre las colinas y nuestra es
la vergüenza de su derrota.
Porque
tuya es al fin, oh, Maestro de Justicia, la culpa de tanta inequidad, porque tu
boca besaba las llagas del leproso mientras los ágiles jinetes de nuestros
enemigos demolían las murallas de carne de los
hijos de Israel.
Porque
tú sabías, oh, Maestro de Justicia, que los verdugos de nuestro pueblo no
tienen piedad del hombre y la mujer, hacen ofensa de débiles y ancianos y aún
del vientre mismo de las jóvenes esposas, mientras tú derramas el agua del
bautismo sobre enfermos y locos, desatas la lengua del mudo, rasgas la
impotencia de los ojos del ciego.
Ay de
vosotros, enemigos de Israel, que habéis hecho violencia contra nuestra nación.
No viviréis lo suficiente para contemplar las festividades de vuestras
victorias.
Ay de
ti, oh, Maestro de Justicia, que has hablado de la paciencia y el perdón, que has enseñado a
sembrar la semilla de la misericordia a nuestros hermanos, mientras los
invasores con sus perros adiestrados y sus negros estandartes hollaban los
sembradíos y los templos.
Los
ejércitos de los demonios son inferiores a los de nuestros dominadores. De oro
y plata son sus ídolos, de sangre y abominación sus estandartes. Nada es para
ti, oh Jerusalem, superior a la destrucción de los perversos de la tierra.
Ellos
cubrieron con la furia de sus flechas a Tubalcaín y a Jonathan, despedazaron
con el ojo del hacha las cabezas de Lamec y Jabel que pusieron como resistencia la coraza de sus
pechos mientras tú, oh, Maestro de Justicia, echabas demonios de los cuerpos y
levantabas a los muertos de sus sepulturas.
Habías
sido elegido, oh, Maestro de Justicia, como raíz de nuestra fe para proyectar
el desprecio y el odio de nuestro pueblo hacia los kittim y tú, en cambio,
planeas el empecinamiento del corazón en las festividades del amor, en las
bodas del pan y el vino de la resurrección.
Mientras
tú, oh, Maestro de Justicia, multiplicabas los peces del misterio para saciar
el hambre de fe, nuestros enemigos nos dan a beber sal y vinagre, el fruto
amargo y ponzoñoso de su cólera y su dominio.
Mientras
tú, oh, Maestro de Justicia, santificabas la mansedumbre y el servicio a la
voluntad del Cielo, Aurelio Cátulo y Marco Semiliano establecían su potestad
sobre Jerusalem, la Ciudad Santa caída como un cántaro rojo, como un nido
roído por las víboras, como árbol seco
entregado a la furia de las llamas.
Ellos
obedecen al capitán de sus ejércitos y el nombre de tal es Pablo de Tarso, cuya
espada desvía nuestros propósitos y ha colocado obstáculos a nuestro
entendimiento. Pablo de Tarso habla en lengua extraña y merodea por las colinas
y vallados serrando la tristeza y la persecución, mientras tú, oh, Maestro de
Justicia, oras en el Huerto de los Olivos junto a tus ovejas, inmutable en tu
abundante misericordia, ajeno a la codicia y al odio de nuestros enemigos.
Ay de
ti, oh, Maestro de Justicia, por haber profetizado la paz y anunciado la
bienaventuranza de amigos y enemigos. Porque enemigo de Israel hay uno solo y
quien ha profanado el Sagrado Templo y pisoteado nuestras leyes deberá ser
sacrificado para restablecer el imperio de la justicia y arrojar al desierto a
los orgullosos jinetes de nuestros opresores.
Tal
es la ordenanza de nuestra voluntad y el deseo de nuestro corazón en el período
de la perversidad para restablecer la alianza que hizo Moisés con Israel, y lo
juramos con nuestra sangre y con nuestra alma.
Las primeras sombras de la noche ingresaban lentamente al despacho del
doctor Stauffer. Encendió la lámpara de bronce que tenía sobre su escritorio y
guardó la traducción del manuscrito dentro de una carpeta de cuero negro. David
Smulevich miraba nuevamente a través de la ventana con las manos entrelazadas a
su espalda.
-Es curioso –dijo el joven estudiante-
cómo el fascismo espiritual otorga a cada época su cuota de semillas que
germinan en el despotismo político. Son como fórceps en los partos violentos:
una herramienta brutal que ayuda al feto a salir de su trampa, aun a riesgo de
hacerlo pedazos. Por eso mencioné hace un momento la idea del mito adámico.
-Esa fue
una muy correcta definición, David; comparto plenamente esa deducción
intuitiva. La falta de generosidad y de grandeza para hacer efectiva la
vocación espiritual engendra en el individuo el carácter violento y la
intemperancia. Transferidos a la vida colectiva, esa demoledora energía
negativa se transforma en genocidios, devastaciones culturales, persecuciones
religiosas, siglos de destrucción y estúpida soberbia.
-Creo, profesor Stauffer, que estoy
empezando a comprender lo que usted ha estado tratando de explicarme desde el
comienzo, más allá de la anécdota formal, de la simple historia.
-Me alegro de que sea así, ya que tal es
mi propósito. Ahora vamos a la segunda parte y estoy seguro de que cuando
escuches lo que voy a leer, tantos tus emociones como la estructura de tu mente
lógica se sentirán ampliados y satisfechos. Ahora escucha atentamente.
SALMO
DEL PERDÓN
Por desviar mis pasos de la Ley me he vuelto
aborrecible a mí mismo
Y Tú, oh, Señor, me has mostrado el Camino de la
derrota
Y señalado la senda del sepulcro y el olvido.
Tu voluntad y tu corazón me han apartado para
siempre
Del Reino Celestial y me hieren con la pértiga de
la furia.
Siento el Gran Abismo que me llama y el eco de
Abaddón
Resuena como la voz de un buey de bronce en el
desierto.
Las tiendas de la perversidad fueron abiertas para
mí
Y huyo del lobo y el chacal, cubro mi rostro ante
tu ira,
Y me maldigo por haber desconocido tu linaje y tu
grandeza.
Llevo en mi corazón el tallo y la raíz y el fruto
amargo
De la injusticia, mi boca sólo destella en
improperios
Y clamo al cielo del Altísimo Dios no me abandone.
He transgredido las leyes de la Alianza de la
Hermandad,
He pactado con el enemigo y Te he escarnecido con
mis gestos.
He sido un furtivo pescador y ahora vago con mi
furor despedazado,
Una espesa saliva hiere mi boca sangrienta como
cera derretida,
Mi cuerpo tiembla de aflicción y pena porque conozco
el juicio,
La Tabla de la Ley que me arrojará al hoyo de la
oscuridad,
Y seré como una barca herida por la tempestad y el
rayo.
Un viento hosco y maloliente
Que se hundirá en las cuevas de las montañas de
Jericó,
Porque sin Ti no podré manifestarme en paz, y el
desaliento
Que traba mi corazón como un espada me arrasará
Como el fuego abrasa los pajonales del Valle del
Jordán.
Tu dolor ha cosido una súplica en mi boca
Y todo el aliento será insuficiente para Tu
alabanza.
Condenaré mi decisión, vindicaré Tu nombre,
Para que la llama y el fuego que giran en mi torno
sobrevivan
A la resurrección de la carne, pastorearé entre
los muertos,
Cruzaré con el auxilio del Espíritu Santo
El impecable vallado de la muerte y buscaré la paz
Cuando germine la semilla del perdón sobre la
Tierra
Que tu sangre misericordiosa ha sellado para
siempre.
Postrado sobre el polvo suplicaré el retorno de la
luz,
El apartamiento del arco de la noche y de la ira,
Para encontrar el punto señalado de una nueva
reunión,
La tibia morada del amanecer en el Día del Perdón,
Muerto ya para la abominación y la infidelidad,
Perfecto y virtuoso por obra del sufrimiento y del
escarnio,
Que los hombres de tu divino ministerio
Pondrán como una corona de crueldad sobre mis
sienes.
Ensalzaré Tu nombre con esta boca de arcilla
Y también con el aliento de mi espíritu
Para elevar los salmos y las plegarias de gratitud
Hacia Ti, oh, Señor, que moras a la diestra del
Padre
Y reglas la mansedumbre y la pasión, la ira y el
destierro,
Y me dejaste libre para ejercer la ingratitud y la
deshonra.
En realidad, Señor, todo ha sido semilla y fruto
de Tu huerto,
Todo al fin es parte de Tu gloria
Sobre la cual no hay nada que esté más alto que el
Cielo.
Ahora retornaré al polvo de la tierra y al
prodigio del sueño
Para no compadecerme y maldecir mi propio nombre.
Gracias te doy, oh Señor, por haberme elegido
entre tan pocos
Para recorrer el camino de la transgresión
Que flanquea montañas y desiertos,
Que atraviesa los cielos y los mares
Y desemboca en las puertas de Tu Paraíso prometido.
-Todavía no he terminado –dijo el doctor
Stauffer apenas concluyó la lectura y con visibles deseos de anticiparse a las
preguntas del joven Smulevich-. Siguiendo con nuestro ejercicio de literatura
fantástica, tengo aquí, en mi escritorio, la última parte de una flamante y
anticientífica teoría que puede resumirse de la siguiente manera: Un joven
beduino que habita en el desierto, llamado Ibrahim Akkash, desentierra un
manuscrito del principio de la era cristiana que hemos traducido con el título
de “Oh Jerusalem de mis lágrimas”. Esa
misma persona viaja a esta ciudad buscando a alguien o algo que aparentemente
no encuentra.
-¿Está seguro? –Lo interrumpió el
estudiante de lenguas antiguas-. ¿No puede haber sido causa de su trágica
muerte el hecho de haber encontrado algo o alguien?
-Me inclino a pesar negativamente,
aunque eso no cambia mucho la trama de esta historia. Sigo con mis deducciones.
Desesperado (me refiero a Ibrahim Akkash), escribe en la misma lengua y con
idénticos caracteres el “Salmo del
Perdón”, posiblemente como un intento supremo de comunicar parte de las
claves del misterio de la predestinación. Por último, presintiendo la
proximidad de su trágica muerte, deja este breve mensaje escrito también como
los anteriores textos en el antiguo hebreo de los rollos bíblicos.
Oscar Stauffer alisó con el dorso de su
mano derecha el pedazo de papel que sujetaba sobre la mesa de trabajo y leyó
pausadamente.
“Yo, cuyo nombre en esta nueva y dolorosa
resurrección de la carne es Ibrahim Akkash, he regresado a la tierra prometida
para entregar el testimonio de mi inequidad y la esperanza de mi salvación.
Juro por el resplandor de las estrellas que guían mis temblorosos pasos que he
visto al fin los Signos de la Divina Presencia, dejando por ello en mano de los
hombres los Testimonios y las Oraciones. Juro por el signo de la Luz que yo,
Ibrahim Akkash, viví hace dos mil años en estos mismos territorios. Andaba
descalzo y vestía la túnica de lino azul de los discípulos. Como una tiara de
esperanza que corona el ignominioso nombre de mi pasada vida, firmo y rubrico
mis palabras con el sello de mi sangre redimida. Con el presentimiento de que
el aliento de mi cuerpo pronto cesará fluir desde mi corazón, me apresuro a
transcribir las pruebas de mi revelación para velar con tiempo las armas en mi
nuevo destierro”.
Deliberadamente, el doctor Stauffer omitió la lectura de las dos
últimas palabras, aquellas que correspondían al nombre del firmante. Guardó en
su carpeta la traducción del manuscrito y miró fijamente al joven estudiante.
David Smulevich tenía una procesión de
imágenes, una brutal estampida mental compuesta por inciertas respuestas y
atolondradas preguntas que se negaba a formular, mientras el profesor de barba
gris y gruesos anteojos trataba de conciliar sus últimos puntos de vista.
-Hemos llegado, mi querido David, al
final de la serie más heterodoxa que he compuesto en mi vida. Nuestra
conclusión, o las diversas alternativas que sobre las evidencias acumuladas
podrían argüirse, no dejarán nunca de ser simples conjeturas. Las hipótesis
podrían multiplicarse en todas las direcciones
en que puede florecer el razonamiento intelectual. Sin embargo, la
verdad esencial y única de lo que realmente aconteció seguirá siempre oculta
porque el propósito de la entelequia mística del cristianismo, como el de toda grande religión, es la
preservación de sus signos fundamentales, incluidos los aspectos perversos que
hacen admisible la aceptación del dogma.
-Y yo quiero agregar, si usted me lo
permite –dijo el joven-, algo que cierta vez escuché por ahí, un pensamiento
que dice más o menos así: “Por nuestro amor participante y por la gracia de la
caridad, el más perverso de los seres será algún día una estrella luminosa y
perfecta en el cielo de la Divina Madre del Universo”.
-¿Crees, David, al expresarte de ese
modo tan trascendente y generoso, que Ibrahim Akkash será uno de ellos?
-Estoy seguro que sí, si acepto que
nadie dejará de ser salvado.
-¿Nadie? ¿Absolutamente nadie?
-Absolutamente.
-¿Quién fue Ibrahim Akkash? ¿Cómo se
llamaba hace dos mil años? ¿Deseas saberlo o prefieres, para no lastimar tu fe
en la redención, que no te lo diga?
-El nombre de quien quiera que fuese,
cualquiera hubiese sido su destino, no impedirá que siga profesando mi total
creencia en el amor y la misericordia de Dios.
-Está bien…
El doctor Stauffer volvió a sacar de la
carpeta de cuero el trozo de papel que contenía la traducción del último
mensaje.
-Los tres manuscritos cuyas traducciones
te he leído en el transcurso de esta tarde, están firmados por la misma
persona. Alguien que en tiempos de Jesús siguió al Maestro dando testimonio de
conversión y obediencia. Fue elegido para besar al Mesías en el Huerto de los
Olivos y pasó a la historia con el terrible nombre de Judas Iscariote.
JUAN COLETTI
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