Nacido
como Mokoku Okendo, en las selvas próximas al río Lambarené en la actual
república de Gabón, a comienzos del siglo XX, fue abandonado apenas nació sobre
una balsa que lo transportó aguas abajo hasta la Misión Evangélica Martin
Lutero donde fue rescatado y adoptado amorosamente por el pastor protestante
Lucien Lacombe y su esposa Ilda.
El niño era extremadamente pequeño y a
pesar de la buena alimentación y los cuidados que recibió no medía en su
pubertad más de medio metro de altura.
Aunque jamás pudieron saber el nombre de
sus padres, se lo creía hijo de una princesa de la tribu Mbuti de la nación de
los pigmeos, seres pequeñísimos, valientes guerreros y hábiles cazadores que
raramente hacían contacto con otras culturas.
El niño demostró de manera precoz una
rara inteligencia al tiempo que se mostraba piadoso aunque de un temperamento
irascible cuando se enfrentaba a sucesos que para él eran indignos o injustos.
Al llegar a la adolescencia, sus padres
adoptivos y a la vez guías espirituales bautizaron a Mokoku por inmersión en
las aguas del río Lambarené, con su nuevo nombre: Samuel. A partir de ese mismo
día, el negrillo como le decían
cariñosamente en la comunidad, comenzó a experimentar una transformación
espiritual que los feligreses que acudían a la Misión no alcanzaron ni a
comprender ni a tolerar. Samuel caía frecuentemente en profundos éxtasis,
hablaba en una lengua desconocida y cuando lo hacía en francés predicaba un
evangelio que tenía sus raíces en el Jesús de sus padres adoptivos, pero impregnado en la antigua cultura de su
pueblo milenario.
Aunque su prédica solo cosechaba
hostilidad, Samuel continuó obstinadamente en sus propósitos hasta que cierto
día escuchó en su alma un mensaje del Padre, quien le dijo: Regresa de inmediato a tu pueblo para que te
conviertas en su líder y salvador. Ellos están esperándote porque así está
dispuesto en las visiones de tus
antepasados. La voz tronante de la divinidad lo amenazó diciéndole: Si no cumples con tu misión y me
desobedeces, morirás.
Samuel
Okendo, que entonces estaba por cumplir 18 años, desapareció de la Misión sin
dejar ni un mensaje ni una mínima señal de sus huellas. Acompañado por Kumba,
un joven de su edad que era su amigo y
confidente aunque de un tamaño que llegaba casi a los dos metros, cruzaron la
peligrosa y densa selva hasta llegar a Kimba, sede de la
tribu pigmea de la cual descendía.
Mientras Samuel y Kumba se iban
aproximando escucharon la letanía de cantos funerarios y el llanto de un grupo
de mujeres. Un niño de cinco años, llamado Bangú había fallecido como
consecuencia de una enfermedad desconocida. Tal como lo había hecho el profeta
Elías y como procedió Jesús con Lázaro, Samuel resucitó al niño de viva voz,
demostrando de ese modo inefable que era
el iniciado que su pueblo esperaba desde hacía siglos.
Comenzó así, día tras día, a recibir a
cientos de enfermos, endemoniados, paralíticos, leprosos a los que curaba
imponiéndoles sus manos y recitando mantras en una lengua por nadie conocida.
Al momento de sanar, su cuerpo se estremecía por fuertes espasmos y evidentes
sufrimientos físicos que fueron imprimiendo en su rostro una imagen carismática
y consoladora.
Su fama fue tal que se extendió por la
región tropical de Gabón y Camerún desde donde llegaban no solamente hermanos
de su raza pigmea sino de otras tribus, incluyendo blancos franceses y alemanes, algunos de
ellos dueños de los cultivos y las riquezas minerales de la región.
Las órdenes divinas continuaban
llegándole por los canales misteriosos de su alma. Fiel a ellas edificó un lumpangu, un templo donde comenzó a
practicar, con algunos miembros de su tribu,
ritos iniciáticos que incluían una enseñanza que daba en secreto, en
limitados círculos. Vivía en la mayor pobreza, comía muy poco y distribuía generosamente
los bienes materiales que recibía de sus agradecidos seguidores. La fuente de
sus poderes sanadores parecía inagotable.
Como Cristo, como Buda, como Krishna,
Samuel Okendo eligió doce apóstoles que multiplicaban sus enseñanzas y sus
milagros aun en las regiones más apartadas y
peligrosas. Pero no se limitaba aquí la obra del pequeño redentor. Sus
frases cruzaron el continente y llegaron
a Europa: África para los africanos. No
pagar impuestos, no trabajar como esclavos. Fuera los hombres blancos.
El evangelio libertador llegó a las
autoridades de Elisabethville, Libreville, Duala y otras importantes capitales
de los países limítrofes donde se asentaba el poder político, económico y
militar de los que habían colonizado África. En los despachos ministeriales y
en los centros de ocio se escuchaban frases despreciativas y amenazantes como
éstas: Así que además de sanar, expulsar
demonios y predicar su propia religión el enano se atreve a desafiarnos. Pero,
¿quién demonios se cree este duendecillo negro? Habrá que actuar sin pérdida de
tiempo. Si, pero evitemos una rebelión en masa. ¡Qué! Ya verán estos diablillos
hasta dónde podrá llegar nuestra furia.
Pierre Marquille, un hombre de negocios,
fue comisionado para entrevistar a Samuel Okendo. La reunión fue al comienzo
pacífica pero culminó con el retorno del mediador enfurecido cuando escuchó que
el pequeño Mesías le gritaba: ¿Cómo es
posible que los auténticos dueños de África seamos amenazados? ¿Es que no
comprenden que mi señor Dios me ha señalado como su guía, como el adelantado de
la gran revolución que nos liberará de la esclavitud? Fuera de aquí, señor
Marquille. Dígales a sus amos que no les
tememos.
Un
mes después, el embajador de los poderosos retorna acompañado por un grupo de
soldados fuertemente armados. Samuel Okendo está en su iglesia, predicando,
cuando ingresa Marquille con la orden de arresto. Los fieles, hombres y mujeres
de la nación pigmea, atacan a los soldados como pueden para proteger a su
Maestro. Samuel alcanza a huir pero los soldados practican una salvaje
carnicería en el templo. El pequeño (en tamaño) Mesías desaparece en la
clandestinidad y escapa a sucesivas emboscadas, delaciones y todo tipo de
intentos por atraparlo vivo o muerto.
Oculto, continúa predicando, formando
discípulos y expandiendo la insurrección en una gran parte de África. A los
incendios de campos, sabotaje en las fábricas, descarrilamiento de trenes y
algunos atentados esporádicos por parte de la nación pigmea y sus aliados,
sucede como réplica, un genocidio incontrolable. Samuel recibe por los canales
de los sueños o de la inspiración divina, el anuncio del final de su pasión
revolucionaria, el comienzo del martirio y el nacimiento de su leyenda.
Imprevistamente se presenta en la ciudad de Elisabethville y se entrega
detenido ante las autoridades a cambio de que cesen las persecuciones a su
pueblo.
En la corte marcial que lo condenará a
muerte, el pequeño predicador de la tribu Mbuti, por su escaso tamaño parece un
niño frente al implacable tribunal de hombres blancos. Antes de ser llevado a
una celda especialmente diseñada para él, tiene tiempo para pronunciar su
último sermón, que aún resuena en la memoria de su raza:
Aunque
para ustedes, omnipotentes sátrapas de los reyes de Europa mi revolución haya
fracasado, las generaciones venideras sabrán que no ha sido así. Mi obra en
este mundo ha sido cumplida. Me he mantenido fiel a los mandatos de mi Padre,
he impartido las divinas Enseñanzas y aleccionado a mis Apóstoles que ahora se
encuentran a salvo en las regiones más apartadas del mundo. Como un Noé de los
tiempos modernos mi barca de salvación conducirá a mi rebaño a multiplicarse en
todas las naciones. Vendrá el día en que los hombres de ciencia descubrirán la
necesidad de producir cambios en la naturaleza física de la humanidad. Ustedes,
hombres blancos, se burlan de mí y de mi pueblo. Me condenan a muerte ignorando
que acaban de pronunciar la peor sentencia contra sí mismos.
Camino a la cárcel, expuesto sobre un
vehículo militar dentro de una jaula, Samuel Okendo desfiló con la marca en su
rostro de un ser iluminado que a muchos estremeció. Temiendo una nueva
insurrección popular, la pena de muerte fue conmutada por la prisión perpetua,
pena que duró apenas trece días, al cabo de los cuales murió, repentinamente,
mientras realizaba su ejercicio de meditación matinal.
Su pequeño cuerpo fue trasladado a Kimba
y sepultado en el templo donde había predicado sus enseñanzas y sus vindictas
revolucionarias. Su tumba es actualmente un santuario al que visitan millares
de africanos que llegan de todo el continente. Hoy es unánime la creencia de
que Samuel Okendo incorporó elementos religiosos ancestrales al cristianismo en
el que fue bautizado y consagrado. Pero fue fiel a sus mandatos y jamás aceptó ser considerado un Mesías y
mucho menos un revolucionario violento, pues por ninguna circunstancia autorizó
prácticas terroristas de ninguna clase.
Sus discípulos continúan la obra basados
en los evangelios del diminuto predicador quien también, extrañamente, falleció
a los 33 años de edad. Podría afirmarse que el cuerpo doctrinal de los
discípulos de Samuel Okendo es muy simple, por no decir ingenuo. Por ejemplo:
predican que su Maestro es el jefe espiritual de un imperio que ha establecido
el Señor Dios de la raza negra y también la espada de delgado filo que cortará
las cabezas de los malditos agresores de su
pueblo. Samuel Okendo es la bandera que flamea sobre el mapa de la
negritud, es el barco que navega por el
Río de la Muerte que conduce a los negros al país de la salvación eterna. Por
Él, por el Mesías, Dios descendió a la
Tierra para que todos sus hijos, hombres
y mujeres, puedan atravesar los valles y
la gloria de los Cielos celestes hasta regresar al Paraíso.
De las revueltas surgidas de la prédica
de Samuel Okendo han brotado las revoluciones nacionalistas que hoy gobiernan
la mayoría de las naciones de África, desempeñando un rol político y cultural
que, a pesar de todos los reveses, dictaduras, corrupciones y matanzas
tribales, pareciera conducir hacia el sueño de una nación panafricana.
Sin embargo, no acaba en este punto la
leyenda del pigmeo iluminado. Etienne Dubarry, científico francés responsable
de recientes manipulaciones genéticas, está muy avanzado en un proceso de
clonación que es un estricto secreto de estado, a pesar de las continuas
negativas oficiales. Samuel Okendo había dicho frente al tribunal que lo
condenó: El fin del mundo está próximo. Para
muchos, ésa es una frase apocalíptica que de tanto repetida ya no tiene fuerza
ni credibilidad.
No obstante, tenemos que creer en
biólogos como Dubarry, Clara Bachman, Sofía Houphouet-Levin y tantos otros (que
no descansarán hasta hacer posible el sueño de los alquimistas) creen que sí,
que la humanidad a la que pertenecemos está en los tramos finales de su
programa filogenético. Para no desaparecer tendrá que mutar de la manera en que
nuestro Maestro Desconocido lo ha estado anunciando. Tal vez a eso se refería
el pequeño profeta de Lambarené, cuando formuló sus profecías poco tiempo antes
de morir.
JUAN
COLETTI
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