En una de las páginas de la monumental enciclopedia de
antropología La Rama Dorada del inglés
James George Frazer, encontramos una historia alucinante que se supone tuvo
origen en el comienzo de la Alta Edad Media y que circuló oralmente como la
mayor parte de las leyendas de esa época y que, conjeturamos, tenía como propósito aleccionador evitar el
pecado capital que supone desafiar a Dios, puesto que la muerte nos es
concedida como un privilegio que anticipa
y prepara el camino hacia la
única y auténtica inmortalidad, no la del cuerpo sino la del alma, según las
disposiciones de la teología cristiana
que de ninguna manera compartimos.
Durante años hemos buscado en todos los libros que
estuvieron a nuestro alcance el completamiento de ese raro suceso que Frazer resumió en muy pocas líneas. Dice en su primer párrafo:
Un relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de
Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede
anhelar el corazón y que deseaba vivir para siempre.
Los apuntes permanecieron así durante años hasta que por
frutos del sagrado azar, en el momento menos esperado, encontramos
la vida de aquella mujer contada por un desconocido viajero español, don
Pedro de Murcia y Valdivia quien, por su vivacidad inventiva o porque realmente
viajó por el continente europeo en numerosas ocasiones, procuró dejar en forma
de novela de viaje los registros de fragmentos que le fueron narrados por
campesinos y por sus conocidos en el mundo de las letras germanas. No es
nuestro propósito transcribir aquí las más de 300 páginas de Memorias
de un viajero (por otra parte
verdaderamente agobiadoras) un viejo libro editado a fines del siglo XVIII
sino la de hacer un resumen de la vida
de aquella mujer increíble y de las consecuencias que podría tener para
cualquiera de nosotros un insoportable deseo de vivir más allá del los límites
naturales.
Sin precisar ni siglo ni año ni fecha alguna,
nos cuenta el relator español que Catharina Linderberg van Holstein nació en el seno de una familia
rica y aristocrática y que desde muy pequeña dio señales de una llamativa
superioridad intelectual por cuyo motivo sus padres la educaron en el dominio
de las lenguas, incluidas el latín y el griego, la historia universal y la
teología, las ciencias naturales, la
gastronomía y muy especialmente de la enología pues los Holstein poseían
grandes extensiones de viñedos y modernas bodegas en las que elaboraban las
variedades de vino más apreciadas en su país.
No bien llegar a
la pubertad, la graciosa Katharina no solo era dueña de una precoz preparación
libresca sino que, notoriamente, el desarrollo de su cuerpo dio anticipadas
señales de sensualidad y apetitos que pronto fueron conocidos, gracias a los
efectos explosivos del rumor,
por todos los hombres nobles de
la región. Casarse con ella era un desafío en medio de una solapada competencia
por lo que la jovencita mostraba en oferta
y por las riquezas de la familia que eran por demás ostensibles y ambiciosamente atractivas.
Si sus tutores, entre ellos el teólogo Alexander Klum,
el lingüista Maximilian Gauss y el maestro de música y compositor Manfred
Koelhler creían, y podían jurar que en realidad creían, que la jovencita se iría transformando en una
celebridad intelectual, se equivocaron de manera absoluta. Tal vez no había
llegado ni el tiempo ni la moda en los que las mujeres competirían en igualdad
de posibilidades con los hombres o porque la naturaleza produjo ciertas
mutaciones incontrolables, como es común cuando observamos el destino de
algunas personas, especialmente miembros de nuestra familia y conocidos.
Katharina no tuvo la paciencia suficiente para esperar y
conocer cómo era el disfrute del amor de una recién casada pues en poco tiempo algunos pajes, caballerizos y jóvenes sirvientes tuvieron la
ocasión de iniciarla en las artes, bastante rústicas por supuesto, de la
sexualidad. No abandonó los libros ni las discusiones y diálogos con sus
preceptores aunque el deseo de comer en abundancia, de bailar y reír y
compartir su desafiante gozo la fueron inclinando hacia un camino de sensualidad y disipación
que la acompañarían toda su larguísima
vida.
Afligidos, sus padres creyeron conveniente cortar de un
solo golpe las habladurías de la
plebe a través del sortilegio del santo
matrimonio con Wilhelm Allstadt, un
joven médico recién graduado de Lieipzig. Nuestro guía, el viajero don Pedro de
Murcia y Valdivia se entretiene en docenas de páginas para contar el fastuoso
casamiento con una aburrida descripción del nombre de los invitados, las ropas
que vestían, los manjares que sucesivamente fueron depositados sobre las mesas,
el título de las composiciones musicales,
el nombre de cada uno de los
ejecutantes y hasta el detalle de la
preparación de los dulces y confituras, sin privarnos tampoco de leer las
humillantes escenas que se sucedían cada
vez que por los ventanales de la amplia cocina se arrojaban las sobras del
banquete al hambriento populacho.
Katharina y Wilhelm partieron en viaje de bodas hacia la
ciudad de Munich acompañados por un
grupo de caballeros y asistentes que los protegían y servían como era la
costumbre impuesta por las necesidades de los malos caminos y los salteadores
que la avaricia y la abundancia excesiva
en unos pocos multiplicaba por bosques y
ciudades.
La joven esposa tenía 15 años y hambre y sed y ganas de
gozar de tal magnitud que en las posadas donde se detenían para comer y dormir
sus acompañantes iban registrando su carácter amable y divertido, el hábito de
aplaudir cada vez que le servían un plato diferente de comida y los acalorados
brindis que anticipaban el momento del baile aunque más no fuera con la música de un humilde
violinista del lugar.
En el corto viaje de cuatro semanas el joven médico y
sorprendido esposo descubrió que sus conocimientos científicos no eran
suficientes para comprender el carácter
ni las urgencias de su esposa pero, como todo varón, temeroso de ser
sorprendido por una insuficiente perfomance hizo cuanto pudo para honrar el
acta de casamiento que había firmado días antes. La comitiva los seguía
sometida por la obediencia laboral pero gustosamente divertida por lo que iban
observando y escuchando, circunstancias que continuarían relatando hasta el fin
de sus días, tal como lo comprobamos
gracias a la lectura del libro del
viajero español.
¿Que Catharina,
en un descuido de su esposo, había ingresado al aposento de uno de los mozos
que los atendía en la posada del pequeño pueblo de Aham y que todos podían
escuchar llenos de sorpresa y excitación cuando chillaba, daba suspiros y
repetía una y otra vez: Oh mein Gott!, oh
mein Gott!? ¿Que daba pellizcos en
el trasero a las muchachas que le servían la comida? Mejor era
guardar respetuoso silencio y al mismo tiempo no perder un detalle en
aquel primero de los viajes de
placer de la señorita de Holstein.
De regreso y ya instalados en su hogar en Leipzig donde
el doctor Allstadt ejercía como cirujano, la vida de la pareja siguió su
rutina durante algo más de diez años, al
cabo de los cuales el trabajo profesional y la fatiga de las noches en la cama fueron palideciendo y convirtiendo en un
hombre viejo a quien nada ni nadie podría haber convencido de que una buena
salud es también descanso y cierta
mesura en las repeticiones forzadas del hábito amatorio. De ese modo en
un atardecer de otoño un ataque cardíaco fulminante dejó a Katharina convertida
en una joven viuda y en camino de regreso al castillo familiar.
Las pocas semanas de luto dejaron a nuestra heroína
revestida con un renovado vigor con el cual sorprendió y sometió a su amigo de
la infancia y vecino de la familia, el comerciante en pieles Jürgen Zimmerman
con el cual no llegó al matrimonio
gracias a que el apasionado amante de un día para otro vendió todos sus
bienes y partió hacia los Estados Unidos de donde jamás regresó. Mejor sería
decir huyó a tiempo ante la inminencia
de un descalabro moral y físico que había comenzado a experimentar. Fue un romance
breve y violento que apenas dejó breves marcas en la extensa biografía de
nuestra heroína en cuyo inventario eran, siempre, mayores las ganancias que las pérdidas.
Cansada de la debilidad y el mal humor de los hombres, Katharina
recordó que en su adolescencia había leído un libro memorable, Oda a
Afrodita, de la griega Safo de
Lesbos, del que sabía de memoria uno de sus poemas, el que decía:
-Amada
Safo, triste suerte la mía tener que despedirnos.
-Vete
tranquila, amor. Procura no olvidarte de mí
porque bien sabes que yo siempre estaré a tu
lado.
Cuántas
horas felices hemos pasado juntas.
Han sido muchas las coronas de violetas, de
rosas,
de flores de azafrán y de eneldo que ceñiste a
mi cuerpo.
La sola mención del
nombre de su admirada poetisa la
llevó de inmediato a escribir sendas
cartas a dos de sus íntimas amigas, Kajta Schiffer y Anette Kollman con quienes
compartía desde la adolescencia los fervores del deseo siempre insatisfecho de
la intimidad femenina. Hicieron un largo viaje hasta el puerto de Hamburgo
compartiendo la abundancia de la mesa y los vinos y la irresistible
sensualidad del amor compartido sin
celos, sin violencias, sin miedo al pecado ni temor a autoridad alguna, ni a las penitencias eclesiásticas ni a los
demonios del mal. Eran tres jóvenes y hermosas mujeres que viajaban sin prisa
charlando, comiendo y bebiendo, bailando donde hubiese una fiesta y solazándose
en interminables sesiones nocturnas
dignas de las hijas de la legendaria
isla perdida en un rincón del Mediterráneo.
Serenada por un breve tiempo, apenas un descanso para
almacenar energías y tomar impulso y
viviendo todavía con sus ancianos padres, Katharina recibió la visita de
su viejo preceptor, el obispo Alexander Klum en quien los años parecían haberse
ensañado en un cuerpo que se mostraba
decrépito y como ausente, pero no
en su mente que dogmáticamente continuaba sosteniendo su afiebrada
prédica cristiana sostenida por su oratoria iracunda y temida.
El anciano teólogo había aceptado con pesadumbre la
certeza de que el camino que iba recorriendo su discípula la conduciría a
grandes sufrimientos y humillaciones aunque no tenía ni la menor idea del modo
en que la imprevisible naturaleza puede dotar a ciertos seres humanos de un modo tan diferente al común
como sucede con el genio y el pobre necio que ni siquiera aprende a hablar.
-Lieber Meister
–cuenta don Pedro de Murcia y Valdivia que dijo Katharina como respuesta a veladas y repetidas admoniciones del
clérigo-, he tenido el privilegio de contar con auténticos y muy amados maestros en mi educación y usted ha sido uno
de los que más han influenciado en mi
carácter. Siento la vida, mi vida, no como un camino de errores y pecados sino
como el advenimiento de la gloria de Dios que se va materializando profunda e
intensamente en mí. ¿Qué otra cosa debería ser la experiencia sagrada de vivir?
No soy menesterosa ni enferma ni desagradable ni estúpida. A pesar de que ya he
pasado los 50 años, usted puede ver que el tiempo es como si no me tuviese en
cuenta, como si los años fluyeran lentamente sin hacerme daño. He visto morir a
mis abuelos y parientes, a mi esposo y mis padres, a compañeros de la infancia.
Puedo afirmar, y perdone usted si en lo que digo hay un asomo de soberbia, que
mi vida es la confirmación de que la vejez y la muerte son los dos únicos
y verdaderos pecados a los que tenemos que aborrecer
y contribuir a su derrota.
Debemos diariamente confirmar el sí a la
vida y un no rotundo a la muerte, negarnos a la idea de un Creador que nos condena
a las humillaciones de las enfermedades, el hambre, la soledad,
la ausencia de apetitos y finalmente a
la completa destrucción.
El libro del cual estamos haciendo un somero resumen
nada dice de las respuestas del clérigo ni añaden otra cosa que una sucesiva
descripción de circunstancias que fueron acompañando la vida de Katharina
Linderberg. Se sabe que no tuvo hijos, que viajó por el mundo y que tuvo amigas
y amantes desdichados como el caso de Oscar Kurten, un poeta joven y tísico que
se volvió literalmente loco por ella, a
la que dedicó su único libro titulado La pasión de Katia y por quien,
cansado de sus desprecios y burlas, se pegó un tiro después de haberla
escuchado decir:
-Quiero que grabes
tus versos sobre mi piel con tu propia savia, no sobre el papel,
insípido idealista. ¿Qué pretendes? ¿Que te
comprenda, que pase mis noches oyéndote leer o recitar tus versos
mientras la vida se va diluyendo como arena en las manos de un niño? No me hagas reír.
El biógrafo español cuenta que en una vieja abadía donde
pernoctó durante su viaje en una lluviosa noche de invierno, tuvo acceso al
libro del desdichado Kurten y que uno de
sus poemas decía:
Ich möchte
in Dir leben
und dass Deine ewige Liebe
meine
Verrückheit überwindet.
“Quiero vivir en ti/y que tu eterno amor/ trascienda mi
locura”.
La oscura cortina del tiempo continuaba
desplazándose y borrando los hechos y
las vidas, envejeciendo los relatos de la historia y eliminando seres para que otros los reemplacen,
ocupen sus lugares tal como iba sucediendo con la protagonista de la leyenda recogida
por Frazer en su Rama Dorada. Cambiaban la sociedad, las modas y costumbres, la forma de los edificios y los
caminos, el trabajo en las fábricas y en los campos, se alternaban la paz entre
dos guerras, nacían nuevos visionarios y renovados déspotas, los historiadores
iban acumulando datos y elaborando cientos de inútiles libros que parecían ser
la repetición de otros que justifican la idea filosófica del eterno retorno.
Pero ella continuaba viviendo, atenta a los rumores del mundo y abierta a todos
sus encantos y desafíos. Sí a la vida,
no a la muerte.
A sus 80 años, Katharina era una sobreviviente de su
época, vivía en el viejo castillo familiar y no cesaba un día en repetir el
gusto de vivir, de comer y beber y bailar,
y aunque representaba muchos años menos en apariencia, viéndola danzar y
agitarse como si fuera una jovencita era patético y desagradable. Pero, siendo
rica y poderosa nadie hubiera dicho en
voz alta que era una vieja ridícula,
aunque lo pensaban, algunos despreciándola, otros enfermos de envidia, los
menos con simpatía y compasión.
Pagándoles con valiosas monedas algunos jóvenes accedían
a compartir con ella un par de horas en
la cama pero apenas cumplían su contrato
se retiraban avergonzados o vomitando o jurando que jamás volverían a acostarse
con aquella anciana todavía vigorosa y lasciva que parecía conservar en su
cuerpo arrugado el vigor y el calor de una adolescente.
Don Pedro, el viajero y comentarista español, completa
sus memorias de viaje contando el final
de su historia
de un modo que no tiene vínculo alguno con el fragmento que habíamos
recogido en la enciclopedia citada al
inicio. Es el suyo un final si no feliz
al menos complaciente con los lectores de su época y al canon que marcaba los
límites estéticos y morales exigidos para circular libres de toda censura. Además y como leemos
en las páginas finales, cuando el escritor español abandonó Alemania, la
solitaria habitante del castillo de los
Holstein era muy vieja, pero aún vivía.
Lo que escribió
Frazer a continuación del párrafo que transcribimos al inicio, refiriéndose
al singular destino de Katharina
Linderberg, dice:
En los primeros cien años todo fue bien, pero después
empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni
comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si
fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella
de vidrio y la colgaron en la iglesia.
Todavía está allí, en la Catedral de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de
una rata, y una vez al año se mueve.
JUAN COLETTI
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