¿Por qué estrechísimas dimensiones se desliza el poder
de la voluntad, el libre albedrío que hace posible los cambios, las
transformaciones del hombre, de las
especies y los mundos, la energía que
quiebra la resistencia del orden y nos ofrece
inesperadas mutaciones?
Pero, ¿por qué continuamos formulando esta misma y antigua pregunta? ¿Acaso los grandes maestros no nos han
repetido hasta el cansancio: no sean ingenuos, no existe la evolución?
Si no existe ninguna posibilidad de evolución significa
que estamos perdidos, que apenas somos débiles criaturas sometidas por un poder
irresistible, condenadas sólo a
recibir y completar un breve tiempo de
vida legislado por un impecable destino.
No somos entonces creadores sino apenas reproductores, actores de reparto en
una Obra cuyo autor repone una y millones de veces y en la que no podemos
elegir un rol, un protagonismo sino que por expreso mandato o por azar o por
error deberemos cumplir estrictamente con lo que ha sido fichado en el libreto.
Todo intento subversivo es castigado y para que no queden dudas nos es
permitido echar una mirada a la historia y a las filosofías de las civilizaciones y si queremos ahondar
un poco más hasta quedarnos convencidos,
buscar a los personajes de la tragedia en los mejores libros de la literatura.
Entonces, si no existe ninguna capacidad de modificar
nuestras vidas aunque estemos
convencidos de lo contrario, ¿qué significan los sueños, las premoniciones, las
advertencias, las señales, el imán irresistible del mañana? Alguien tiene que explicarnos qué
hace posible el progreso de la
ciencia, de la tecnología, de la manipulación biológica, de las transformaciones
sociales y culturales que están documentados en los relatos de la Historia.
¿Estamos transgrediendo las leyes o simplemente los cambios son apenas órdenes
que provienen del Sistema?
No sabemos, a causa de esas reflexiones, cómo
empezar a contar una historia porque estamos confundidos, justamente,
sobre la tarea que cada uno debe realizar. Unos hacen el papel de esclavos,
otros de amos, ahí vienen los héroes y junto a ellos los traidores, los que dan
su vida por otros y los que quitan las vidas, los humillados y los
torturadores. No sabemos cómo se reparte la fealdad y la belleza, el pan y el
hambre, los gozos y los sufrimientos, los méritos y las deshonras.
Tampoco sabemos distinguir con precisión lo que se llama realidad y lo que se define
como ficción. La realidad vendría a ser el molde inalterable que fija los
caracteres, las particularidades, la prepotencia del poder original. Crear
ficción, en consecuencia, debería ser aceptado como un acto subversivo,
revolucionario, que atenta contra el ordenamiento dogmático de la vida. Vamos a intentar, mediante el
sencillo ejercicio de la escritura,
encontrar un punto de contacto, una alianza que una los extremos y nos permita continuar
buscando el sentido de lo que pretendemos mostrar.
Así es que vamos a dejar el tema de la introducción para posteriores debates para
presentar dos vidas: las de dos mujeres que en su tiempo significaron
dos modelos, más bien debiéramos
decir dos arquetipos cuyos moldes se pierden en la oscuridad de las
viejas historias del mundo. Iremos paso por paso creando el indispensable
suspenso que justifique seguir leyendo hasta el punto final para regresar, si
se justifica, a las meditaciones iniciales.
El 15 de febrero de 1910 nació en Otwock, Polonia, una
niña que sería bautizada en la religión
católica
como Irena Sendler cuya infancia y juventud transcurrieron en la martirizada Europa
sin que conozcamos mayores detalles salvo que completó sus estudios como
enfermera y que trabajaba para el Servicio de Bienestar Social de Varsovia.
En 1939, la invasión alemana trajo ocupación militar y
también pobreza, indigencia y sufrimientos a miles de familias que recibían un
plato de comida en los establecimientos comunitarios en los cuales trabajaba
Irena. Con sus compañeras juntaba ropas y comidas para ancianos y
huérfanos, fueran católicos o judíos. Ella explicó estos gestos muchos años después
cuando dijo: Fui educada en la creencia
de que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar su
religión o nacionalidad.
Como bien sabemos, los horrores siguieron
aumentando cuando los nazis separaron un
sector de Varsovia y establecieron allí el memorable gueto en el que se
hacinaban y morían miles de personas.
Irena Sendler, conmovida por los acontecimientos se unió a la Zegota, el
Consejo para la Ayuda de Judíos junto a su inseparable amiga Irena Schultz.
Obtuvieron como ciudadanas polacas sendos documentos que las habilitaban
para realizar tareas contra las
enfermedades contagiosas. Como los alemanes temían que una epidemia de tifus pudiera afectar también a su
ejército permitieron que estas mujeres pudiesen ingresar al Gueto para
controlar a los enfermos.
No bien tomar contacto con cientos de matrimonios cuyo
destino previsible eran los campos de exterminio, la enfermera sugirió la posibilidad de ir
sacando uno por uno a los más pequeños y
entregarlos a familias que estaban
dispuestas
a cuidarlos hasta que terminara la guerra. ¿Pero acaso una madre estaría
dispuesta a dejar a sus hijos con extraños?
Además, bien se les explicaba que no había ninguna garantía sobre el
éxito de las operaciones. Aquellos que estuvieran dispuestos deberían aceptarlo
en el mayor secreto. Y así comenzó una increíble historia. ¿Fue la voluntad de
Irena o su destino el que hizo posible su odisea?
Los pocos testigos que aún quedan en este 2008,
atestiguan que para no llamar la
atención y también como signo de confianza hacia las familias judías, Irena
llevaba un brazalete con la Estrella de David mientras se desplazaba por las
calles del gueto. Procuró convencer a una familia y otra sobre la suerte que
les esperaba a los niños si no eran sacados de aquel sector amurallado. Muchos
padres querían salvar a sus hijos pero no se atrevían a entregarlos y fue así
como en numerosas oportunidades cuando las enfermeras regresaban para continuar
su tarea de salvataje muchas familias ya habían partido en los trenes que los
conducían a los campos de la muerte llevando con ellas a sus criaturas.
De manera silenciosa y clandestina, Irena Sendler y sus
amigas fueron sacando a los más pequeños
con el pretexto de que estaban enfermos de tifus. Emplearon todas las artimañas
posibles, desde las ambulancias de socorro a cestos de basura, cajones de fruta
y hasta ataúdes. Primero docenas, luego cientos y al final miles de niños iban
siendo rescatados de la locura nazi.
Jolanta,
era su nombre de guerra, el nombre
por el cual los niños la conocían y la volverían a reconocer muchos años
después. De manera precisa ideó un archivo en el cual anotaba el nombre de cada
niño y de sus padres y el de su nueva
identidad. Todo iba bien hasta que los servicios secretos de los nazis
descubrieron sus actividades. En 1943 fue arrestada por la Gestapo y llevada a
la prisión de Pawiak donde fue reiteradamente sometida a sesiones de
interrogaciones y torturas. Pero su fe y su fortaleza le permitieron no delatar
a ninguno de sus amigos y colaboradores y mucho menos a las familias que
entonces eran custodia del los niños judíos. Ella era la única del grupo de
enfermeras que guardaba la lista con los nombres de cada niño salvado del horror.
Según la biografía de Irena que pronto será llevada al
cine, fue sentenciada a muerte y mientras aguardaba el momento de su ejecución,
un guardia alemán (¿un ángel vestido de soldado?) que la conducía a un nuevo
interrogatorio, apuntándola con su fusil
le dijo: ¡Corre! ¡Corre! En realidad lo que había sucedido es que los
miembros de la Zegota habían sobornado a los alemanes para que suspendieran la
sentencia. Al día siguiente, con una nueva identidad, siguió colaborando con la
resistencia mientras su nombre figuraba entre los que habían sido ejecutados
por traición el día anterior.
En 1944, según los registros que ella había escondido en
dos frascos de vidrio y sepultados en el jardín de un familiar, eran 2.500 los
niños que esta humilde mujer y sus compañeras habían salvado. “Si muero
antes de que termine la guerra –suplicó- entreguen estos frascos a las autoridades”. Ese mismo año se
produjo el Levantamiento de Varsovia y felizmente Irena Sendler continuaba
viva. Ella misma desenterró los frascos y entregó el listado al comité de
salvamento de los judíos que habían sobrevivido. Los niños que no
tenían una familia fueron a distintos orfanatos y luego enviados a parientes o
comunidades en Palestina. La mayor parte de los padres de los niños rescatados habían sido exterminados en
los campos de concentración aunque algunos vivieron el milagro del reencuentro.
Al término de la guerra, distintas entidades polacas, de
las Naciones Unidas y de Israel fueron reconociendo la labor extraordinaria de
la valiente enfermera y sus colaboradoras clandestinas. En 1965 la organización
Yad Vashem la nombró ciudadana honoraria de Israel. Fue en ese tiempo cuando
una mañana fue sorprendida por una llamada telefónica. Era la voz de un hombre
que le decía: Hola, Jolanta, recuerdo su
cara. Acabo del verla en los diarios. Usted es quien me sacó del Gueto cuando yo era un niño.
Ya anciana, en 2003, el Presidente de Polonia, Alexander
Kuasnieswki le impuso la más alta distinción de su país a una ciudadana: la
Orden del Águila Blanca. Se la ve en las fotografías rodeada por familiares y
amigos y entre ellos a la señora Elzbieta Ficowska, una de las niñas que había
salvado hacía 60 años, “la niña de la
cuchara de plata” como se la identificó después de la guerra.
Elzbieta tenía cinco meses de vida cuando una de las
colaboradoras de Irena le dio un narcótico y la escondió en un cajón agujereado
que salió del Gueto, en julio de 1942,
con un cargamento de ladrillos en un viejo carromato tirado por un
caballo. La madre de la pequeña ocultó entre sus pañales una cuchara de plata
que tenía grabado “Elzuma”, el apodo que le dieron al momento de nacer y
gracias al cual volvería a recuperar su verdadera identidad cuando se produjo
la victoria de los ejércitos aliados.
Como dice un proverbio del Talmud, “Quien salva a un hombre salva a la humanidad”. ¿Qué decir entonces
de quien salvó a 2.500 vidas?
Pero dejemos a la anciana Irena y viajemos a la Alemania
de 1923. Allí, en algún lugar cerca de Berlín
nació el 17 de octubre de aquel año Irma Grese, una hermosa niña rubia,
que en pocos años será huérfana de madre junto a sus dos hermanos. Terminada la
escuela primaria, la adolescente Irma realizó diversos trabajos en un hospital,
luego en una granja y finalmente en una lechería antes de ser reclutada para la
guerra. Como la mayor parte de los varones iba al frente, las mujeres debían
cumplir con el sagrado deber de servir al Tercer Reich en el lugar y
funciones que les fueran asignadas. En 1942 la oficina de trabajo envió a Irma
a desempeñar tareas administrativas en el
campo de concentración de Ravensbrück.
Súbitamente, al parecer, al menos que volvamos al tema
del libre albedrío o de la predestinación, Irma Grese sufrió una repentina y
brusca transformación. Como integrante de las temibles SS tras un breve período
de entrenamiento, la joven, bella y llamativa oficial fue enviada al célebre
campo de Auschwitz en el cual se inició en tareas de control de las provisiones
y el correo y en poco tiempo, antes de cumplir 20 años fue nombrada
supervisora. Su hermana Elena contaría poco tiempo después que cuando Irma fue
a visitar a la familia aprovechando un permiso de descanso, alardeaba de su
rango y se paseaba con su flamante traje militar entonando los cantos marciales
de las SS.
Pienso en este momento, con gran dolor, que es posible
que en algún momento la ya temida Irma Grese
se hubiera rozado con mi pequeña y amada Ana Frank y tal vez la hubiese
desafiado con su mirada provocativa y amenazadora pues su responsabilidad directa era ahora el
control del las prisioneras así como la elección caprichosa de quienes serían
enviadas a las cámaras de gas.
Las pocas sobrevivientes del campo de exterminio cuentan
que la rubia supervisora diariamente se paseaba acompañada de un perro de
ataque y golpeaba brutalmente con una fusta
a las prisioneras, y que
especialmente se ensañaba con aquellas que tuvieran los mejores pechos.
Entonces con su fusta las golpeaba en los senos hasta destrozarlos sin piedad.
Se le atribuyen a la hermosa aria un número
indeterminado de asesinatos. El galpón C del Campo Birkenau anexo a Auschwitz
albergaba a más de 30.000 prisioneras y se estima que conducía a la muerte al
menos a 30 mujeres diariamente aunque ella, cuando fue juzgada, juró que jamás
había sabido de asesinatos en masa.
Fue arrestada por los ejércitos aliados en septiembre de
1945 al finalizar la Segunda Guerra Mundial y enjuiciada en el célebre Tribunal
de Nüremberg por los innumerables y crueles actos de criminalidad efectuados
contra la humanidad. Lógicamente, durante el período de las acusaciones, Irma
Grese negó absolutamente los cargos de
asesinato pero aún después de haber sido condenada a muerte jamás renegó de su
ideología nazi. Tal como lo hacía cuando visitaba a su familia con su flamante
uniforme, en vísperas de su ejecución entonaba los himnos y cantos marciales de
las temidas SS.
A las primeras horas del amanecer del viernes 13 de
diciembre de 1945, el verdugo británico Albert Perrepoint depositó en el cuello
de la joven aria la soga de la horca y accionó la palanca. Quien había sido
reconocida como El Ángel rubio de
Auschwitz se convertía para la posteridad
en La Bestia rubia de Auschwitz. ¿Se
había cumplido así su voluntad o era apenas una triste representación teatral
del cínico Destino? En este punto nos vemos obligados a recordar y repetir lo que escribió Nietzsche, en plena
incertidumbre filosófica: ¿Es el hombre
un error de Dios o es Dios un error del hombre?
Dejemos atrás los cuadros miserables de la guerra y
regresemos al año 2007. El gobierno de Polonia con el apoyo del Estado de
Israel presenta como candidata al Premio Nobel de la Paz a Irena Sendler,
actitud apoyada por la Organización de Supervivientes de Holocausto residentes
en la nación judía. Recordaron al mundo que Irena Sendler era una heroína viva
de su tiempo, una humilde mujer que con extraordinaria valentía había salvado
la vida a más de 2.500 niños. El premio Nobel de la Paz fue en el 2007 para el
ex vicepresidente de EE.UU. Al Gore.
Hace pocos días, el 12 de mayo de 2008, en
Varsovia, a sus 98 años de edad, Irena
Sendler entraba en la apacible y dulce mansedumbre de la muerte. Muy pronto, en
los cines, millones de personas la verán representada en una película que sin
duda llevará un mensaje a los habitantes del siglo XXI. ¿Qué tipo de mensaje?
¿Se acabarán las guerras? ¿Nadie morirá de hambre?
Pero no hemos terminado porque aún no nos queda en claro
el problema del libre albedrío y su opuesto,
el destino. Hace miles de años en el Bhagavad Gita se nos muestra las guerras cósmicas entre el
Bien y el Mal, y en los pergaminos de
los Manuscritos del Mar Muerto descubiertos en 1947 en las cuevas de
Qumran aparecen los textos de la Guerra
de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas escrito por el
fundador de la escuela de los Esenios, el Maestro de Justicia, que retoma la
idea del eterno combate en los mundos binarios. ¿Tendrá entonces razón el Gran
Maestro cuando le dice a su discípulo: “Hijo, no existe la evolución. Escúcheme
bien, no existe la evolución”.
La misma semana en la que los medios anuncian la muerte
de Irena Sendler, leemos en un matutino
mientras tomamos el desayuno: Sospechan que un criminal nazi estaría en la
Argentina. Sí, efectivamente, es otra bestia integrante de las SS de las que
también formó parte Irma Grese, con la
diferencia de que este criminal se salvó de Nüremberg y del Mossad y aunque ya
tiene 93 años sigue vivo y está entre nosotros, o en el Sur de Chile o en la
bella Bariloche. El doctor Aribert Heim, considerado el más feroz nazi de la
Segunda Guerra Mundial y camarada del otro célebre médico asesino Joseph
Mengele ha disfrutado de nuestros paisajes, de nuestra comida y de la generosa
hospitalidad del pueblo argentino. Omitimos los detalles que cuentan la
maestría genocida del prófugo Heim para poner punto final a este relato porque
según todos los informes que nos llegan son espeluznantes, increíblemente
repugnantes.
A esta altura ya
estamos cansados de tanto mal, de tanta muerte. Honremos a la llamada “Madre de
los niños del Holocausto”, Irena Sendler, “El Ángel del Gueto de Varsovia”,
pues su vida y su obra nos regocijan y reconcilian con las esperanzas puestas en un mundo mejor,
más allá del bien y del mal, por encima del libre albedrío y de la
predestinación.
JUAN COLETTI
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