En el libro “El arcoiris de la medianoche”,
también conocido como “El Libro de los Horrores”,
escrito por Kuo Sin, anciano anacoreta que pasó a la
leyenda como “El Loco del Bosque”, en Hunan, se encuentra para sorpresa de un
lector desprevenido una suma de historias que sobrepasan el horror y que no
pueden ser leídas como simples relatos fantásticos porque en ellas la palabra
fantástico suena como una expresión meramente infantil.
Durante siglos estos estremecedores cuentos circularon
en libros manuscritos que eran leídos
por los eruditos en los palacios y en los monasterios, y
circularon muy especialmente entre los campesinos analfabetos que fueron
transmitiéndoles oralmente en reuniones en las que eran incluidos los niños y
jóvenes para que las historias les sirvieran como advertencia frente al peligro
del mal que muchas veces se presenta no solo sorpresivamente sino revestido por
delicadas y seductoras apariencias.
Los hechos que
hoy nos parecen fruto de una exquisita invención literaria eran entonces tenidos como ciertos y
funcionaban como antídoto contra la pobreza y la servidumbre, contra la
insubordinación y los anhelos de riqueza
pues frente al horror sus vidas y sus bienes, sus pequeños quehaceres y
necesidades se presentaban como justos e indispensables.
Los padres sabían
que sus hijos debían ser educados al pleno servicio de la comunidad, lealtad
absoluta a la autoridad teocrática del Emperador, rechazo de todo lo que no les
era permitido, fuese una herramienta, un animal, una moneda o una mujer. Pero
los jóvenes no siempre obedecían ni respetaban a sus padres ni temían a la justicia
ni tenían conciencia de sus responsabilidades. Solos o en pequeños grupos de
vez en cuando llegaba la noticia de que algunos adolescentes habían asaltado
una granja o violado a una joven o tomado alimentos en los almacenes de un
terrateniente. Si eran aprendidos el castigo era ejemplarizador y no había
manera de apelar las sentencias pero aún así,
a los padres les quedaba la ausencia del
hijo en la cárcel y la vergüenza pública y no recibían como castigo otra cosa más que
una severa reprimenda.
Pero, según leímos en el libro del loco Kuo Sin, en los
tiempos crueles de la Emperatriz Huán
Ghóu, de la Dinastía Qin ,
a las advertencias y mensajes que eran propalados con anticipación le
sucedieron juicios sumarios cuyo único propósito era subordinar a las familias
al dominio real para que fueran responsables de la conducta de sus hijos. Tal
vez en esa ejecutoria jurídica estaba oculta la anticipada sanción para todos
aquellos, miles o cientos de miles de jóvenes que aspiraban a una vida mejor y
tejían entre ellos las bases de una utopía que sería descubierta y resuelta
recién cientos de años después en la
forma de una auténtica y popular revolución que transformaría a la China feudal y
degenerada en una inmensa nación
moderna.
Lo que el libro de los horrores contaba en uno de sus
capítulos es la historia de un pobre leñador, Mo Chen, padre de numerosos hijos
que no eran precisamente muy adictos al
trabajo y que continuamente participaban en reyertas y actos de insubordinación
hasta que, sorpresivamente, llegó la
justicia al poco tiempo de que su hijo menor, Mo Tsé, de apenas doce años, fue
arrestado cuando intentaba robar una pata de cerdo en un pueblo vecino.
Reunido, por orden de los jueces, el pueblo que vivía en
los alrededores se agolpó frente a la casa del afligido Mo Chen para escuchar
la sentencia que todos suponían se reduciría a una suma de azotes. Pero el
horror, recogido por el poeta loco del bosque, nos dice que el castigo debía
ser impuesto por el padre a su hijo y que ese castigo no podía ser otro que la
muerte. Mo Chen en principio se negó y lloró y suplicó de rodillas pero los jueces fueron implacables: o él
ejecutaba a su hijo o ellos ajusticiaban a toda la familia.
Y así fue que al atardecer, cuando todos los habitantes
habían regresado para ocultarse en sus hogares frente a tamaña desgracia, el
cuerpo del niño Mo Tsé pendía solitario de una cuerda en el árbol más alta de
la plaza principal del distrito.
Una página tras otra el libro maldito describía los
hechos y leyendas y creencias supersticiosas
que funcionaban a la manera de un
código moral entre esa inmensa masa ignorante y sometida por el hambre y el
temor. Aunque también podían encontrarse
recetas afrodisíacas, el uso de hierbas curativas y algunos consejos
sorprendentes para la cura de ciertas enfermedades que entonces eran fatales,
como la tuberculosis. Nada podían hacer ni los médicos ni los curanderos frente
a esa plaga que se llevaba a la gente en pocos meses, hasta que alguien juró
haber encontrado la solución: si comías un pedazo de pan embebido en sangre
humana, podías escapar de la muerte. ¿Pero dónde conseguir sangre fresca en
abundancia?
El único lugar de posible acceso era junto al patíbulo
donde con una enorme hacha eran frecuentemente ejecutados los criminales y ladrones.
Así fue que a partir de la noticia, cada vez que se anunciaba una sentencia de
muerte, docenas de pálidos tuberculosos se aproximaban y entregaban al verdugo sus mendrugos que
éste mojaba, a cambio de monedas, en la
sangre aún caliente de sus víctimas.
Querían escapar de la muerte ingiriendo pan con sangre
humana y como los trozos de pan no eran
suficientes para tantos enfermos el resultado final era siempre una batahola en
la que mezclaban los húmedos alimentos con su propia sangre, sus lágrimas, su desesperanza.
Es difícil decidir cuál de las historias del libro El
Acoiris de la Medianoche
podría ser elegida como la más espeluznante aunque es posible que los lectores
se hayan detenido más de una vez
en El Coleccionista de Mariposas
para intentar desmenuzar el sentido profundo de la historia que es, sin
dudas, más que una metáfora. Como sucede con los cuentos de hadas
tradicionales, las narraciones de Kuo Sin siguen un propósito aleccionador, un
intento por reforzar la moral y las buenas costumbres aunque no es fácil sacar
conclusiones del extenso relato del que aquí haremos un resumen.
Cierta noche de verano, Mao Ling intentaba superar el
insomnio observando a través de la ventana de su casa una media luna de plata
fría que se iba desplazando por encima de las copas de los árboles del bosque.
No era joven ni tampoco viejo, ni era pobre ni muy rico, pero tenía lo
suficiente para gozar de la vida. No tenía esposa ni hijos ni parientes y
compartía su soledad con una invalorable colección de mariposas que había
reunido en sus viajes alrededor del mundo. Las había de todos los tamaños y
colores y describirlas una por una llenaría libros completos que poco tienen
que ver con los sucesos que llenaron de horror la vida del coleccionista.
Mao Ling vivía en Shanghai pero no en el centro de la
ciudad sino en uno de los barrios más alejados y silenciosos. Le agradaba pasar
horas leyendo, escuchando música y comiendo y bebiendo para lo cual disponía de una bien abastecida
despensa y de los indispensables sirvientes: cocineros, mucamas, jardineros,
cocheros.
Sabemos que jamás
se había casado aunque era un admirador y gustador de las mujeres,
especialmente de las más jóvenes. Al día siguiente, pensaba mientras
contemplaba cómo un delgado tejido de nubes cubría la luna, Yin Sheh, la dueña
del prostíbulo le enviaría una joven como lo hacía cada vez que regresaba de un largo viaje. Pagaba bien por lo
cual era exigente en cuanto a la edad,
la belleza y la cultura de las jóvenes que le eran ofrecidas para pasar con él la noche. Jamás se había
rebajado como algunos de sus amigos a entrar a una casa de mujeres. Sentía que
era humillante y poco satisfactorio mostrarse en público en esos lupanares
exóticos. Él permanecía en su confortable casa y allí tenía sus libros, sus
jardines, su abundante cocina y el
sensual dormitorio donde encontraba las iluminaciones de la vida.
Al atardecer del día siguiente, vio venir por el camino
de tierra un decorado rickshaw a
cuyo frente trotaba un hombre delgado y, metros atrás, los seguía
un robusto individuo de cabeza rapada, guardián celoso del las órdenes
de Yin Sheh al cual, luego de saludar a la
prostituta, el coleccionista
entregó los quinientos yinyuanes convenidos con la dispensadora de
jóvenes bellezas de Shanghai.
Aunque Mao Ling las prefería jóvenes, se disgustó al
observar a la recién llegada.
-¿Qué ha sucedido? Esperaba a una joven no a una niña.
¿Por qué te han elegido a ti sabiendo que eres apenas una criatura? ¡Mírate!
¿Cuántos años tienes?
-Qué importa mi edad, Mao Ling, soy una mujer en
completo desarrollo. No soy una criatura pues en pocas horas te demostraré quién soy realmente. No me
desprecies.
-No estoy despreciándote, pero no seas altanera ni tan
rápida de lengua. No he pagado para tener que discutir contigo. Ven, pasa.
Tenemos muchas horas para compartir. Tu patrona me había anticipado que
enviaría a un joven bella y culta. Veo que eres bella y demasiado joven pero
comprobaré si eres realmente una mujer cultivada y no una bella mascarita adiestrada para satisfacerme con sus engaños.
-No te defraudaré. Ese es mi propósito porque también
para mí hoy es un día especial. Jamás pensé que llegaría el momento en que
podría visitar tu casa. ¿Sabías, Mao Ling, que eres famoso?
-¿Famoso? ¿Quién te lo ha dicho?
-Eres famoso por tu generosidad con las mujeres y conocido como el más grande coleccionista de
mariposas.
-Sí, es verdad en cuanto a las mariposas. Pero todavía
no me has dicho cómo te llamas.
-Mi nombre, aunque no lo creas, es Shen Dié.
-¡Vaya! Shen Dié significa algo así como “mariposa de
los mundos celestiales”. Qué extraña coincidencia.
Mao Ling no hizo un mínimo gesto de asombro aunque el
nombre de la joven le provocó una serie de palpitaciones mentales, una cierta
zozobra, un presentimiento de deleites y malos presagios, pero al fin fue
superior la tentación de una aventura inesperada que estaba iniciándose.
-Pasa, Shen Dié. A partir de este momento deseo que te
sientas cómoda, segura, feliz y confiada, como si este fuera tu hogar.
-Hogar es una palabra cuyo significado no alcanzo a
comprender, Mao Ling. Yo también deseo que serenemos nuestros espíritus y compartamos todo lo que hayas dispuesto
para hoy. Soy exquisita pero no excesivamente exigente.
El coleccionista de mariposas volvió a mirar a la
prostituta que en ese momento ya no
parecía una niña, sino una mujer entrando en su frágil adolescencia. Tocó una
campanilla y de inmediato se aproximó uno de los sirvientes al cual ordenó
preparar la cena.
-¿Quieres conocer mi colección?
-Más que otra cosa, ése es mi deseo. Ya te dije que tu
museo de mariposas es famoso en todo
Shanghai y son pocos los que han tenido el privilegio de admirarlo.
Pasaron, lentamente,
de una sala a otra y en todas brillaban los colores y las formas de
miles de mariposas que permanecían disecadas
desde hacía años aunque algunas
pocas todavía temblaban clavadas por los alfileres que las sostenían a los
marcos.
-¿Por qué tiemblan, Mao Ling? ¿Acaso están vivas?
-Sí, algunas todavía mantienen parte de su vida. Es el
único modo de preservarlas pues no existe otro método para que después de
muertas conserven intacta toda su belleza.
-¿No sientes su sufrimiento? ¿No te duele que estén
agonizando?
-No, Shen Dié. No puedo sentir dolor si quiero seguir
siendo un auténtico coleccionista. Son
simplemente mariposas. ¿Debo sentir compasión por un simple insecto?
-Ya lo veo. Por favor, sácame de aquí. No me siento
bien.
El dueño de casa tomó a la joven por los hombros y la
condujo al comedor. Le pareció más alta y robusta que unos momentos antes.
Pensó que tal vez sus distintas percepciones del rostro y del cuerpo de la
joven se debían al efecto del complicado maquillaje que empleaban las
prostitutas.
-Es el momento de cenar. No pensemos ni en el dolor ni
en la muerte. Nos aproximamos a los momentos del placer de la boca y el gozo
del los cuerpos. ¿Puedo confesarte algo?
-Lo que digas.
-Eres una mujer realmente bella, de las mejores que he
conocido en mi vida. Aunque bien sabes que soy un hombre de mundo que ha vivido
plenamente, sentirte junto a mí me produce un sentimiento de inexpresable
debilidad, quiero decir que mi sensualidad está siendo desbordada en lo más íntimo.- Y al concluir la frase se
sintió moralmente débil, ridículo. ¿Qué lo impulsaba a mostrarse emocionalmente
inestable frente a una prostituta que sin duda jamás llegaría a apreciar sus
palabras?
Concluyeron la abundante cena y escucharon música en un
viejo fonógrafo mientras la joven practicaba el antiguo ritual de
desvestirse al tiempo que iba mostrando sus bellos atributos con
movimientos de animal en celo. Sí, Shen Dié no era una niña, ni siquiera una
adolescente, ni una joven sino una mujer en todo el esplendor de su gracia.
¿Cómo Mao Ling pudo haberse equivocado? ¿Cómo era posible que en pocas horas
hubiesen desfilado frente a sus ojos imágenes tan diferentes de una misma mujer
que ni por un solo instante se había separado de su lado? No era como en el
teatro en el que los distintos personajes y las escenas se suceden unos a otros.
Por los amplios ventanales que daban hacia el oeste,
nuevamente la luna fría, como hielo plateado, iba deslizándose mientras los
amantes consumaban la deliciosa ceremonia
que hace posible la existencia de los mundos, del hombre y de las mariposas, de la locura
y la muerte.
La medianoche había pasado y Mao Ling iba sucumbiendo al
cansancio aunque no al deseo siempre insatisfecho cuando un hombre tiene el privilegio de ser servido por
semejante mujer. Ella, mariposa celeste según su nombre, había ejercitado los movimientos y gestos,
las palabras y gemidos del extenso repertorio de las meretrices de Shanghai. El excelente servicio
correspondía a la alta suma abonada por el cliente.
Ya entredormidos, el coleccionista y viajero creyó
escuchar que la mujer salía de la cama hacia el baño en el que se entretuvo
largo rato. ¿Estará enferma?, pensó, pero no se atrevió a llamarla. Momentos
después ella regresó con un nuevo maquillaje. Su rostro brillaba en la
oscuridad apenas platinada. Al observarla Mao Ling sintió un temblor de calor y
frío en su cuerpo.
-¿Qué has hecho? ¿Por qué ese cambio de maquillaje?
-Te dije al llegar que te iría mostrando todo lo que soy
como mujer. Me viste al llegar como una niña, luego te conmovió una apetecible
adolescente, después te entusiasmó la
presencia de la joven con la cual tomaste la cena y finalmente te hundiste en el amor de una mujer madura que te hizo entregar toda tu
energía. Ahora, mírame, soy una mujer mayor, casi una anciana. Prometiste que
no me rechazarías y debes cumplir tu palabra. Quiero seguir yaciendo junto a ti
hasta que el alba nos despierte. ¿Me permites?
El amante no supo qué contestar. Estaba viviendo una
experiencia única y al mismo tiempo un desconcierto que apenas podía controlar.
Mañana mismo iré a ver a Yin Sheh a
pedirle explicaciones; le ordené que me enviara una joven, no una actriz, pensó antes de caer en un sueño profundo,
inesperado, como si hubiese tomado a sorbos
el elixir de la indiferencia y el olvido.
Cuando Kuo Sin, el loco del bosque escribía esta parte
de su historia, con certeza habrá presentido que durante generaciones y generaciones
de lectores, el horror se iría aproximando para placer de quienes lo consumen y
para espanto de los espíritus débiles y
mediocres que huyen de ciertas escenas y saltean las páginas.
Dice el libro que cuando el cansancio sacrificó sus temores y lo abandonó en los
mundos de las especulaciones oníricas, Mao Ling soñó
que las miles de mariposas que había almacenado durante toda su vida se
desprendían de los alfileres y salían volando hacia su libertad formando
extraños dibujos de sombras sobre el jardín y las casas vecinas. Soñó que la
mujer que dormía junto a él también era
una mariposa pronta a remontar su vuelo. Después no supo si seguía soñando o
había despertado o estaba completamente
loco cuando al sobresaltarse con las
primeras luces del alba, lo que estaba junto a él no era la figura de una
preciosa mujer sino los restos verdosos de una crisálida que apenas mantenía
las formas de una mujer todavía envuelta en sus ropas de noche.
Sobre las sábanas
se desplazaba una especie de baba amarillenta sobre la cual rodaban
cientos de pequeños huevecillos que a su tiempo se convertirían en verdes
orugas y luego en otras crisálidas en cuyo interior se gestarían otras
mujeres-mariposas y así hasta el fin de los tiempos.
Se levantó impulsado por el espanto y recorrió los
salones en donde conservaba su famosa colección pero las paredes estaban
vacías. Un olor sofocante llenaba la casa aunque en su pesadilla no era una
casa sino una trampa mortal en la que
había quedado prisionero.
¿Había copulado con una mujer-oruga? ¿Él había fertilizado a un ser proveniente de los
mundos celestiales, un ángel con forma de mujer que portaba en su carne una
mariposa que apenas vive un día y una noche?
Corrió y gritó de un lado a otro llamando a sus sirvientes
pero nadie acudió. Su última visión, por la amplia ventana que daba al oeste,
fue el de una inmensa mariposa roja, verde y amarilla que iba ascendiendo, alejándose de la tierra en
donde había dejado sus
huevos que en pocas horas darían luz a bellas criaturas de forma humana.
Al mediodía, en su reluciente rickshaw, acompañada por su portador y el guardián llegó Yin Sheh,
la anciana dueña del prostíbulo más lujoso de Shanghai. Tomó como sumo cuidado
las pequeñas larvas y las guardó en un recipiente de vidrio. En pocas horas
tendría suficientes jóvenes para abastecer a sus clientes ricos y
concupiscentes a cambio de miles de yinyuanes.
Junto al lecho, con su cara enmascarada por el espanto,
yacía el cuerpo sin vida de Mao Ling, el coleccionista de mariposas.
JUAN COLETTI
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