Caín
y Salomé fueron desposados en presencia de las Furias y luego transportados en
un aerófaro de plata hasta la Isla de Daimon, cuya piel es un desierto amarillo
y tiene en su corazón el lago Berian que oculta, en la tupida floresta de sus
costas, descomunales bestias rojas y velludas, de amplios ojos azules,
cuyo canto, semejante al de las ranas, es siempre preludio de nefastos sucesos.
La cábala gnóstica se refiere a dichos monstruos, hijos del
sortilegio de la boda de Caín y Salomé, a los que llaman Boria y a quienes se envía un diezmo de la violencia del mundo
para calmarlos y evitar que suban a vivir entre los hombres.
En las noches equinocciales, los progenitores de tan
perversos animales rivalizan en una representación teatral en la que Caín
interpreta el papel de Juan el Bautista y Salomé el de Abel. Mas, el dolor de
las heridas mortales que se infligen mutuamente, a través de los milenios, no
logra transformar sus impulsos monstruosos
en el ansiado instante de sosiego, porque la sacralización de la
ignominia que hicieron con el símbolo de sus vidas es superior al crimen y
carece de perdón.
Sin embargo, ellos, que son los modelos intactos de la
traición y la concupiscencia, han desafiado a Dios para que haga cumplir lo que
les fue revelado a los profetas de la
antigüedad.
Junto a las dunas de arenas volcánicas de la
Isla de Daimon, hay un lugar cuyo nombre recuerda a una antigua ciudad de Israel. Allí construyeron
Caín y Salomé y sus sangrientos hijos
una cruz que alumbra día y noche y esperan la llegada de un Extraño que los redimirá.
JUAN COLETTI
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