EL CÍRCULO DE CENIZAS


DÍA DE FIELES DIFUNTOS

        El sol, filtrándose a través del techo de cañas, formaba un tejido de líneas luminosas sobre los rostros bañados de sudor. Las botellas, con sus diferentes niveles de vino, marcaban los altibajos de la embriaguez y del olvido.
        Tarde de un dos de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, cuando los cementerios se visten de fiesta y un cinturón de sulkis, viejos automóviles, chatitas y bicicletas rodean su bulliciosa anatomía, adornada de multicolores coronas de flores de papel.

        En los quinchos, la concurrencia se reafirma en la voluntad de vivir, y ríos de asado, empanadas y vino se deslizan por las hambrientas gargantas.
        Día en que la Muerte se arranca su máscara feroz y dialoga francamente con la familia, complacida de tantas visitas, por tanta carne fresca que un día será suya. Con sus enormes ojos mira a cada uno, desde el alba hasta la noche y pone un tibio beso en algunas mejillas con su espléndida Marca que tiene un día y una hora precisos.
        Visto a la distancia, Florentino González, vestido de negro sobre el tordillo arisco, parecía la imagen de la Muerte tal como aparece en las xilografías de Víctor Delhez, surgiendo en el aire caliente de la tarde, con el rebenque acomodado sobre el muslo de la pierna derecha, blanco pañuelo al cuello flotando en el viento.
        El jinete se venía acercando escoltado por sus cinco perros, corte menesterosa pero fiel que lo seguía a todas partes al flanco del caballo que marchaba con desafiante paso.
        Martiniano Irusta  lo veía llegar y entre ambos un hilo del destino comenzaba a diagramar un mapa lleno de estrellas manchadas de sangre, flores de blancas azucenas sobre mujeres vestidas de luto.
        Dos ejemplares estampados por una idéntica voluntad, por una común, irrenunciable idea de amar a una misma mujer, aunque ese amor le perteneciera sólo a uno: aquel que supo cubrirla y protegerla y sembrarle el vientre joven con amorosos y juguetones niños. Ignorando que sus actos pueden ser la causa de infortunados hechos, que una hoja afilada puede abrir manantiales de tibia sangre y despertar la codicia de la Gran Enemiga, ambos talentosos vistiadores van estrechando el tiempo y el espacio de su predestinación.
        Pero Florentino González no se detuvo esta vez en el boliche de  don Benito Donoso, porque en alguna parte de la Gran Maquinaria, un quantum de energía aceleró o retardó la frecuencia de las ondas luminosas de sus ojos oscuros o tal vez porque el dos de noviembre la Muerte siembra banderas de paz entre sus hijos predilectos.
        Al paso del tordillo brioso de abundantes crines atravesó por la calle salitrosa y comenzó a disiparse en la enrarecida atmósfera de la siesta, haciéndose más y más pequeño en los estratos móviles del cálido espejismo.
        Martiniano lo siguió con aquellos ojos escrutadores que ahora miraban hacia adentro, hacia otras imágenes, en aquella tarde de marzo, quince años antes, para el bautismo de su ahijado Julián, tarde que se ocultaba en su memoria con sigilosa sensualidad. Veía a Filomena con su pelo lacio trenzado a un costado, sus grandes ojos negros, cebándole mates dulces a don Benito, alegre y provocativa, porque entones ella se pertenecía únicamente a sí misma y sabía que tenía dos gallos para probar su suerte.
        Los ojos de Martiniano se perdieron en el vacío pero continuaron mirando hacia los almacenes del tiempo ido, recordando aquella tarde cuando se cruzaron la ira y la ternura, el relámpago cruel del odio y el nacimiento de su amor definitivo. Como en la parábola de la flor de loto, cuya perfección surge sobre el barro y representa la irradiación explosiva del espíritu libre, así refulgía la estrella de Filomena en aquella melodiosa fiesta en Rodeo del Medio. Se movía de un lado a otro, en comedidos gestos de amistad y servicio, pero permanecía en la exacta medida del tiempo que concede a toda mujer el privilegio de la divinidad, paréntesis de gloria y de fortuna corporal en el que la muerte y la disipación han sido suplantadas.
        Todo hombre lo sabe y quisiera expresarlo de algún modo, con el instinto o con el canto, con mortificadas y esforzadas palabras, con el poder o con la magia. Martiniano Irusta y Florentino González tenían encendida en sus corazones la hoguera posesiva del deseo nunca escarmentado. Preciso sentimiento, primario y absolutista, que tapia la razón con enconados golpes y al que nada puede desalojar sino la propia satisfacción o la muerte.
        Cada uno a su turno la invitaban a bailar y la envolvían con el olor agrio del vino, con amplias manos entabacas, con resuelta malicia, nacida del hábito de dominar y poseer.
        Con un ligero golpe en el hombro su compadre Francisco Alcaraz regresó a Martiniano al Día de los Fieles Difuntos, acercándole la fuente de empanadas y la jarra de vino criollo, comedido y servicial como siempre.
        Ambos se sonrieron y brindaron de pie con otros comensales. Un brindis cuyo destinatario era el Señor del Dolor que ha depositado en todo hombre una hebra de luz para que lo reconozca en el momento silencioso de la partida.
        Martiniano y don Alcalde se mezclaron al grupo de jugadores. La taba iba y venía entre los billetes arrugados y sucios que depositaban en el suelo los apostadores. Un simple hueso con dos destinos, iba y volvía entre imprecaciones y risas, clavándose ahora de Suerte y luego de Revés.
        Martiniano colocaba la taba en la palma de su mano derecha y la sopesaba pausadamente, queriendo convencerse de que el azar es fruto del infortunio de los débiles y largaba el hueso más allá de la otra línea y al estallar el júbilo en esos rostros sudorosos de ojos enrojecidos por el vino, sabía que otra vez vencía a esa Vieja Maldita que lo andaba rondando desde niño.
        Le pareció gracioso comparar y de nuevo volvió a  aquella tarde de marzo, cuando el hueso del destino había caído a su lado con la marca de la Suerte, porque al filo de la medianoche, mientras el cansancio desplomaba a la gente, Filomena le había sellado con su precioso amor, un modo inevitable y único de morir.

DUELO EN CASA DE BENITO DONOSO

        La casa de Benito Donoso tenía un oculto signo de sal y de cenizas en algún rincón del patio. Un signo que bien podría ser el piadoso símbolo de la cruz o la afilada hoja de un cuchillo, porque la inescrutable voluntad de la Muerte determina la hora  precisa del adiós con anticipados ideogramas invisibles.
        Pascua y Jovita Donoso habían crecido desde la cuna envueltas en la niebla de aquellas periódicas fiestas familiares organizadas por su padre y llegaron a los treinta años con la misma inocente sonrisa de gemelas solteronas y tontas, siempre dispuestas a todo, como buenas samaritanas del amor y de la concupiscencia que eran. Únicas hijas,  compartían el cuadro familiar con la  amada ahijada de don Benito,  Filomena Alonso, ahora mujer de Martiniano, que muy de vez en cuando lo visitaba cuando bajaba en sulky con los niños a comprar en el almacén del pueblo.
        La mujer de Donoso había muerto veinte años antes, dejándolo con su apacible soledad, que él disfrazaba de alegría y de canto para amigos y parientes, en cada ocasión que representan los aniversarios y cumpleaños y todo pretexto para moviliza la sangre de las damajuanas.
        Martiniano siempre aceptaba la invitación de su suegro pero jamás traía a Filomena, insinuando respetuosos pretextos que don Benito aceptaba en silencio. Este domingo, Martiniano hubiera querido viajar con toda la familia y ofrecerle así una de las escasas alegrías que disfrutaban en conjunto. Pero había venido solo a Rodeo del Medio desde Villa Seca, de a caballo, traje azul y camisa blanca abierta bajo el cuello, chambergo compadrón, faja roja y delgada sobre la cintura sujetando el facón de empuñadura  plateada.
        Si el hombre, por medio de mecanismos superiores y desconocidos, comprende que ha llegado el fin de su Destino y al mismo tiempo intuye el modo de burlar su trayectoria, para escapar al tiempo y al lugar de su derrumbe, es natural un cambio de camino. Sin embargo, una parte sustancial del ego, que expresa su interés por lo ineluctable para sobrevivir con dignidad, rechaza siempre  esa jugada sucia que los dioses ofrecen a los pobres de espíritu.
        Durante quince años, dos hombres han rondado idénticos caminos; han pisado con sus caballos la misma huella, el mismo arbusto; se han sentado silenciosos en boliches y en casas de familia, sin mirarse jamás, sin provocarse, guardando cada uno la causa de su ferocidad reprimida.
        Durante todo ese tiempo han fabricado sueños de dispersión y de amistad imposibles, han ensayado vigorosos y valientes pasos de aproximación e hirientes contactos, por algo que siempre resulta imposible de comprender a quien esté fuera del circo de la enajenación amorosa.
        La memoria de Florentino González  no sabía contar cuántos domingos había sentido, en casa de don Benito Donoso, ese temblor de sus sentidos cuando Filomena salía de su pieza, peinada y oliendo a jabón y agua de colonia. Pascua y Jovita lo habían adivinado con inocultable envidia y en cada ocasión le prodigaban amorosas ojeadas que él sabía soslayar con impaciencia.
        Todos han vuelto a reunirse en esta casa que es hoy una estrella singular en el mapa salitroso de la llanura desértica mendocina. Juntos son más que uno y se frecuentan con la firmeza de una célula que no quiere desgarrarse y tampoco crecer. Reiteran sus actos porque ignoran que, a veces, vivir es sólo postergar.
        Sobre la parrilla humeaban los restos del asado y docenas de vasos a medio llenar se repartían como soldados ebrios sobre la mesa revestida de hule. Don Benito era un músico habilidoso que gustaba especialmente del mandolín y del requinto y con Antonio y Justo Arancibia improvisaban, de vez en cuando, un empeñoso conjunto.
        Las parejas bailaban bajo la sombra del parral impulsadas por la rítmica música y la progresiva cadena de piropos e insinuaciones en la medida en que el vino se acoplaba a la sangre y sembraba sus cargas de cansancio y torpeza.
        Martiniano conversaba con don Benito en un rincón del patio cuando se escuchó el chasquido de una cachetada y el llanto de Jovita, que corrió a su dormitorio tapándose el rostro con sus manos.
        La música cesó y como un remolino las parejas  se corrieron al costado de la improvisada pista de baile. Florentino González había quedado en el medio con aire desafiante y maligno, ancho y fornido como un toro negro y rabioso, dispuesto a la embestida.
        En tan brevísimo instante Martiniano Irusta tuvo tiempo sufriente para tomar conciencia de que el río de su ira había desbordado al fin, después de tantos años de callada espera. Se levantó de un salto y golpeó a González en el rostro, con el revés de su mano, práctica en demoler gigantes, con la exacta precisión que había medido durante tantos años de celosa antipatía.
        Florentino González se incorporó con la boca llena de sangre y sacó el cuchillo de la cintura mientras arremolinaba una manta en su mano izquierda. Se intercambiaron las palabras insultantes que solamente quienes pelean por su vida tienen derecho a  pronunciar, a modo de preámbulo y saludo, en el tiempo sufriente para estar preparados para el duelo.
        Se habían ubicado justo encima de aquel fatídico signo de sal y de cenizas dibujado bajo el piso de tierra y giraban a su alrededor apuntándose con ansiosas herramientas de carneo firmemente empuñadas.
        Se estudiaban atentos, como gallos de riña, y armoniosamente, semejantes a sincronizadas maquinarias, lanzaban periódicas cuchilladas que rondaban las auras luminosas de sus corazones.
        Se golpearon y tajearon una y otra vez con mística alegría, porque en esta cruel representación pública terminaba la atormentada espera y empezaba a disolverse el rencor que los unía. Espléndida sangre que brota  en delgados hilos sobre la camisa blanca de Martiniano, sobre el pañuelo bordado de Florentino, encerrados en un círculo de hombres y mujeres de ojos ausentes y llorosos.

EL CORDERITO

        A los ojos de los niños campesinos, los padecimientos de la infancia, su orfandad frente a un mundo hosco y severo, la dependencia al despotismo del trabajo y la escuela, los encadenamientos a viejas supersticiones y a un conocimiento elemental y mágico, no producen desgarramiento ni crítica alguna.
        Es la etapa en que ellos soportan su existencia con la bondad de un renunciamiento incomprensible  como si supieran, por fortuita sabiduría, que el mismo Universo se alimenta de los corazones puros. Es el tiempo, también, del predominio del Bien y del Mal, como unidad divina, absoluta e irreemplazable.
        Se aproximaba la hora del atardecer, cuando los sonidos parecen propagarse más nítidamente en el espacio, como la risa de los niños de otro rancho o el ladrido de los perros cimarrones que corren detrás de relampagueantes liebres. Jugueteaban por el angosto sendero de carros fijándose en el rostro una máscara de aroma de chilcas y pichanas.
        En el brasero encendido sobre el patio de la vieja casa de adobes, las chispas  desmenuzan con su chisporroteo la coraza de los negros carbones bajo la olla de hierro de tres patas.
        Filomena Alonso, acostumbrada a las tardes vacías del domingo, recalienta la comida que sobró del almuerzo. Tiene, a los treinta años, los mismos y brillantes ojos de su adolescencia, pero en su cuerpo ya hay  rastros de anticipada vejez.
        Martiniano se había ausentado esa mañana a Rodeo del Medio, de visita a su querido padre de crianza y padrino de bautismo don Benito Donoso, aprovechando que era día de elecciones. Lo esperaba con la ternura dulce que provoca la soledad y el deseo de amor y protección, para renovar la ceremonia y el voto indisoluble que lo justifica.
        Filomena y sus cuatro hijos cenaban callados  en la cocina. La luz débil del candil proyectaba vistosas sombras en las paredes y todo parecía así girar sobre el silencio, sobre las brusquedades interiores controladas por el ensimismamiento de la espera.
        Escucharon, lejano, el galope de un caballo. Estuvieron aguardando con los rostros vueltos hacia la puerta hasta que el sonido cesó.
        En lugar de ladrar, los perros comenzaron a gemir acurrucados bajo el alero y así permanecieron largo tiempo, emitiendo ese lastimero llanto animal, como sucede en vísperas de terremotos y de malos sucesos.
        Luego sólo quedó el ruido de los insectos de la noche y una enorme esfera de color naranja que ascendía al espacio desde las ciénagas.
        ¿Es necesario, acaso, el desconsuelo, para que el amor permanezca intacto más allá de toda circunstancia?
        ¿Por qué se cierra siempre la puerta de la comprensión al espíritu humano que únicamente exige una respuesta antes de perderse  en los laberintos del sueño?
        Filomena y sus hijos se habían deslizado suavemente hacia ese amplio valle que florece en vástagos deliciosos, en agitadas algas fluorescentes, en briosos ríos que van hacia el inconfundible mar de la serenidad. Manto que provoca vigorosos poderes en el corazón, sombra que corrige el dolor y abre los manantiales de las luces y las extrañas formas de las ensoñaciones.
        La voz, acaso un gemido, abrió una grieta en el sueño y penetró apenas por un instante. Luego se ensanchó hasta llegar precisa a la aldaba  de la mente. Filomena creyó escuchar un balido en el patio. En el momento en que los perros comenzaron a ladrar la voz quejosa del animal se hizo más clara. Filomena despertó a Sebastián y cubriéndose con un chal salieron al patio.
        La luna llena, cuya magia sensual provoca en la tierra estremecimientos  y apetitos genésicos, es al mismo tiempo el antiguo farol de incontables historias y así esa noche iluminaba en el patio el tembloroso cuerpo de un corderito acorralado por tres perros negros, un niño adolescente y aquella mujer que lo tomaba con su habitual ternura y lo conducía a un lugar seguro.
        La luna, es verdad, ha alumbrado muchos objetos sobre el mundo. Pero hay cosas que los Guardianes debieran ocultar antes de que un niño las descubra y sepa que el Diablo tiene existencia verdadera, que a veces posee aspecto de hombre, otras se arrastra como un bicho y se retrata en el molde que sella sus obras perversas con caracteres imborrables, para que todos sepan que quien se atreva a desafiarlo debe entregarle su sangre como fatal castigo.


EL DEGÜELLO
        Benito Donoso tomaba mate bajo el parral cuando divisó que por la huella se acercaba Filomena con sus hijos en el antiguo sulky tirado por la yegua mora.
        Dos kilómetros más abajo empezaban las lagunas salitrosas encadenadas a los campos fértiles por un collar de blancas osamentas de caballos que allí encontraban  su contacto con la perpetuidad de la tierra.
        Arriba, recortados bajo el cielo azul, sobrevolaban incansables los hambrientos chimangos, apestosas tumbas voladoras que profanan la claridad de la mañana.
        Don Benito tenía la solemnidad amable apropiada para explicar los sucesos infelices y con lágrimas en los ojos contó a Filomena lo sucedido el día anterior. Pascua y Jovita se sentían en parte culpables por haberse multiplicado en obsecuencias cariñosas hacia Florentino González y explicaban, entre accesos de llanto, las imágenes de la pelea. Vencidos por el cansancio y la pérdida de sangre, Martiniano y Florentino habían sido separados por los concurrentes y con la primera oscuridad ambos habían partido por caminos opuestos. Pero a la casa de Filomena no volvió ningún hombre. Nadie supo explicarle qué había ocurrido después y ese día pasó con la infructuosa búsqueda que hicieron algunos amigos de Benito por los caminos aledaños, incluida la costa de los pantanos.
        Hay mujeres que son la prolongación de las raíces de la tierra y llevan en las antenas de su sangre la capacidad de sentir los mensajes  de la naturaleza. Son, a su vez, ríos comunicantes y floración permanente. Resumen los secretos conocimientos del pasado y perciben las premoniciones y advertencias de los habitantes del mañana. Las sabias curanderas han transmitido desde  los tiempos luminosos de la medicina egipcia la creencia de que tales hembras reciben ese don por efectos del divino azar, cuando sobre el vientre de sus madres se ha entrecruzado el aroma del pan recién horneado bajo la luz de un arcoiris.
        Filomena Alonso pertenecía a la fraternidad de mujeres cuyo destino es hacer resonar sobre el mundo las antiguas campanas de la piedad y por cuya fortaleza y misericordia sus hijos se proyectan más allá del círculo de la bestialidad. Ellas han ofertado el cáliz de su sangre a la bondadosa cruz del amor humano y es por ese motivo que siguen solitarias cuando el destino las desengancha del campo del deseo.
        Mientras regresaba con sus hijos somnolientos, Filomena no podía apartar su visión interior de aquellas imágenes que había ido formando a lo largo de los años con partículas de sueños y de supersticiones. Una pesada ofensiva de presentimientos trágicos a la que ella oponía, inútilmente, secretas lágrimas y ofrendas de esperanza.
        Los perros se adelantaron a recibirlos cuando ya la noche se hacía más profunda y el lomo de una luna gigante asomaba en el horizonte. La casa parecía estar suspendida en una gota hueca de silencio gris y apenas encendió el candil las sombras descendieron desde el techo y se apretujaron en los rincones del viejo caserón de adobes.
        Una hebra de la Gran Telaraña se ha enganchado en este oscuro rincón del mundo y por ella descienden enjambres de voraces criaturas adiestradas en el faenamiento de la alegría. Elementales gotas de violencia, aliento susurrante de arañas parásitas, ácidos corrosivos que destilan sobre el pétalo de inocentes rosas.
        Filomena yacía en su cama rodeada por sus cuatro vástagos que se agrupaban junto a ella para mamar la fe del próximo día y desalentar con el calor de sus cuerpos a los visitantes de la noche. Había destrenzado su larga cabellera que reposaba sobre sus pechos agotados y avanzaba lentamente hacia los mundos marginales de la conciencia, con una firme voluntad de exilio de la razón, con gesto de desprecio por la memoria de las cosas.
        Se quedó dormida suspendida en la hamaca de los sueños gentiles y amables del cansancio. Sus sentidos se cerraron lentamente como los pétalos de las flores solares y se borró a sí misma de la nómina de seres afligidos, refugiada en las secretas cuevas de las dimensiones paralelas.
        Por eso no escuchó el ladrido endemoniado de los perros, no se alarmó por el relincho de un caballo ni sintió el lastimero balido del corderito en su corral. No vio a nadie ni prestó atención a las risas grotescas ni percibió ese terrible grito de dolor que antecedió a  la aurora.
        Filomena despertaría más tarde, arrastrada por  irresistibles presentimientos y correría enajenada de dolor hacia los corrales para ver a Martiniano caído de bruces sobre un charco de sangre, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo recién degollado de un  corderito.

EL AMANECER

        Rosalía Aguirre llegó acompañada de su hermano Ramón al velorio de Martiniano Irusta, conservando a despecho de los años aquel porte de mujer indispensable, entre arisca y generosa, nacida de las epopeyas del amor y la amistad.
        El hombre que Rosalía había amado en otro tiempo permanecía  ahora, inmóvil,  entre las  cuatro maderas de un rústico ataúd. Era sólo una imagen  apuñaleada, pálida y fría, mientras la semilla de su corazón remontaba como una cometa hacia lo desconocido buscando una tierra prometida para volver a germinar.
        Hombres y mujeres que describen con sencillos acontecimientos parábolas inimitables de vida. Que nacen y se cruzan, se aman y despiden, girando siempre sobre la misma línea inevitable que no pueden franquear sin la firme compañía de los Ángeles Protectores.
        Frente a la casa de Martiniano y Filomena se estacionaban varios carruajes, caballos ensillados y un camión Ford 1935 que haría de coche fúnebre, mientras los niños correteaban por el amplio patio, indiferentes a los llantos y a las despedidas de los adultos.
        Luego la caravana enfiló hacia Rodeo el Medio, al paso del trote de los caballos. Don Benito Donoso conducía la yegua mora apretujado entre Pascua y Jovita que se turnaban para consolar a  Filomena.
        Ceremonia precaria y solemne que a veces es posible contemplar entre gentes de campo para quienes cada final es un anticipo del Gran Juicio a cuyo término los eslabones de la sangre y del amor se reunificarán formando un solo cuerpo de inconcebible perpetuidad.
        Era ese día un Domingo de Ramos y frente al cementerio los quinchos se colmaban de hombres que se agasajaban a sí mismos mientras sus mujeres depositaban flores en la otra orilla de la calle. En la puerta de la región inevitable estaba la misma anciana comedida que aparentaba vender flores con sus ojitos maliciosos  mientras practicaba su oficio de observar y recordar sin impaciencia. Ahora a esta hermosa muchacha de pelo rubio, al instante al anciano de manos atrofiadas, luego al pequeño bebé de la joven señora que camina acariciándolo.
        Mientras el cortejo ingresa a paso lento al cementerio transportando el ataúd de Martiniano, la figura del jinete que se aproxima por la calle se agranda paso a paso, agitando el polvo bajo los cascos del caballo tordillo y el trote de los cinco perros  guardianes.
        Florentino González, a quien llaman el Chino, tiene pómulos redondos y salientes bajo unos ojos diminutos, rostro lampiño y pálido. Gusta vestir siempre de negro y lleva al cuello un pañuelo blanco con un clavel bordado. Cinturón con monedas de oro, montura, freno, espuelas y rebenque de plata. Hombre de poco hablar, no es amigo de nadie ni tampoco enemigo y vive en algún lugar que todos desconocen, asistente vitalicio en toda fiesta, es elegante y compadrito sin ostentación, provoca el ardor en las mujeres y el rencor en los hombres. A veces, cuando le reiteran hasta la humildad el pedido, canta viejas canciones de la tierra con dulce voz y entre sus manos la guitarra emite rítmicos sonidos y melodiosos preludios que nadie ha podido imitar.
        Se cruzó con el entierro y levantando apenas el ala de su sombrero movió la cabeza en señal de fraternal saludo y continuó su paso al trote lento del caballo seguido de sus perros pretorianos hacia algún lugar que él sólo conocía.
        Cumplida la triste obra de abandonar bajo la tierra al hombre que la había cobijado con su gallardo porte durante tantos años, Filomena se despidió de sus amigos y parientes y volvió con su padre y hermanas a establecer una nueva señal para su vida.
        Los sufrimientos de estos últimos días han hecho resurgir en ella la fuerza victoriosa de su antigua belleza, armonizando sus sentidos, puliendo su pálida piel y resucitando la mirada amorosa de sus ojos.
       
LA ADOLESCENCIA DE LIDIA

        Lidia Irusta heredó de su madre el patrón gemelo de extraña belleza que, alojado en el centro de convergencia de su predestinación, la impulsaría, a pesar suyo, a participar como espíritu cautivo del Círculo de Cenizas. Ella, como tantos otros seres que componen la congregación de hombres y mujeres que no pudieron vencer, a través de continuas reencarnaciones, los impulsos  del amor despótico, vivía dentro de un área de paz que provenía de sus inspiraciones religiosas, mezcladas con abstracciones metafísicas primarias y el poderoso instinto de la carne.
        Lejanos le parecían los años de la misteriosa muerte de su padre, de la que Filomena jamás le habló. Dispersos en su joven memoria aparecían los fragmentos de una vida campesina, rústica y pobre; la muerte de su abuelo don Benito Donoso, los bondadosos gestos de sus tías abuelas, el florecimiento de su cuerpo adolescente, las formas y medidas de las cosas y de los presentimientos. Ajuste de sensaciones inexplicables que se autorregulan por el desafío y la inseguridad que se les opone, por la osadía de quererlo todo y por la angustia que suprime y aísla.
        Recordaba por su porte a Martiniano. Alta, espigada, de ojos socarrones y provocativos, con esa apariencia sigilosa y amable al desplazarse, incitaría el advenimiento de agentes moderadores de la dicha. Porque, sin duda, alguna falla, tal vez un descuido en los sistemas que controlan la admisión a la Tierra, alguna tubería astral desacoplada del infierno y aspirando gérmenes del séptimo cielo o la inexplicable ausencia de Guardianes Invisibles  en la boca del túnel que proviene del Sol, habrían dejado pasar  parte de una sustancia de la que estaba compuesta la naturaleza de Lidia. Aromas y perfiles, gestos y sonidos, reflejos de sus ojos, repentinas alegrías angélicas. Vivía continuamente absorta en su visión interior, sin saber que la atracción desmesurada que producía su cuerpo irritaba a las bestias humanas del contorno. Y cuando por momentos volcaba sus ojos hacia el mundo, se estremecía de terror ante la vista de los ojos lascivos de los depredadores.
        Si Lidia hubiese nacido en una gran ciudad, su presencia habría provocado alguno de los vergonzosos incidentes de los que a veces habla la historia. A su paso, hombres intrépidos y audaces poetas, ricos y dignatarios, nobles y plebeyos, se habrían matado unos a otros por poseerla o abierto el corazón a cuchilladas para olvidarla. Pero no fue así, de ninguna manera, ya que Lidia nació en territorios cuya frontera era el vacío y el silencio absolutos. Permaneció en la simplicidad de la vida de campo, trabajando en la chacra con sus hermanos y haciendo de cada día una forma sistemática de aproximación a la desgracia.
        Volvieron años después a vivir en Rodeo del Medio, en la Calle Larga. El antiguo boliche de don Benito Moroso era ahora almacén de ramos generales, regenteado por aquellas dos hermanas de pelo blanco,  y abundantes proporciones. Pascua y Jovita habían entrado a los años duros de la primera vejez con la firme voluntad de no desaprovechar la tontería y la ignorancia ajena. Buenas administradoras y recalcitrantes jugadores de naipe, cobijaron a Filomena y a sus cuatro  hijos en los duros años de la insoportable soledad. Caritativo modo de compensar lo que en otros tiempos era fuente de remordimientos y vergüenza.
        Filomena redujo la fuerza de sus antiguos dones de belleza y alegría al servicio silencioso, humilde y voluntario del trabajo casero, encargándose de la limpieza, la comida y el orden de la casa. Herederos por indicaciones de la necesidad, los niños crecieron alternando la escuela con los trabajos en la huerta, el parral de uva criolla y los mandados menores.
        Lidia ocupaba ahora, en el concierto familiar, el lugar de privilegio que quince años antes tuvo su madre; posición establecida por reglas secretas e infalibles que modelan siempre el orden de las cosas valiosas. Lidia como centro, compaginando la rutina mediocre y absurda con su preciosa belleza, las enfermedades y los desniveles económicos, las hojas de los días del devenir. Todos estaban atrapados por ella en la medida de tiempo que asegura una excitante permanencia en cuyo vórtice puede admirarse el ojo vigilante de lo perpetuo. 
        Cierta tarde, mientras Lidia miraba hacia los próximos pantanos, perdidos sus ojos en la búsqueda de desterradas imágenes del pasado de otros seres, sus sentidos se expandieron hacia el aire cálido y perfumado de septiembre y retornaron cargados con el polvo dorado de la sensualidad psíquica de los dioses. Primer presentimiento de la aproximación del exterminio, grieta que se abre, de pronto, sobre los velos protectores, ventana desplegada desde su cielo azul hacia el horizonte rojo, cruel y destructivo.
        Sintió el aroma de su pelo recién lavado y bajando los ojos recorrió la suave ondulación de sus pequeños y gemelos senos. El aire se marcaba con el aroma de la corteza de los sauces, la tierra salitrosa y el pan que se horneaba. Desde lejos, amplificada en el delicioso pétalo del sol, dos ojos comenzaron a escrutarla, a fijarla en la idea, a dominarla.
        Puso una mano extendida a modo de visera para ver mejor aquella silueta que se recortaba  sobre la huella polvorienta. El hombre, vestido de negro, montado sobre su brioso tordillo y precediendo a los cinco perros, se acercaba, sin prisa, hacia las casas.

JUAN COLETTI


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