EL PERFECCIONADOR


PRIMER MOVIMIENTO

        -Quiero un amor –dijo el soldado.
        -Traidor.
        -Quiero un amor –dijo el soldado y arrojó su fusil.
        -La guerra es un amor precioso, y las medallas de la sangre ajena, el testimonio de la supervivencia.
        El soldado se despojó de su uniforme y se tendió desnudo a la sombra de los álamos.
        -Traidor –le repitieron, y se marcharon a morir.
        -Roja viene el agua del río –dijo el soldado y humedeció sus manos en las aguas sangrientas.
        A la noche vio cómo las Hormigas Metálicas recogían cadáveres y al amanecer aún ardían los promontorios de carne.
        -Te daré un hijo-dijo la mujer del soldado, tendidos en un lecho de blancos plumones de pájaros.
        -Amor –dijo el soldado-, amor-. Y recogió frutillas mojadas de rocío. Rojas frutillas que crecían entre los blancos huesos derrumbados de los hombres.
        -Mira –gritó la mujer-, viene un espíritu.
        El Gran Hombre descendía hacia ellos batiendo sus transparentes alas de fino cristal. Se posó suavemente y se dirigió hacia la pareja levitando sobre la tierna hierba.
        -Señor –dijo el soldado, arrodillándose-, ella es mi mujer y guarda en su vientre crisantemos de estrellas que se pliegan, la fuerza de los rayos, la ternura del otoño, océanos de sangre planetaria.
        -He descendido –dijo el mensajero- de los azules océanos cósmicos para anunciar a vuestra raza la llegada del Amado, del Gran Visitador de los Mundos Habitados. Ya viene, guiado por el resplandor de los soles gigantes. A su paso los Seres Estelares derrumban sus luminarias, los Maestros repliegan sus conciencias, las vírgenes praderas de los mundos en germen se alimentan con su preciosa aura  de piedad.
        -Anunciador –dijo la mujer-, yo soy la madre de Aquel que vendrá. Él habita en mí y yo en Él en concéntricas esferas de mutua fidelidad. En mi voto de amor guardo el secreto de su Destino, mi carne lo preserva con exquisito goce y su viaje consciente por las constelaciones de mis células me hiere con una tempestad de gracia. 
        -Madre –dijo el Gran Hombre-,  deja que te reverencie. –Y tendido sobre el polvo besó los pies descalzos de la Progenitora.
        -Esposa mía, está lloviendo. Llenaré las calabazas con el agua del cielo. ¿Duerme el niño?
        -Sí. Ve a un buscar un racimo de miel para cuando despierte.
        Por las ciénagas navegaban silenciosas las canoas de los Verdugos. Verdes y astutos sapos, víboras de fuego, blancos esqueletos fosforescentes de antiguos guerreros.
        -Encenderé  el fuego, ya viene la noche. Mira, esposa amada,  cómo brillan las esféricas ciudades de metal de los hombres alados. Muéstraselas a nuestro hijo.
        -Mira, mi pequeño, las siete lunas de la Tierra.
        -¿Debo morir ya? –preguntó el soldado a los Verdugos.
        -Sí, ahora mismo, en cumplimiento de los viejos designios, antes de que sean derogadas las leyes que te condenan.  
        De un golpe quebraron los circuitos de energía y dejando su sangre derramada en círculo regresaron en sus silenciosas barcas a través de los pantanos.
        -Madre, ha cesado la lluvia. Vámonos.
        Los habitantes de la gran ciudad terrestre vieron avanzar por la ancha carretera a un hermoso joven, cubierto por una túnica roja. Montaba un caballo blanco y en su mano empuñaba una espada de acero resplandeciente.
        Llegó la biselada bruma del eclipse solar. Las siete lunas giraban en el ceniciento océano del cielo. Los gallos cantaron en la medianoche del día las coplas de la resurrección y todos los muertos despertaron en sus tumbas para pronunciar las alabanzas y retornaron a dormir.
        Los Grandes Hombres descendían batiendo sus iridiscentes alas de aluminio pulido. Venían de las barcazas estelares a constituir junto al Amado el coro de las regeneraciones celulares, el laboratorio de la palingenesia colectiva.
        Los ejércitos profesionales y los Verdugos regresaban sigilosos  hacia la ciudad para sitiarla con sus mortíferas y pestilentes armas.
        Las Hormigas Metálicas recogían leña para las cremaciones. La Gran Batalla iba a comenzar.

SEGUNDO MOVIMIENTO

        La Gran Guerra se prolongó hasta que los Grandes Hombres, combatiendo junto al joven Príncipe de los Cielos Remotos, exterminaron a los enemigos de las poblaciones terrestres.
        Concluida la cremación de los muertos, las Hormigas Metálicas fueron desmanteladas y arrojadas al fondo de los océanos.
        Las degradaciones de la carne y las cenizas introdujeron una perdurable belleza en las vegetaciones. Las flores adquirieron la inteligencia necesaria y generaron afiladas espinas de extraños colores suficientes para adquirir una precaria inmortalidad.
        Los sobrevivientes de la guerra fueron entremezclados por media de una cirugía cibernética realizada en grandes pabellones instalados en frescos y frondosos bosques. Así, desde entones, cada hombre poseía un ojo de otro hombre, un brazo del hermano, el corazón de la mujer amada, la sangre de un amigo.
        Nadie quedó sin ser mezclado al Gran Cuerpo. Algunos, ineptos para incorporarse a la estructura deificante, destrozaban sus injertos y caían a la Fosa del Olvido de los Mundos Antiguos.
        -Debo regresar –anunció el Gran Maestro al coro de los Grandes Hombres Alados, y de inmediato se disolvió en la perfección de lo Absoluto.
        Desde las esféricas ciudades de bruñido metal que circunnavegaban el aura terrestre, los habitantes de las siete lunas vieron, de pronto, como toda la superficie visible de la Tierra se envolvía en una capa de blanquísima luz y una inhumana fragancia perturbaba sus corazones.
        De este modo fue generada una felicidad periódica, sujeta al ritmo de las divinas revelaciones, y los hombres, por mucho tiempo, gozaron de la penetrante alegría de convivir en sus partículas progresivamente aumentadas en las sucesivas particiones genéticas. Hasta que un tiempo después, la cariocinesis  natural llegó al límite, a la completación definitiva y todos los hombres se fundieron en la Rosa Dorada, en el perdurable mandala de los sueños y las iluminaciones.


TERCER MOVIMIENTO  

        -Quiero un fusil –dijo el soldado y se cubrió con su uniforme de combate.
        En la Fosa del Olvido de los Mundos Antiguos, sombras claroscuras se erguían trémulas hacia las corrientes de energía del Deseo. Los Verdugos abrían sus rumbas y las Hormigas Metálicas, autocomandadas por sus odios congénitos, trepaban por las plataformas submarinas y se dirigían presurosas hacia las nuevas ciudades de los hombres.
        -Dulce amor –dijo el soldado  y se tendió gozoso en las trincheras, cubierto de sangre. 


JUAN COLETTI

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