INTERSECCIÓN


            Hace algunos años, desamparado por la ausencia de realización espiritual, me refugié en la lectura de libros orientales escritos para idiotas occidentales. Desconociendo entonces mi paralítica postura intelectual, me di por entero a la interpretación de ciertos fenómenos, como el de la reencarnación, que al comienzo proporcionó beatíficas justificaciones a mi somnolienta existencia. Torné a una vida gustosamente contemplativa, remedando posturas y meditaciones budistas hasta que un precioso día de septiembre, mientras me hallaba absorto en la contemplación de la iridiscencia de las afiladas espinas de un cacto, me cubrió la amarga noche de la duda.

        Desde entonces trabajé durante años construyendo una nómina de sustancias y fenómenos antinómicos, analicé la paradoja de las contradicciones, el flujo y el reflujo de las dimensiones. Este apetito de vivir, nutriéndome del conocimiento, me condujo después a observar la vida social de los hombres desde una ventana a la que ellos no tenían acceso. Ataviado con miserables ropas vagué durante años por las oscuras napas del hormiguero humano, conviviendo con aquellos que estaban, según lo comprendí después, en la retaguardia de acceso al plano de conciencia moral. De ese período experimental extraje las historias que cuento en mi libro “El Orden Material”, una de las cuales, tal vez la más conmovedora, es aquella que narra el encuentro de dos hombres atávicos cuyos destinos se cruzaron en una reyerta originada por cuestiones aparentemente triviales  que, bajo la evidencia de mis conocimientos, no lo eran.
        Un hombre persigue a otro a través del tiempo y en forma sucesiva en diferentes vidas. Cuando le da alcance solo queda la anécdota, la cual dice que atacó sin mediar palabra. Esto no es posible. Ha existido entre ellos un prolongado diálogo referido a una circunstancia precisa y única. Cuando entregó a la policía, Silvestre Flores afirmó que reivindicaba, con su gesto de hombría, el honor. El otro, cuyo cuerpo quedó tendido en la puerta de un boliche, apenas cubierto por hojas de diario, se llamaba Asdrúbal Fuentes Ovejero, de profesión forastero, chileno, sin más señas.
        Para la sociedad civil, este demoledor encuentro a punta de cuchillo quedó dormido en la carátula de un expediente judicial. Yo, que fui testigo, puedo decir que la verdadera víctima fue el hombre que mató y que el otro, cuya alma emigró por los túneles silenciosos de la ultratumba, culminó una experiencia iniciada en el caos y sellada con la victoriosa entrega de su vida.
        De aquellas visiones personales comprendí lo difícil que es administrar justicia y me pareció que ciertos códigos son muy incompletos al juzgar con parcialidad los efectos y desconocer las causas. Cuántos hechos denotan así un significado opuesto al tradicional y qué vigorosos y libres parecen algunos transgresores.
        Me he reintegrado a mi ansiosa búsqueda interior y ya no quiero regresar a la contemplación  de la vida personal de mis semejantes. Oscilo entre la credulidad y la duda y tengo, alternativamente, visiones de completa comprensión y otras en que todo es confuso y carente de significado.
        Siento por momentos la tentación de enarbolar las banderas del pensamiento de Swami Shankaralanda y repetir a todos los vientos:
        “He sido sacerdote de la luz y por mi concupiscencia me convertí en mago y en faquir. He mendigado por las calles de Calcuta enfermo de lepra y de espanto, me he saturado de puercos sentimientos y de justificaciones, he sentido odio y también piedad, he robado y al mismo tiempo entregado a la caridad del amor. Viendo que todo es ilusión permanezco con mi corazón envuelto en llamas, iluminando mi vacilante paso y mi esperanza”.

JUAN COLETTI


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