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Contemplo estos trigales al sur de Santa
Fe, bajo un cielo transparente. El camino de
carros y el aleteo incesante de las mariposas se funden con la alegría
de mi visión profética.
¿Soy, acaso, yo mismo contemplando el
paisaje o estoy mirando veinte años antes el mismo lugar que contemplará mi
hijo en un día semejante sintiendo muy dentro
que alguna vez ya estuvo aquí?
El aire cálido y húmedo del sudeste
apenas agita las espigas maduras. Más allá,
la silueta de las verdes lomas de Tampico y los lentos tractores
abriendo en la llanura surcos colmados de pájaros hambrientos.
No tengo adonde ir. Ahora que todo
parece haber concluido, me siento
impulsado por graves manifestaciones de alegría interior, como si hubiera
salido del encierro de una oscura crisálida.
Quiero permanecer aquí para volver a
unir el hilo de mis sueños. Quiero descentrar la causa de esta anomalía de mi
naturaleza empeñada en la contemplación de la belleza cuando mi razón me expone
el lógico desprecio por las formas cambiantes de la Gran Destructora. Pero insisto
en asirme pleno de júbilo al estallido de mis sensaciones porque estoy
convencido de que es un puente que algún día cruzaré, un puente construido de
luz y de deseos.
He aprendido a lo largo de estos últimos
años claras lecciones de autoperfección y con gruesos trazados tengo ahora el
boceto de una nueva filosofía que me lanza siempre a la superficie, como un
salvavidas.
El proceso posee ahora la compañía de
los viejos símbolos del hombre, tan del pasado y del futuro, presente en los
sueños donde me instruyo a mí mismo procurando, a veces con impiedad, que se
abran los contactos y se ponga en marcha la unidad recuperadora.
Todo el trabajo consiste en una sencilla
operación, mezcla de voluntad y silenciosos vuelos de la conciencia.
Así he llegado hasta aquí, vagando de un pueblo a
otro, en esta mañana que tiene una luz diferente y un silencio contagioso que
me va invadiendo como el apagarse lento de una vela.
Debo continuar y olvidar, soltarme sin
temor hacia un abismo interminable, hacia el ilimitado universo que descubrí en
la infancia para volver a preguntarme como a los siete años: “Si nada existiera, ¿qué existiría?
Comprendo que el conocimiento es
solamente una suma de datos y valores sin objeto, que toda la cultura tiene la
elemental función de hacer del hombre un explorador que se busca así mismo
desde el momento en que le fue revelado: “No
me buscarías si ya no me hubieses encontrado”.
Frente a mí la asfaltada carretera y los
postes del teléfono se extienden hacia la bruma del mediodía. Me siento como un
niño que nada sabe, que ha depositado la confianza de vivir en la voluntad de
una madre perfecta y amplísima. Siento que permanezco dentro de una cúpula
geodésica hecha de una sustancia impenetrable donde nada puede hacerme daño,
donde nadie logrará que sienta pena de vivir.
Al fin mi corazón se extiende en
círculos de armoniosos sonidos y me disuelvo en polvo de luz solar sobre
espigas de pan que ondulan como un amable lago.
JUAN COLETTI
Campos de espigas de oro surcan los caminos. Y es cierto,volver a vivir como cuando veíamos las grandes extensiones pintados de un amarillo intenso lleno de vida !. Hoy me siguen sorprendiendo con su intenso color y su sabor a vida !!!
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