LOS MALES DE ESTE MUNDO


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Del apotegma hermético,  que los místicos egipcios formulan como embrión y emblema de su filosofía, obtuvo Witold Jaruleski las bases para iniciar una alucinante investigación que culmina en su encuentro con la estigmatizada María Waleska en un suburbio de Varsovia.
       “Así como arriba es abajo, así  como abajo es arriba”
 expresión atribuida a Hermes Trismegisto, constituye al mismo tiempo la bipolaridad y el eje del fenómeno de la vida, no como históricamente ha sido concebida y expresada por los sabios de Occidente durante los últimos dos mil años sino como una compleja y dinámica esfericidad que encierra el alfa y el omega; el uno y el infinito; todo y todas las cosas; la vida y la muerte; el bien y el mal; las preguntas y las respuestas verdaderas; los gérmenes, el tallo, la flor y las cenizas de todo cuanto existe, existió o está en potencia generándose; lo accesible y lo inasible; un Universo finito pero ilimitado, flotando en el océano de la inmarcesible y absoluta Nada.
       Por el carácter casi herético de sus investigaciones que tanto se alejaron de los métodos conservadores de sus contemporáneos, adictos al realismo socialista, Jaruleski no puede ser definido como un científico ortodoxo. Su doctorado en medicina en la Universidad de Poznan y los posteriores cursos de perfeccionamiento en matemáticas, psicología y física realizados en Moscú y Viena no le fueron suficientes para acreditarse como un individuo racionalmente aceptable en las universidades oficiales de Europa.
       Su encuentro con la dulce María Waleska produjo una ruptura  total con el andamiaje sobre el que estado caminando durante treinta años de prolijas y decepcionantes investigaciones. La delgadísima capa que cubre como un barniz el oscilante mundo de la racionalidad se disolvió abruptamente abriéndole de par en par las puertas  de la luz astral.
       Durante más de dos años mantuvo periódicas entrevistas con la estigmatizada, anotando con rigor cada palabra, cada experiencia, el menor indicio de una respuesta. Ese esfuerzo, que consumió la mayor parte de sus energías vitales, fue volcado a la redacción de una anticientífica anatomía de la realidad que es su libro Colisión del que Wladyslaw Wojtkun dijo era “la más irracional, periférica, increíble y desorientada labor de una mente humana”.
       La lectura del libro pone en evidencia que tanto Jaruleski como María Waleska, siendo los irremplazables protagonistas de una formidable odisea, hacen el mayor esfuerzo para pasar a un plano secundario. Los hechos posteriores les dieron la razón y justificaron la natural humildad en que permanecían. Es que ellos habían descubierto nada menos que una nueva visión del mundo. Eran los primeros seres de la Tierra en poseer las Llaves que permiten el ingreso al Reino de los Cielos en todo cuanto esto puede significar como símbolo y realidad.
       La lectura de Colisión nos proporciona una suma de fantásticos relatos, proféticas anticipaciones y advertencias; pero donde el misterio brilla con su mayor esplendor es cuando enfoca la propia vida de estos extraordinarios ejemplares de la especie humana.
       Todo está guardado en una esfera de la que no escapa un átomo de gas. Este es el universo finito pero ilimitado descrito por la ciencia y al mismo tiempo el cuerpo, la sangre y el espíritu de nuestra Divina Madre. Postrada a los pies de la Madona Negra de Czestochwa, siento que atraviesan mi cuerpo y mi alma sus revelaciones, y que nada puedo hacer para impedir que el dolor de los estigmas de la Cruz me recompense con el manto de su luz divina.
En uno de los capítulos titulado Los males de este mundo, Jaruleski dice que la alteración del ecosistema planetario provoca riesgos jamás imaginados por la humanidad actual. Transcribe textualmente una de las sesiones con María Waleska: El mundo de los hombres está infectado; pero igualmente lo está el cielo de las almas. Ellas, nuestras “almas”, provienen de una dimensión que al igual que la Tierra está ahora completamente sucia. Por primera vez, en millones de años solares, vamos y venimos portando gérmenes de autodestrucción. Cada cuerpo recibe su alma en un recipiente análogo y a la vez el genio del alma diseña la arquitectura de su cuerpo. Hay males que van desde la Tierra al Cielo; pero los más terribles, los que nadie puede curar, son enfermedades que provienen del mundo astral. La lepra y el cáncer, las enfermedades mentales, la degeneración de la piel, ciertas formas de la ceguera y en especial el aumento creciente de discapacitados son apenas una sombra del mal que se infiltra en la Tierra a través de la reencarnación incontrolada. Los deformes teratos, verdaderos monstruos y larvas que aterran a los médicos y enfermeras en las salas de parto de los hospitales, son otra prueba de la ininterrumpida declinación de la vida real.
A medida que se profundiza en la lectura del libro se advierte que Jaruleski asume dos posiciones respecto de las profecías y visiones de María Waleska. Dos actitudes en las que el experimentador y el sujeto se confunden con el objeto de la investigación a tal punto que se ignora el justo límite en que se tocan los relatos de la exploradora y las reflexiones del científico. A la transcripción aparentemente literal de los monólogos, donde se registra una estremecedora experiencia sobrehumana, sigue la interpolación de apuntes y comentarios que Jaruleski hace sobre lo que está aconteciendo. Por momentos aparece como exaltado, más allá de lo que debiera admitirse en un racionalista del siglo veinte, pero lo que está sucediendo ante su atónita conciencia lo hace exclamar: Estoy convencido de que estamos a punto de encontrar, finalmente, las Puertas del Paraíso,  no por el ejercicio de la clarividencia, don paranormal por el que algunos privilegiados han podido gozar de la visión del Edén Pedido, el mítico Origen descripto en los textos que nos legaron los Antiguos, sino por la penetración totalitaria y volitiva de nuestro ser. Esto significa la alternativa de máximo riesgo en el desplazamiento de la corporeidad hacia dimensiones que completan lo que todavía consideramos nuestra única a inalterable realidad. El instinto de supervivencia biológica impulsado por el más profundo e irreflexivo automatismo quiere que se revele el secreto de los dogmas. La desaparición del cadáver de Cristo y la elevación de María en cuerpo y alma hacia el verdadero Cielo forman parte de las respuestas que buscamos desde nuestro Primer Instante.
La anciana visionaria parece por momentos vacilar y se estremece como si padeciera convulsiones eléctricas. La sangre brota con violencia de sus estigmas crísticos y es necesario interrumpir las sesiones para lavar su cuerpo y hacerla descansar. El esfuerzo que realiza tras uno y otro intento es extenuante, pero ya entonces el proceso de transmutación se está tornando irreversible. Estos altibajos se reflejan textualmente en el libro señalando pasajes en donde las palabras recorren suavemente una línea apenas ondulada para dar paso, súbitamente, a oscuras alegorías a las que Jaruleski en ningún momento se esfuerza por explicar como si la intención fuera ocultar parte de las claves que domina.
Para la mayoría es posible que la lectura de Colisión resulte un ejercicio agotador, una auténtica pérdida de dinero y de tiempo; para otros puede que signifique una serie de relatos fantásticos sin conexión entre sí, un juego literario de excelente nivel, pero nada más. Para una singular minoría, el estudio minucioso de este invalorable texto puede ser el hallazgo de claves y señales que los aproxime, por lo menos, a lo que para María Waleska fue experimentar “en carne propia” el aforismo del Sagrado Zohar: “Todo en el mundo está dividido en dos partes, de las cuales una es visible y la otra invisible. Aquello visible no es sino el reflejo de lo invisible”.
Pero mirarse en el espejo y hacer que la imagen del espejo se vea a sí misma reflejada es la etapa final de un largo proceso de sufrimiento y desintegración, que comienza cuando los mecanismos selectores de la vocación se ponen en movimiento y conducen a María Waleska a través de un periplo que contradice la esencia misma de las leyes de nuestra cristalizada realidad. Escuchémosla cuando habla de los “comedores de arañas”: Reposaba mi cuerpo suavemente como lo hago siempre que deseo penetrar a voluntad al otro lado de las cosas y aguardaba, con cierta inquietud, el momento de abrir los ojos interiores. Al comienzo tropiezo con los rizos serpenteantes, el espejismo de las imágenes eidéticas y el entrecruzamiento de fuerzas magnéticas opuestas que interrumpen mi camino, desorientándome. En medio de ese remolino desgarrador trato de serenarme y sorpresivamente, como si fuese transportada sobre un palanquín invisible, mi cuerpo se traslada a una velocidad creciente y se interna en un espacio gris, brumoso, vacío de emociones. Barrida por una suerte de viento vigoroso, bruscamente la niebla se disipa y me encuentro ante un ilimitado desierto de arenas amarillas y ocres…Bueno, de ningún modo puede ser arena, pero mis sentidos lo representan de ese  modo. Allí veo, convulsionados por su incontrolada voracidad, a los “comedores de arañas”. Sus cuerpos desnudos buscan bajo la arena caliente los prietos nidales y mastican huevos, larvas y arañas con insatisfecha repugnancia. Al principio son dos o tres, pero de a poco el grupo crece como si brotaran ellos mismos de la tierra. Una maliciosa idea domina continuamente su arquitectura cerebral y giran practicando obscenos movimientos mientras se  agitan en la búsqueda insaciable de su alimento. “¡Qué irritación tremenda los sacude! ¡Qué gestos bruscos modelan esas máscaras cínicas surcadas por infectadas picaduras! Pienso, al tiempo que un estremecimiento de horror sacude mi cuerpo, adónde irán estos pobres desencarnados cuando sean llamados a traspasar la puerta del deseo. Nadie podrá impedir que sean absorbidos por la matriz de una mujer que los enganche con las vibraciones de su paroxismo genital. Tengo la presunción, mientras permanezco en este lugar, que una subversión astuta ha desmoronado la fuerza de los ángeles; que ahora todo está sujeto a la desobediencia compulsiva de las bestias del desierto. Cuando los “comedores de arañas” ingresen al la sociedad humana, mediante los mecanismos de la reencarnación, llevarán con ellos una especial y temible contaminación; y sus llagas y fístulas astrales serán en la carne del hombre nuevas y repugnantes enfermedades degenerativas”.
Jaruleski se atreve a exponer una tesis muy personal cuando afirma  que la radioactividad generada a través de  la manipulación irresponsable de la energía nuclear aumenta los riesgos de una creciente contaminación intraatómica, peligro cuyo símbolo arquetípico son los “comedores de arañas”, hijos a su vez de la fuerza liberada por las bombas atómicas que explotaron en Álamo Gordo, Hiroshima, Nagasaki, Atolón de Bikini, en cuevas profundas y en islas donde la vida quedó definitivamente esterilizada, en desiertos donde sólo se mueve el cadáver de la arena… Es la radioactividad ya liberada y la que está en potencia en el arsenal nuclear diseminado en silos subterráneos, en plantas productoras de energía eléctrica movidas por el átomo y en miles de millones de instrumentos científicos, equipos de televisión y teléfonos, artefactos militares y variados objetos lo que ha marcado en cada hombre un punto inicial de descomposición. Las consecuencias sociales de la polución nuclear en el Cielo y en la Tierra, afirma el autor de Colisión, es la creciente deshumanización por el hambre a que son sometidos los seres humanos, la asfixia de la energía creadora por medio del terror político y militar, la fascinación por una civilización esterilizada pero graciosamente provista de un multifacético escenario de grandeza artificial. Así los “comedores de arañas” de uno y otro lado de la realidad son el símbolo y la consecuencia de la degeneración creciente de la Vida.
Cierto día, en horas de la tarde, mientras se encontraban en plena sesión de grabar, María Waleska dice repentinamente, sin que nadie le haya preguntado algo: “Los males de este mundo son la consecuencia de una enfermedad espiritual. No es solamente el cuerpo el enfermo sino el alma inmortal que apesta y se degrada sin cesar. Desgastado de tanto procrear, comer y matar, y portando solo un alma enfermiza que es apenas un opaco reflejo del Ser Original, el hombre actual está condenado a desaparecer.  Debe morir, interrumpiendo voluntariamente el impulso perverso que lo obliga a prolongar la cultura agónica de una grotesca civilización, de una humanidad que ha confundido el significado de sus símbolos y de su lenguaje universal en la amnesia del tiempo perdido. Es necesario que muriendo, el hombre se salve, que encuentre la oportunidad de una regeneración definitiva mediante una interrupción del devenir. Ese momento será el “Día de la Colisión de los Mundos”.
Jaruleski procura conciliar la idea de la coexistencia de materia y antimateria como sustento de la transrealidad que procura identificar. Dice que el mero contacto con la fuerza contraria hace que el fragmento estalle y se transforme de inmediato en su doble, pero del otro lado. Así, al morir, un individuo pasa un vallado infranqueable  para quien no esté en sus mismas condiciones, y el mismo término vale para los desencarnados. Todo el fundamento de la ciencia teológica y las elaboradas  filosofías de la mente han procurado satisfacer el ansia de comprensión, pero nadie, hasta María Waleska, había hecho posible la experimentación directa. Un viaje de ida y vuelta que ponía en ridículo el roído adagio de que “quien muere emprende un viaje sin retorno”.
Por eso Witold Jaruleski se siente justificadamente emocionado y perplejo al conocer a aquella insólita mujer. María Waleska  no era una médium, un espíritu clarividente o alguien emparentado con la parapsicología. No es el tipo de persona que deja su cuerpo denso apoltronado y se marcha a curiosear por los alrededores. Sencillamente ella se desintegraba en presencia de sus observadores y regresaba después, como la fotografía que se revela lentamente en un cuarto oscuro, para narrar lo que había visto con sus “ojos reales”, un viaje que realizaba en cuerpo y alma, con la totalidad de su ser. ¿Por cuál puerta o túnel entraba ella sin estallar y polarizarse  en un doble antimaterial? Afirmó una y otra vez que lo ignoraba. Desde niña lograba hacerlo y podía vivir del Otro Lado tan cómodamente o más de cómo lo hacía en su medio ambiente, es decir en su casa en Varsovia, en el Planeta Tierra, donde tantos sufrimientos padecía y donde era objeto de una morbosa curiosidad religiosa y política.
En uno de mis viajes encontré  a Marina Mankievicz. Ella había sido compañera mía en la fábrica de tanques unos años antes y murió en un accidente de trabajo. No pareció sorprendida al verme llegar, pero sí mostró inseguridad cuando le aseguré que yo no era un fantasma, el duplicado supérstite de mí misma. No estoy muerta –le dije- ni desdoblada, sino íntegramente viva; puedo entrar y salir a voluntad y las horas que permanezco aquí son apenas segundos en la Tierra. Después de reflexionar un momento aceptó complacida mi presencia  y quiso que la acompañara a lugares que yo aún no había conocido. “Nuestro mundo está vacío – había dicho Martina – y solamente cuando tenemos necesidad condensamos formas a nuestro alrededor. Formas que nos sirven de apoyo o de consuelo mientras aguardamos una nueva oportunidad. Si no te afecta  permanecer un tiempo más con nosotros te llevaré a un lugar muy especial para que contemples la batalla de “Ratas y Dragones”, una guerra que no cesa jamás y que tanto nos conmueve su representación”. Apenas pronunció estas palabras comenzamos a desplazarnos a una gran velocidad casi a ras del piso arenoso y atravesamos como un relámpago la zona de los seres “comedores de arañas” hasta que llegamos a un punto en que el desierto era casi rosado y refulgía bajo un quieto cielo azul donde no brillaba luz ni estrella alguna. Aquella visión de prehistóricos dragones devorando ratas, y de ratas por millones mordiendo los descuartizados cuerpos de los lagartos gigantes me sobresaltó, pero a pesar de mi esfuerzo no pude obtener una comprensión razonable de aquella idea-fuerza que estaba contemplando en el centro mismo de su generación. Marina adivinó lo que yo deseaba saber y dijo: “Esto es la poderosa energía que mueve el poder y oscila sin cesar para mantener un equilibrio indispensable sin el cual nada se sustentaría. Ratas y dragones prefiguran símbolos, pero su verdadera identidad y las consecuencias del desencadenamiento de su actividad se manifiestan de modo distinto en cada plano de la gran manifestación”. En ese instante padecí una visión retrospectiva. ¿Recuerdas a mis padres, Marina? Murieron mientras permanecíamos prisioneros en el campo de exterminio de Auschwitz y sus cuerpos fueron cremados muy cerca de allí, en Campo Birkenau. Cierta noche, muerta de hambre y quemada por la fiebre, soñé que dragones y ratas devoraban el campo de prisioneros. No se retroalimentaban entre sí como corresponde según la visión que acabamos de tener, sino que habían elegido un tercer alimento. En Auschwitz y en tantos otros lugares donde la vida fue envilecida en grado extremo se produjeron contaminaciones intraatómicas y esos millones de almas viajaron con sus pestilencias, con sus mutilaciones y llagas al mundo donde se debe reposar en paz, sin rastros ni polvo de la pasada vida. ¿Sabes de qué estoy hablando?...Marina no contestó pero bajó su rostro con una delicada tristeza y comprendí que sabía mucho más que yo de todo aquello. Proseguimos nuestro viaje rápidamente y nos detuvimos en un punto donde la planicie era blanquecina y luego vívidamente luminosa. En un estanque de aguas transparentes habita una familia de flamencos que cada mil años pone un huevo de oro; mas cuando  empollan  no encuentran la imagen de su especie sino la de una serpiente que lo devora. “Cada vez que esto ocurre –dijo Marina Mankievicz- es necesario que un Gran Maestro participe personalmente en la Salvación del Mundo”. Dejamos aquel sitio de impecables contrastes y cuando regresábamos volando como rayos sobre la fluorescente superficie del desierto escuchamos que alguien sollozaba. Marina se detuvo bruscamente y gritó: “Magda…Magda, eres tú”. Una joven cubierta con un velo oscuro se nos aproximó. Era muy bella y tenía sus ojos mojados por las lágrimas. ¿Quién es?, pregunté. “Es Magda Szleper, que ha vuelto a extraviarse. Ella y sus hijos murieron en Wroclaw durante la guerra, pero no puede encontrarse con sus pequeños. Y jamás los hallará porque los niños han vuelto a reencarnar en la Tierra. No estoy autorizada a decírselo, pero de todos modos debo consolarla hasta que ella misma descubra la verdad y acepte la disipación de su memoria”.
Witold Jaruleski  quiso encontrar en la visión de los flamencos la metáfora de Mefistófeles como patrón de la energía cerebral, desprovista de sabiduría y piedad, que capacita para el sostenimiento  de toda la ciencia del horror que ha desfigurado el crecimiento natural del hombre y lo ha sumergido en una cruel dependencia, una fascinante compulsión homicida. Mefistófeles que conduce al Andrógino a cohabitar con las hembras deformes del mundo inferior y procrea con ellas los hijos de las sombras.
El adelantado de la ciencia Witold Jaruleski, vituperado por su mejor amigo y condiscípulo Wladyslaw Wojtkun  como un “renegado de la ciencia, impostor ocultista y pérfido enemigo del pueblo”, pronostica que “…este mundo padece muchos males y todo indica que sobrevendrá al fin la extinción de todo signo de vida a menos que algunos voluntarios puedan penetrar como María Waleska al Otro Lado de este mundo y colaborar allá con los más evolucionados espíritus que vienen construyendo a toda prisa, y hacia nuestra dimensión, el Gran Puente. O, como dicen alegremente las almas liberadas, “el Arcoiris más grande y luminoso de todo el Universo”.
“Si podemos detener la colisión que se avecina –dice en el epílogo de su libro-habremos ganado la más extraordinaria batalla en la historia de la vida consciente en esta parte del Cosmos. No seremos otro Agujero Negro sino un potente sol que irradie y contagie la luz de la transmutación a todas las criaturas inteligentes de la Galaxia. Tenemos la ingeniería y los planos, sólo nos faltan algunos voluntarios para construir el Puente que unirá la Vida y la Muerte, la Imagen y el Objeto, el Anverso y el Reverso de la Única realidad. Las almas desencarnadas podrán tener contacto directo con aquellos que logren un entrenamiento adecuado y ellas mismas tendrán, a su vez, la oportunidad de venir por breves momentos a compartir nuestras vidas. Un puente de inmortalidad que hará pedazos este engañoso mundo de falsas ideologías, de estúpidos profetas y de maniáticos destructores. ¿Qué significará la muerte cuando hayamos superado el Abismo infranqueable  que todavía separa la Tierra del Cielo? Tendremos las Llaves, los Códigos y el Manual de las Enseñanzas de María Waleska para fundar una cultura espacial, para establecer comunidades intermedias entre el hombre y el ángel, una alternativa final en nuestro corazón que nos ayude a aborrecer la bestia que aún nos habita, una fraternidad de seres bellos y traslúcidos enamorados definitivamente de la Luz Divina”.
        El corazón de María Waleska dejó de latir en el otoño de 1982 en el mismo suburbio varsoviano donde pasó los últimos años de su humilde vida, pero ¿extrañamente?, segundos después su cuerpo se desvaneció mientras era asistida por sus familiares y amigos. Ese acontecimiento antinatural jamás fue revelado por las autoridades del gobierno polaco y recién pudo ser conocido gracias a la documentación aportada por el Dr. Jaruleski.
       Exactamente un año después (se estima que a la misma hora en que lo hizo María Waleska) el propio Witold Jaruleski desapareció durante un viaje a Moscú donde había sido invitado para dictar una serie de conferencias sobre el fenómeno de traslación autógena en el entrenamiento de futuros astronautas soviéticos. “Sencillamente se esfumó”, dijo un testigo a la policía. “Bajó de su automóvil frente al hotel y al cruzar la calle desapareció. Lo vi con mis propios ojos, estoy seguro. Fue como si lo hubiera tragado la tierra”. Todo cuando pueda decirse de esta circunstancia será una conjetura superficial  si no leemos detenidamente una de las conclusiones del capítulo final de Colisión.
 Después de que María Waleska se retiró de este mundo para ir a trabajar voluntariamente en defensa de la salvación de la Vida, y en posesión yo mismo en esa época de un cierto entrenamiento que aquella maravillosa mujer me había proporcionado con caritativa deliberación, confieso desde entones mi indeclinable adhesión a tal alta causa. Sin embargo, no podría jurar si el propósito de penetrar en el misterio es porque mi propio ser está dominado por una ansiedad genuinamente mística o porque la aventura de viajar hacia Allá puede significar que encuentre al fin respuestas a las preguntas que nadie pudo contestar. Despojado de toda presunción, sin desear nada, habiendo vencido el temor a la muerte y el sentimiento de posesión hacia mí mismo, emerjo del lastre de la gravedad a través de un rayo de gracia que me impulsa lenta e inexorablemente. Disiparé las visiones borrosas de la ilusión y cerraré mis ojos a la ampulosidad y al desvarío de las formas para borrar mi imagen en la claridad del Espejo, en la cual me fundo con la mansa docilidad del sueño.

JUAN COLETTI




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