UN MILLÓN DE SOLES, UN MILLÓN DE PROFETAS

 
 LA REVELACIÓN
        Cierta tarde de primavera, mientras contemplaba el nacimiento de la primera estrella de la venidera noche, Pedro Montenegro tuvo la siguiente revelación: “Los cerdos del criadero deben encontrar la inmortalidad de sus almas por tu piadosa intervención”.

        Cuando se recobró de la impresión y mientras se incorporaba, agitado y sudoroso, alcanzó a vislumbrar, apenas, posado sobre un florido duraznero, al Arcángel Anael, envuelto en el esplendor de un coro de diminutos y relucientes sephiroth, que lo observaba con complaciente y amable voluntad.
        Le fue permitido, como en toda graciosa Revelación, extender el rayo de su intuición hacia el futuro y vislumbrar una nueva raza de bestias en cuyas testas giraba el anillo de plata de la pura sabiduría. Un país animal, dotado de presencias de increíble capacidad de mutación, nuevos destinatarios del Antiguo Principio, a cuyo lado las huestes de la humanidad parecerían compuestas por frágiles elementales.
        Nada le pareció tan justo al granjero como el haber sido elegido después de tantos años de sufrimientos y necesidades; tuvo la certeza de que era una justa compensación a los desatinos de una mala predestinación. Confundió sus fuerzas con los impulsos de los nuevos signos y se predispuso en el acto a darle forma a su ilusión.
        Pedro Montenegro ignoraba en aquel preciso momento que el Cerdo, por su formación doméstica, condicionado por una larga persecución y crueles matanzas, ha formado una estrecha defensa emocional y al mismo tiempo desarrollado una complejísima evolución cerebral que lo ubica a la cabeza de los irracionales.
        Martínez de Iriarte, en su “Enciclopedia de la Mesopotamia Asiática”, narra con precisos detalles, el encuentro de un cerdo blanco y un predicador maronita en el desierto de Gobi, presumiéndose, a través de la lectura de esos textos, que los desencuentros teológicos fueron de tal magnitud y tan contradictorios, que uno de ellos representaba el principio y la causa de la demonología. 
        Existen indicios de que Pascal de Admunsen, viajante y cartógrafo holandés del siglo XVII, compró dos arietes que habían utilizado los navegantes vikingos en sus andanzas por América del Norte en 1379 y escribió un singular tratado sobre los descubrimientos de la energía positrónica llevadas a cabo por los indios del sur de Méjico, cuyo dios totémico era un cerdo blanco, idéntico hasta la perfección a los arietes noruegos.
        Durante la noche, Pedro repasó en su mente, una y otra vez, la innumerable información que había acumulado durante sus años de soledad acerca del fenómeno de la transmigración animal. Sentía muy próximo todavía el fosforescente cuerpo del Arcángel Anael y se imaginaba a sí mismo incorporado, en un tiempo imprevisible, a la ronda sobrehumana. Era una cadena de salvación, fuerte e invisible, en cuyos eslabones se enredaban seres celestiales, humanos y animales en precipitado ascenso. Sopesó la noticia y los sucesos y se alivió con la sensación gratificante de la lógica integral que bañaba su mundo interior.
        Semejante al huracán que barre con violencia los símbolos de arena y los gráficos de las representaciones del pasado, el mandato sorprendió a Pedro Montenegro en el momento en que su vida comenzaba a desintegrarse en el vacío de una ancianidad solitaria e innecesaria.
        Abrió la ventana para que entrara el aire fresco de la medianoche. Sintió el hedor que provenía del chiquero y sonrió apaciblemente, sin apuro, vanagloriándose en secreto con la beatitud de los intermediarios.

CIRUGÍA

        Después de haber gozado, en beneficio de su futura labor, la imponderable sustancia de la profesión mesiánica, Pedro Montenegro abandonó los cultivos de su granja y se entregó a la recuperación de las almas de los cerdos.
        Construyó tres confortables pabellones, gastando una buena parte de sus ahorros y allí dividió a los animales según su premeditado plan. Lavados pacientemente y afeitados, los cerdos comenzaron el aprendizaje de caminar erguidos, tarea fastidiosa y casi inútil que dejaba a Pedro con el cuerpo rendido y casi siempre dominado por el desaliento.
        Basado en las enseñanzas de elementales textos, agregó a las prácticas ambulatorias el remedio de la oración, practicada al principio en forma mecánica y luego con sibilinos intentos de la mente:
        “Oh, Arcángel Anael, por cuyo intermedio se corrige la desviación de las órbitas celestes, por cuya gracia y benignidad Dios permite que broten praderas en los planetas desérticos y por cuya bien amada presencia y mandato soy el abanderado de una Nueva Familia, haz que los círculos sonoros de mis oraciones  penetren por los canales interiores de estas pobres bestias, para  que escuchen, comprendan y obedezcan mis mandatos”.
        Los cerdos gruñían y se revolcaban como siempre, destruyendo las limpias ropas que Pedro les había comprado con grandes sacrificios. La hora de comer marca el punto más alto de impiedad cuando, a la vista horrorizada del granjero, los animales dejaban de andar en dos patas y se precipitaban a la cocina derribando, en su enloquecida atropellada, aguas y alimentos hasta formar el apetecible lodo que les era familiar.
        Pero es la voluntad lo que distingue a los libertadores, más que una lúcida razón. Pedro se encerró en su biblioteca y durante un largo invierno se dedicó a la investigación que lo conduciría, un año después, a intentar drásticos cambios.
        Leyó una y otra vez hasta aprenderlo de memoria, un capítulo escrito por Anacleto de Masuh en la “Enciclopedia de los Animales, referido a técnicas quirúrgicas aplicadas a cerdos pakistaníes en el siglo IV que abrieron el camino, posteriormente, a la microcirugía encefálica.
        Había aprendido al mismo tiempo, por otras lecturas, que el camino del conocimiento es un formidable conjunto de datos y de asociaciones prácticas que pueden reunirse, almacenarse y ser utilizados a voluntad. Esta inspiración le dio el necesario coraje para armar un quirófano en la vieja sala que alguna vez había compartido con su finada esposa, y se dispuso a la renovación material de sus protegidos.
        Contempló desde su dormitorio, ubicado en la planta alta de la casa, los campos abandonados, cubiertos por un espeso monte. Abajo, los tres pabellones relucientes guardaban docenas de cerdos  de distinta edad y porte, seleccionados para ingresar a la gloria.
        No podía continuar solo en aquella lucha desigual. Necesitaba la compañía de un ser semejante que fuera en parte fuente de nuevas inspiraciones y en parte modelo de crítica y de análisis de su formidable proyecto. Tenía que decidirse y así lo hizo la primera noche de tormenta eléctrica que se desencadenó sobre la granja, para aprovechar la abundante energía y almacenarla.
        Hogorof fue el primero en sentir sobre su cráneo rapado los centelleantes tajos del bisturí. Pedro advirtió que una rara habilidad subconsciente orientaba sus manos y cortaba aquí, cosía allá, injertaba en este lugar, rebanada más arriba, manchándose de sangre y de trozos de carnes sobrantes, pero lleno de una renovada vitalidad y de esperanza.
        Cuatro semanas después comenzó a quitar soportes y vendas. El animal permanecía sostenido en un artefacto mitad sillón, mitad camilla, modelado sobre su cuerpo y ajustado a palancas y cables que se accionaban desde el centro de la sala en el sentido de los músculos y articulaciones.
        Vino luego el tiempo del desconcierto y las tribulaciones, como segunda etapa del ciclo de salvación. Pedro pareció envejecer y falto de alimentos y de sueño permaneció al lado de la bestia durante incontables horas hasta que un día advirtió que debajo del anticuado piyama que cubría el cuerpo de Hogorof, sus recién reunificados circuitos cerebrales comenzaban a organizar los dispositivos para generar la primera visión.  Fue como una especie de huidiza luz que se abrió hacia el espacio empezando a iluminar los mundos inexplorados.

LOS PENSAMIENTOS DE HOGOROF

        Conversaban sentados en la antigua galería frente a la  vieja y destartalada glorieta. Los geranios rojos en sus macetas terracotas y el aroma de la planta de cedrón en el jardín recién regado se mezclaban con la frescura del atardecer.
        Las hamacas de mimbre se balanceaban suavemente, casi al compás de aquella conversación histórica que reducía a despreciable ruina los monumentos de la ciencia y de la teología.
        Pedro Montenegro y Hogorof, el cerdo cibernético, teñían la atmósfera con el sonido de palabras sabias que subían y bajaban hasta perderse en las perforaciones del silencio.
        Era Hogorof quien sobresalía en la conversación con palabras mal articuladas pero suficientemente inteligibles. Completaba, en ese momento, un resumen sobre el desinterés humano por la naturaleza de los animales y añadía recriminaciones personales al anciano granjero por haber demorado el enlace de su conciencia con la divinidad, situación que le había proporcionado una ingrata soledad y angustia durante su cautiverio en el chiquero.
        -Después de todo –continuó diciendo-, nuestros cuerpos tienen semejanzas anatómicas y funcionales que reducen a una pequeña porción la falsa idea de las disparidades y antagonismos entre ambas especies. Podríamos alimentarnos mutuamente sin peligro alguno, lo que hace posible organizar una civilización en la que los hombres sean el alimento predilecto de nosotros, los cerdos.
        A esa hora crepuscular los álamos alargaban hacia el este sus afiladas sombras. El agudo chillido de los pájaros que se acomodaban en sus nidos distrajo por un momento la atención de Hogorof. La visión de Venus, que brillaba solitario sobre el horizonte púrpura, volvió a irritarlo como en otras ocasiones y golpeó con su bastón la mesita de mimbre.
        -Si el hombre –prosiguió el mutante- hubiese tirado por la borda sus estúpidas ideas evolucionistas, habría alcanzado  un grado muy diferente de vida y de participación con el Universo. Pero se ha sometido sistemáticamente a la fácil tentación de un sistema gradualista que no produce grandes sufrimientos, es verdad, pero que ha dado como fruto esa payasada que es la humanidad a la que usted representa. Han vivido luchando y muriendo por tonterías mientras dejaban de lado a sus verdaderos enemigos: la tolerancia que disminuye las propias resistencias, la compasión que hace posible el predominio de los enemigos, el amor a un prójimo que puede arrebatarnos nuestra comida apenas cometemos un descuido.
        Pedro callaba mientras seguía hamacándose rítmicamente y observando de reojo al disertante. Observaba la cicatriz en la cabeza rapada de Hogorof y no podía disimular las convulsiones de pánico que le provocaba la comprensión de lo que había hecho. Sin embargo, su fidelidad a la conciencia redentora lo impulsaba de nuevo hacia la fe y así disipaba las oleadas de terror que empezaban a amenazarlo.
        -El hombre habla de mutación –dijo Hogorof- pero se espanta ante cualquier cambio radical, como la eutanasia diferencial o los genocidios perfeccionadores. Habla de las lecciones de la Historia pero no aprende nada porque no es una raza mutante sino una especie fósil, decadente y servil.
        -Yo he pensado –respondió Pedro con humildad, tratando de ser persuasivo y conciliador- que cuestiones tales como la asistencia a miembros retrasados de la familia planetaria podrían modificar, básicamente, la cómoda naturaleza en la que hasta hoy ha vivido el hombre. Y justifico este pensamiento cuando yo mismo soy ahora un instrumento de la sabiduría divina que me ha permitido participar en tu transformación.
        -No diga estupideces –lo interrumpió Hogorof con violencia-. Cuando una orden ha sido transmitida, el agente emisor queda  anulado porque ha sido relevado; de lo contrario no existiría este maldito Universo. Tal vez usted lo ignore, y eso no me extrañaría, pero toda la sustancia teológica está impregnada de un fenómeno idéntico: la transferencia irrevocable del no ser a la existencia. Quien da la vida ha renunciado a continuar viviendo, quien fabrica mundos pierde la oportunidad de vivir en ellos. ¿Dónde ha quedado Dios? Respóndame. De manera que a partir de este momento yo determinaré el orden de las iniciativas y de las decisiones.
        Se produjo un largo silencio, como si hubiese cesado el devenir. Pedro escuchó las explosiones dolorosas de su corazón, pero no tuvo el valor de decir lo que estaba pensando.
        Luego, como un toque de gracia, un coro de grillos y de ranas llenó de repentina alegría el cálido crepúsculo.

NACE UN LÍDER

        La lluvia había caído durante la noche sobre los abandonados cultivos de la granja. De tanto en tanto se veían charcos iluminados por la hiriente luz de la media mañana sobre los cuales se reflejaba de vez en cuando el paso de alguna nube pasajera.
        Pedro y Hogorof recorrían los amplios pabellones  donde la familia de cerdos seguía multiplicándose, ahora bajo los cuidados e indicaciones de la bestia cibernética.
        En el primero estaban los animales seleccionados para las próximas intervenciones quirúrgicas, los que habían aprendido los ejercicios básicos para obtener la motricidad erguida.
        El siguiente estaba destinado a las crías, apenas destetadas de sus madres, semillero de futuros ejércitos y vanguardias para la incipiente idea de dominio, a las que Hogorof prestaba una rígida protección.
        En el edificio más grande, un verdadero campo de concentración, se hacinaban centenares de cerdos mal alimentados, algunos mostrando gruesas y mal suturadas heridas, consecuencia del aprendizaje operativo de Hogorof. Los gruñidos y las voces semihumanas aumentaban el sufrimiento espiritual de Pedro, que no sabía cómo salir de la trampa moral en la que él mismo se había metido.
        Al pasar frente al primer edificio se detuvieron frente a una jaula de hierro que servía de provisoria residencia al gigante de la piara.
        -Debemos asegurarnos –dijo Hogorof, alzando su bastón para señalar a la enorme bestia que los miraba torpemente- que Gonghor sea nuestra obra más acabada, la muestra perfecta y única del líder que jamás puede ser ni comparado ni reemplazado en muchas generaciones.
        -Sabes que no comparto tu opinión –dijo Pedro tratando de disimular su irritación. Hemos procurado modificar los canales directrices de su instinto pero repite en cada prueba signos de tal violencia que espantan.
        -Eso es, precisamente, el ingrediente que necesito para un modelo de líder cuya principal cualidad esté lo más lejos posible de la compasión. Fuerza, audacia, astucia, voluntad, violencia: eso es lo que tengo reservado para Gonghor.
        -Vuelvo a decirte, Hogorof, que no participaré en su operación hasta que no hayamos convenido un nuevo modo de selección. ¿Recuerdas el capítulo que repasamos anoche? Dice Anacleto de Masuh que los factores determinantes que aceleran los procesos psíquicos y mentales son, generalmente, bloqueados durante la intervención y no es posible recuperarlos en la fase posterior. Un ejemplar como éste bien podría ser la causa de nuestro fracaso.
        -Usted se está olvidando de mí, querido Pedro –respondió Hogorof riendo a carcajadas-. Usted se olvida de mí y de lo que ha sucedido en mí y todo eso nada tiene que ver con lo que está diciendo. Tanto mi cerebro como los restantes órganos de mi cuerpo están en acelerado desarrollo. Usted ha comprobado reiteradas veces que todas esas inocentes experiencias que han realizado sus parientes humanos, con las que han llenado millares de libros, tales como la telepatía, la transfretación, la telepatía, la videncia y otras nimiedades, son un juego de niños para mí. Entonces tendrá usted que aceptar que se ha producido una revolucionaria transformación. Tendrá que resignarse y reconocer que la misión que le fuera encomendada comienza a convertirse en realidad y, sin duda, los Ángeles Rojos vendrán en su momento a coronarlo de espinas.
        El animal volvió a reír con brutal vehemencia, como si estuviera descargando una tumultuosa energía mal consumida.
        Gonghor, echado sobre su monumental barriga, los miraba desde la monodimensión horizontal de su absoluta bestialidad, ajeno a esas figuras borrosas que, a su lado, representaban el futuro camino tanto de los hombres como de las restantes especies.
        Regresaron en silencio a la casa y cada uno dispuso su respectivo alimento. Pedro comenzó a comer distraídamente, mientras miraba por la ventana el paisaje de árboles que se extendía más allá de su granja, donde otros hombres semejantes a él compartían a esa misma hora el sustento con sus mujeres e hijos sin presentir que el fin de sus vidas estaba tan cercano.

DESOBEDIENCIA

        I – Durante las excavaciones realizadas por el antropólogo  inglés Sir Alexander Viseman en la localidad peruana de Moyobamba en 1972, fue descubierta la famosa Olla del Diablo, una profunda hondonada que ocultaba alrededor de treinta cráneos de cerdos salvajes, hábilmente trepanados por expertos cirujanos cuyas obras y ciencias habrían pasado inadvertidas durante siglos  si Antonio Prado y Olivera no hubiese rescatado aquellos prodigios de la cultura durante la expedición encomendada por el Obispo de la Nueva Andalucía de Córdoba, siete años después.
        Sir Alexander y su esposa, así como el resto de la comitiva, habían perecido en forma por demás extraña y sus cuerpos fueron encontrados en el mismo lugar en que habían tenido la oportunidad de hacer el increíble descubrimiento.
        II – En Grecia, en un templo consagrado a la Diosa Diana, se encontraron monedas acuñadas con la efigie del jabalí, animal cuya sangre era derramada en el sacrificio anual del plenilunio de marzo.
        III – En el laboratorio experimental de la Universidad de Nueva Delhi, el sabio hindú Sahib Sakandha, precursor de los trasplantes  de cerebros en perros y cerdos, publicó una advertencia…
        Alguien, sorprendido, interrumpió la lectura de los apuntes y escondió los papeles debajo de la almohada. Un perro había ingresado a los terrenos de la granja y ladraba frente al pabellón tres.
        Hogorof se levantó y con el bastón apartó los pliegues de la cortina de la ventana. El perro continuaba en el mismo lugar dominado por un acceso de furia. Los animales se inquietaron y armonizaron, casi al mismo tiempo, un lastimero griterío.
        El cerdo mutante se dirigió a la habitación continua, abrió apenas la puerta y contempló, bajo una débil lámpara de gas, el cuerpo de Gonghor, todavía bajo los efectos de la anestesia. Solo se advertía el acompasado ritmo de la respiración y el vaivén de su enorme barriga recién afeitada.
        Quien estaba leyendo volvió a los apuntes.
…a los miembros del Congreso Mundial de Cirugía celebrado en Estocolmo en diciembre último. Sus experiencias con cerdos domésticos, muchas de las cuales fueron ocultadas por las autoridades a la curiosidad del periodismo, se basaban en transplantes de cerebro complementados por equipos químicos y electrónicos. La advertencia era, en realidad, una formal denuncia al uso inapropiado de los recursos y conocimientos científicos con propósitos políticos, raciales o económicos.
        IV – Como consecuencia de una explosión de gas grisú en una mina de cobre en Afganistán, la cuadrilla de rescate encontró los cadáveres de treinta  obreros cuyos cuerpos tenían la apariencia de hombres-cerdo, evidentes seres mutantes que eran empleados como mano de obra esclava.

        El perro continuaba ladrando hasta que alguien le arrojó una piedra y salió corriendo hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Lentamente se recuperó la tranquilidad y la sombra del silencio se acomodó otra vez sobre la antigua granja y los nuevos cobertizos. En la habitación de la planta alta la luz continuaba encendida. Una leve brisa comenzó a correr y desplegó, apenas, las hojas de los árboles.
        Bajo ese ancho cielo nocturno que cobija civilizaciones de ángeles fastuosos de ojos azules y profundos, bajo ese lecho de estrellas que hace al hombre llorar por su irremediable e infinita pequeñez, bajo esa bóveda a la que las culturas asignan fatídicos designios, yace una enorme bestia de prominente hocico y largas pestañas, mutilada al extremo de parecer un hombre grotesco y terrible al que Hogorof ha elegido un destino de servidumbre y destrucción.

EXPULSIÓN DE HOGOROF Y SU TRIBU

        Hogorof se había apoderado de “El Libro de los Sueños Auxiliares” de Razmin Rabbah, en un desesperado intento por introducir en Gonghor módulos secuenciales de comportamiento lógico, a través de la inducción hipnótica. Los instrumentos   electrónicos injertados al sistema neurológico resultaron insuficientes para imprimir señales ajustadas y precisas en el cerebro modificado de la enorme bestia.
        Transcurrieron ocho meses desde la primera intervención quirúrgica durante los cuales Gonghor apenas pudo alcanzar un elemental sistema de razonamiento. En compensación tomó conciencia de su criminalidad, de la que empezó a hacer su pasatiempo favorito.
        El pabellón tres se fue transformando en un verdadero infierno, ante la desesperación de Pedro y la felicidad no disimulada de Hogorof. Animales mutilados con sus vísceras colgando en un barro sanguinolento y nauseabundo, desgarradores chillidos y el hedor de los que habían muerto, ponían una corola de maldad sobre estos nuevos y desenfrenados espíritus animales.
        Durante la noche, el cerdo mutante en jefe asistía a su discípulo predilecto mediante apasionadas y tormentosas sesiones de hipnotismo. Gonghor permanecía estirado en la sucia camilla, bajo los efectos de aquellas insólitas motivaciones subterráneas que iban ordenándole su pirámide de aspiraciones.
        -Estás ahora sobre un gran estrado, frente a un ejército dotado de una feroz lealtad que enarbola millares de estandartes y banderas con tu respetado nombre de guerra. Cada soldado tiene a sus pies a un hombre encadenado como expresión de tu sobrenatural voluntad de dominio. En las ciudades y en los campos han sido exterminadas todas las especies cuyo grado de especialización cerebral pudiese representar una amenaza a tu destino. Levantas una mano y corriges con ella las vibraciones de un millón de voces, modificas los tonos de los gritos y al golpear sobre el estrado metálico con tu puño cerrado, lágrimas de sangre brotan de esos innumerables ojos preparados para ver solo dos imágenes: la tuya y la de nuestros enemigos.
        El monstruo viajaba lentamente por el limbo de su idiotez mientras Hogorof no podía ocultar su fastidio por tanta pérdida de tiempo y energías. Había imaginado un proceso diferente y drástico que le permitiera contar con suficientes adeptos en un plazo razonable. Sin embargo, acontecimientos imprevistos dañaron  sus propósitos a un grado tal que, por momentos, creyó que todo estaba perdido. A la vez comprendía que entre él y Gonghor se estaba produciendo un entrelazamiento psíquico que lo disminuía ante los ojos de los demás discípulos. Lo atormentaba aceptar que todo su esfuerzo se deslizara hacia una incontrolable fuente electromagnética y todopoderosa y que infaustos sucesos vendrían a modificar el rumbo de los acontecimientos. Tenía que hacer un último esfuerzo para conservar el total liderazgo y ejecutar de inmediato los planes pendientes. Golpeó con su bastón una campanilla de bronce a modo de señal condicionada y de inmediato Gonghor comenzó a despertar. Hablaba con voz áspera y grave con un gesto inexpresivo y torpe:
        -Maestro Hogorof, he tenido un extraño sueño. Viajaba yo por un desierto gris que no tenía límites y en cuyo horizonte veía algo semejante a una alta torre metálica. El calor me producía un insoportable dolor de cabeza pero sabía que debía continuar porque una voz interior me lo ordenada. Cuando me fui aproximando comprobé que debajo de la torre había un gran edificio revestido con azulejos verdes y anaranjados y en el  centro una fuente que arrojaba con fuerza cristalinos chorros de agua.
        Cada habitación era una cámara frigorífica y al abrirla descubría que estaba colmada de cuerpos congelados semejantes a los nuestros. Luego, repentinamente, volvía a encontrarme solo en el desierto mientras una voz desde lo alto de los cielos me gritaba: “Carne de la naturaleza inferior cuya disposición horizontal hace que te imantes con las corrientes carnívoras de las bestias. No hay ni habrá para ti otro destino que aquel que está escrito en las estrellas”.
        -Maldición –gritó Hogorof, enfurecido-, ¿cómo es posible que alguien pretenda interferir en nuestros destinos?
        Salió al aire fresco de la noche. Solo las ranas del estanque  pulían la oscuridad con sus cantos. Sintió que desde los pabellones venía olor a humo. Detrás de él vio a Gonghor que avanzaba torpemente con una horquilla en sus manos. Las llamas comenzaron a propagarse por toda la granja. Al crepitar de los maderos se unieron los gritos e insultos de Hogorof. Pensó en Pedro y apretó sus mandíbulas hasta lastimarse. Sintió que había sido traicionado y contempló en el fuego el fin de sus sueños de perfeccionador. Corrió hacia las habitaciones, sacó de prisa algunos libros y unos pocos instrumentos de cirugía y los cargó en un carro que empujó a través de las llamas.
        Pudieron, finalmente, salir con las ropas chamuscadas y con trote irregular se pusieron lejos del incendio. La mayor parte de los cerdos murió, pero un grupo del pabellón uno se les unió y juntos formaron una silenciosa caravana a través de la noche.
        -Volveremos del desierto –gritaba Hogorof, levantando un puño-, con banderas de guerra y de luto y habrá tanto dolor sobre la Tierra que cada hombre sentirá, al morir, en el cuchillo que lo degüelle, la piadosa mano de su Dios.
        Los demás poco entendían de todo cuanto estaba sucediendo y siguieron a su líder hacia las montañas con la humillante docilidad en la que estaban siendo educados. Durmieron hacinados bajo un bosquecillo de perfumados eucaliptos en sus clásicas posturas de cerdos primitivos.
        Un grupo de luciérnagas voló sobre ellos y al reconocerlos, de inmediato comenzaron a anunciar en todos los rincones del mundo conocido en ese entonces, con intermitentes destellos de sus códigos de luz, la llegada de un Nuevo Evangelio del Dolor para la humanidad.

EL EVANGELIO DE HOGOROF

        Las persecuciones a que fue sometida la banda por los aterrorizados campesinos, la obligó a refugiarse en un impenetrable monte de chañares y algarrobos donde cavaron cuevas protegidas por habilidosos mecanismos defensivos.
        Y así como todas las guerras se inician en un lugar que pocos conocen por causas que nadie sabe explicar, la guerra de los hombres contra los cerdos mutantes se expandió rápidamente por vastas regiones con desastrosas pérdidas humanas.
        En las profundas grietas y en la amurallada ciudad subterránea de Holy-Hog se multiplicó la nueva especie surgida de aquellos malheridos sobrevivientes de la granja del anciano Pedro Montenegro.
        Un grupo de jóvenes cerdos, impecablemente afeitados y cubiertos con relucientes túnicas negras, escuchaba a Hogorof disertar sobre el principio de la alimentación diferencial que ha hecho posible  una tabla de perfección y de comunicación física.
        -Las razas humanas conocieron el sentido de la asimilación progresiva por medio de alimentos y sustancias químicas, cuya división es incontable, pero que podríamos resumir en tres grandes grupos populares y tres esotéricos. En la primera tanda están los hombres alimentados únicamente con carne animal; le siguen los que se nutren con carnes y vegetales y, en tercer lugar, los que toman solamente frutas y tallos. Estos grupos humanos son los menos importantes. Veamos ahora los tres grupos de alimentos secretos que son, en orden progresivo: alimento compuesto de corazón y cerebro de animal salvaje, alimento derivado de vísceras humanas y el superior, muy difícil de obtener, nutrición proveniente de sangre de ángeles. Leemos en el “Libro de la Magia Celularescrito por gnósticos portugueses en el siglo XVIII, que el máximo secreto guardado por siglos a través de setenta y siete juramentos, proviene de un descubrimiento hecho por la expedición de Antonio das Magalhaes en la ciudad de Palmira de la Nueva Granada en el año 1672 cuando, a falta de alimentos y a punto de morir, los expedicionarios encontraron el cuerpo de una joven de extraña belleza y de cuyos omóplatos colgaban dos enormes alas. Aparentemente acababa de morir porque aún en su cuerpo se encontraba la tibieza de la vida. Ellos se encomendaron a dios por la profanación que salvaría su existencia y luego de asar moderadamente  el cadáver se alimentaron de él. Horas después y presa del delirio, Antonio das Magalhaes y su pequeña caravana de hombres se sintieron transportados por el aire, y en medio de gritos de espanto y maldiciones desaparecieron en el espacio por obra de la carne de ángel  que habían consumido. Solo se salvó Aurelio Porto Prieto, quien atormentado por la fiebre no había comido y huyó víctima de la locura hasta que fue descubierto por los jesuitas de San Ignacio de Villarrica mientras bebía, como un animal, en las aguas del Río Bermejo.
        Hogorof hizo una pausa para observar las miradas perplejas de sus discípulos y castigar a cualquiera que se hubiese dormido.
        -Hay, entonces –prosiguió-, sustancias que conducen al infierno y otros que comunican directamente al santuario de la divinidad. Si nos alimentamos de carroña nuestra naturaleza se asimilará a la basura, si nos regocijamos con la carne del hombre, lo superaremos; pero si somos capaces de capturar un ángel y devorar su sangre celeste, nada podrá detenernos hasta lograr el dominio completo del universo.
        Lo interrumpió un grupo de soldados cubiertos con armaduras rojas que traía algunos prisioneros. Eran campesinos que habían sido sorprendidos la noche anterior en una lejana granja del territorio todavía en poder de los hombres.
        Hogorof se adelantó unos pasos y paseó por ellos una burlona mirada. No se complacía por  ese grupo cuyo destino ya estaba escrito, sino porque esperaba encontrar a Pedro Montenegro entre ellos. No tendría paz hasta hallarlo, hasta el momento en que pudiera contemplar aquel rostro que había sido su primera visión concreta en esta nueva dimensión, aquel anciano   de barba blanca y mirada piadosa cuyas manos abrieron las puertas del destino a su soberbia raza de cerdos cibernéticos.
        Los campesinos fueron conducidos a la Unidad de Reducción mientras Hogorof volvía al gustoso ejercicio de lavar cerebros mecánicos.
        -Aquellos de entre nosotros –prosiguió el disertante- que cometan la osadía de cohabitar con doncellas humanas prisioneras serán condenados a servir de alimento a nuestros enemigos. Más que el placer que sometió al hombre a una esfera de seducción irrefrenable, nuestra raza busca el fruto de una libertad violenta que no surge de fórmulas sensuales. Cada uno de ustedes está siendo capacitado para convertirse en una individual alternativa para la revolución y son, en potencia, mis divinos sucesores.
        El llanto de unos niños humanos los sorprendió un instante, haciéndoles volver la cabeza. Incapacitados para sentir la menor emoción, los discípulos volvieron nuevamente sus ojos y oídos al profeta y visionario Hogorof.
        -Se han trastrocado las líneas de la evolución y así como la zona terrestre Pilgrim IV trajo a la Tierra la filmación de los habitantes de Saturno, que no son otra cosa que graciosas avispas, nosotros encaramos la única perspectiva de salvación en este planeta.


EL NUEVO ORDEN

        Gonghor había asumido la jefatura de las milicias y él mismo integraba las acciones de comando que realizaban las acciones más expeditivas contra los últimos baluartes humanos.
        Se había destacado por su insuperable voluntad y por una conducta cruel que le aseguraba el privilegio del mando, ya que Hogorof dedicaba sus días a las pláticas filosóficas y al culto de su personalidad, dejándole cada vez un espacio más amplio para tomar las decisiones militares.
        Ignoraba toda forma de conocimiento salvo la especialización en la caza y en las ejecuciones masivas. Su enorme y temida figura, protegida por una coraza roja coronada con un yelmo de igual color y un manto negro con la efigie de un cerdo blanco se distinguía fácilmente en las escaramuzas y en las ceremonias de Asimilación.
        Así se lo vio aquella mañana cuando, sorpresivamente, atacaron a una familia en la que se encontraba un anciano alto de barba blanca y ojos doloridos. Los encadenaron y condujeron sin permitirles tomar agua ni alimentos,  directamente hasta Holy-Hog, la acrópolis del nuevo imperio que surgía, ahora reluciente y soberbia fuera de sus primitivas cavernas.
        Hogorof sintió que la cabeza la estallaba cuando divisó a Pedro entre los prisioneros. Por un momento, mientras duró aquella incómoda debilidad, su archivo retentivo se invirtió en el sentido del tiempo y un desfile de imágenes borrosas y familiares lo transportó a muchos años atrás, a la vieja granja donde había surgido de las tinieblas animales gracias a las habilidades de su creador. Revivió amables pláticas, la introducción al universo lógico, las técnicas quirúrgicas y electrónicas, las discusiones sobre el destino de Gonghor, el pabellón tres, el incendio, las persecuciones a las que los cerdos mutantes habían sido sometidos.
        Pedro lo miraba con desinterés desde su incurable tristeza espiritual. Hacía ya tanto tiempo que flotaba en la niebla de la inseguridad vagando de un lugar a otro en medio de aquella guerra que había surgido de su propia obra redentora. Él, un humilde campesino, había sido elegido para servir de puente entre la raza humana y las bestias del chiquero. Había sido marcado por los dioses para iniciar la palingenesia de todas las formas vivientes, ponerle luz a la conciencia de los irracionales y depositar semillas de fuego por toda la Tierra para fabricar  una estrella con la sustancia del polvo terrestre.
        Sin embargo, su obra se había precipitado en una veloz y caótica transformación autodirigida por los propios cerdos cibernéticos. Psedudomáquinas que fabricaban formas semejantes, una pesadilla de módulos y piezas intercambiables que se utilizaban para dar vida a un arquetipo colectivo compuesto de innumerables nuevos seres que crecían de manera incontrolable. Ahora estaba en medido de aquel remolino dispuesto a completar su obra, pero de algún modo resentido contra los Cielos por haberlo desviado de su sencilla vida campesina.
        Si el individuo tiene en su sistema social los elementos suficientes para renunciar a todo menos a la gloria de poder, ¿por qué habría de sacrificar -pensaba Hogorof-  el halo de magnificencia que giraba sobre el vórtice de su delirio?
        ¿Acaso antes, en un siglo cualquiera, no asesinó Bruto a su padre de crianza Julio César por recomendaciones de su vanidad de gloria? ¿Fue menos infame Judas Iscariote besando en la mejilla al Mesías cuando lo entregaba a sus verdugos que Adolf Hitler fusilando a Karl Haushoffer que le había transmitido sus conocimientos teosóficos en el mítico grupo Thule? ¿Fueron menos animales aquellos discípulos de Nueva Guinea que se alimentaban con la carne de su Maestro de Iniciación para superarlo y alcanzar de eso modo un nuevo peldaño en la escala que conduce a Dios?
        Mientras tomaba su plato predilecto, Hogorof dio libertad a sus pensamientos para agrupar ideas y edificar con ellas la doctrina de su justificación ante Pedro.
        Cenaba en un amplio comedor rodeado de serviles cortesanos, cerdos machos y hembras hábilmente mutilados y castrados cuyas adiposas barrigas mostraban los signos de un torpe hermafroditismo.
        Gonghor había sido invitado para compartir no solo el alimento junto a su Jefe sino para estar presente en la hora de las decisiones, tan terribles y drásticas que por ellas los cielos se derrumban sobre los mares, las montañas de azufre se vuelcan sobre las verdes praderas, en doble señal de exterminio y de nueva fundación.
        En el extremo de la mesa permanecía Pedro, sentado en el trono de bronce que utilizaba Hogorof en las ceremonias alimenticias. Había sido torturado y finos hilos de sangre empezaban a solidificarse sobre sus ropas harapientas. Sus ojos pequeños, hundidos y enrojecidos por la vigilia,  su alma vencida por el insoportable esfuerzo de sobrevivir.
        -He aquí –dijo Hogorof alzando su bastón y señalando al desdichado granjero-, a un hombre cuya insensata vanidad ha producido una obra maestra, no como expresión de una sabiduría que jamás ha poseído, sino por los mecanismos aleatorios del Destino. Observemos a este curioso ejemplar de una raza desafiante y soberbia, vencida por una realidad que la sofoca. Tantos como él, hombres de magníficas palabras y caritativo celo por el prójimo, reproductores y repartidores de la dicha y solemnes aspirantes a la inmortalidad. –El Comandante en Jefe de todos los cerdos del mundo hizo una pausa, paseó una mirada insolente y despreciativa hacia quienes lo estaban escuchando, bebió un sorbo de agua y prosiguió su disertación: -Recuerdo en este momento, a propósito, la parábola del gran sabio que en algún lejano tiempo y país que no recuerdo, inventó nada menos que el elixir de la inmortalidad y que, atacado por un insano arrebato, reprodujo la sustancia en tal cantidad que en pocos años todos los habitantes del mundo modificaron la naturaleza de sus cuerpos y se cristalizaron en unidades inalterables, eternas. Todos padecieron semejante transformación menos el pobre sabio para quien la sustancia, lejos de producirle una vida inmortal, le inoculó una muerte inmediata y violenta. Tal vez haya sucedido lo mismo con el Dios de los humanos quien, al manifestarse en la Creación, quedó aniquilado en su propia Nada.
        Sólo Pedro, entre todos los presentes al sentencioso ágape, entendió aquellas retorcidas ideas y permaneció inmutable hasta que Hogorof terminó de cenar.
        Gonghor se había retirado un momento antes, protegido por sus escolta.

EXPIACIÓN  Y MUERTE DE PEDRO MONTENEGRO

        Pedro Montenegro había obtenido, durante la breve espera en las prisiones de Holy-Hog, un especial estado de sensibilidad espiritual que le ayudó a comprender el origen de su total fracaso en la misión de redimir a estos seres extraños que habían obtenido una repentina y confusa evolución.
        Era una sensación de alegría expansiva que al principio no supo explicarse, pero en la medida en que amplificó el círculo voluntario de la precognición, todo se resolvió en un amable juego de felicidad y agradecimiento a Dios por el destino que le había tocado en esta vida.
        Miró por la ventana enrejada y contempló el cadalso: un anillo gigante de hierro sostenido al piso por grampas de acero. En la parte superior pendía una cadena rematada en un gancho de  finísima y afilada punta. Los habitantes de la ciudad habían comenzado, desde horas tempranas, a formar rumorosos  círculos alrededor de la pieza ejecutoria dejando solamente un pasillo para que Hogorof  y su Corte se ubicaran en el palco de honor.
        Pedro nunca había imaginado que la nueva raza se multiplicara de tal modo y se mortificó con la idea de que él había sido la palanca que volcó a la especie humana a la aniquilación. Tuvo la certeza de que era un idiota que no sabía lo que había hecho y que los sucesivos eslabones de justificaciones para salir del espasmo de razonamientos no poseían la fuerza suficiente para silenciar el dolor de su corazón.
        Sabía que su muerte no sería una solución porque en el círculo de vida a donde pronto se dirigiría tendría una valla menos en su sistema de participación con la Divinidad y que, de alguna forma, en algún lugar cuyo sentido y dirección no podía intuir, habría un Tribunal para juzgarlo y condenarlo. Porque el punto de partida de esta tragedia estaba alojado en aquella tarde, cuando se creyó poseído por el rayo de la predestinación. ¿Qué había comprendido en realidad entonces? ¿Había estado alguna vez seguro de que existiese  para un simple ser humano aquel tipo de misión?
        En su principesca recámara, Hogorof terminaba de ser afeitado totalmente por sus sirvientes. Con afiladas navajas le cortaban a ras de piel aquellos filosos pelos rojos que diariamente repuntaban sobre la capa grasosa de su cuerpo. Se bañó plácidamente antes de rociarse con agrios perfumes y comenzó la paciente labor de adornarse con pesadas joyas de oro y pedrerías.
        Escuchaba desde su aposento los gritos de una muchedumbre ansiosa de verlo que coreaba su nombre hasta enloquecer y le pareció de pronto que la victoria suprema, tanto tiempo aguardada,  estaba próxima.
        Gonghor esperaba junto a otros oficiales en el refectorio, con su reluciente espada y el yelmo de penachos multicolores sobre enorme cabeza. Les molestaba la excesiva demora en llegar de Hogorof pero, hábilmente adiestrados en la obsecuencia, sabían disimular su enfado con cínicas sonrisas y circunstanciales intercambios de frases inútiles.
        Condujeron a Pedro al lugar del sacrificio fuertemente escoltado por la Guardia de Mantos Negros y cuando el cuadro quedó en orden como había sido dispuesto por el Jefe Supremo de la Tierra y de la Raza del Futuro, éste apareció por el estrecho pasillo con pasos rápidos y se dirigió al estrado mayor entre el estrépito de las trompetas de bronce y los gritos de la muchedumbre enardecida.
        Los jóvenes soldados tomaron a Pedro, lo alzaron y lo sujetaron de los pies al gancho que pendía desde lo alto del anillo de hierro. Su cabeza quedó casi al nivel del piso y sus blancos cabellos se movían con la suave brisa.
        Desde lo alto de su trono, Hogorof miró aquel paisaje que jamás se borraría de su mente. La multitud coronando el patíbulo, el anillo expiatorio con aquel anciano cuerpo semidesnudo colgado cabeza abajo y detrás de esa imagen las altas montañas con sus crestas colmadas de nieve bajo un cielo intensamente azul.
        -Que mi advertencia corra rápido como el viento –gritó Hogorof para que todos pudieran escucharlo- y se transmita a cada uno de los pueblos felices que viven bajo nuestra soberana voluntad. Quiero que sepan y recuerden que este hombre que hoy será ajusticiado, es el culpable de todos los males y sufrimientos que ustedes han padecido. Él ha provocado la pobreza y las enfermedades, la brevedad de una vida relativa e insignificante y ha sido el motor y el propulsor de este nuevo mundo que hoy verá por última vez. Para escarmiento de quienes están aferrados a las compuertas que modifican las corrientes evolutivas. Para que, por fin, exista un orden inmodificable para todos los tiempos venideros, para que podamos alcanzar el prodigio de la inmortalidad.
        El Único y Predilecto Reconstructor alzó su enjoyada mano derecha como señal para que todos se pusieran de pie. Gonghor se adelantó unos pasos y se ubicó junto a Pedro. Levantó un costado de su túnica negra con la efigie de un cerdo blanco, extrajo el codicioso alfanje y de un solo corte arrancó la cabeza del hombre que los había creado a su imagen y semejanza.

JUAN COLETTI
       





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