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Dice una
leyenda seléucida: “En el principio el
sueño es sólo humo, luego llamarada viva y dolorosa, después madera y al fin un
número, una realidad”.
Emilio
Venturini estaba a punto de descubrir la verdadera naturaleza, la sustancia de la que están
hechos los sueños, luego de una vida consagrada a obtener la más vital de las
respuestas: la comprensión del hecho de la muerte, la transfiguración esencial
de la vida y los primeros pasos en la justa dirección de una biofanía
celestial.
Necesitaba –él creía que era indispensable-, para hacer
posible esa respuesta, la consagración de otros soñadores, los congéneres nocturnos, masa balbuciente y
heterogénea de la que manan, por los canales de los géiseres oníricos,
determinadas claves que no son otra cosa que levaduras del verdadero
conocimiento.
Tenía que soñar una respuesta para seguir viviendo, pero solo
había obtenido hasta entonces trozos incompletos de un rompecabezas cuya
totalidad, imagen, símbolo y significados se le escapaban como una fluida brisa
de entre las redes de la razón.
Soñaba, con esmerilada precisión, que otros –Ellos- soñaban
la misma y constante sustancia de sus propios sueños. Sabía que Esos Otros
estaban allí, en lo inmediato de las divagaciones nocturnas, que es lo sin
espacio y sin tiempo en el irracional proceso de soñar. Contemplaba, con
inocultable simpatía (se refugiaba con felicidad en él), el modelo del sueño
colectivo al que periódicamente tenía acceso y de esa estupenda visión trataba
de elaborar en la vigilia, sin resultado alguno, una natura comprensión, el
sentido lógico que diera formalidad a sus presentimientos.
Cierta noche despertó sobresaltado. Su cuerpo estaba húmedo y caliente como si lo hubiera
arrasado la cólera de una fiebre súbita. Acababa de incursionar, una vez más,
en la región de sus visiones predilectas y como consecuencia de su insanable
búsqueda de comprensión trataba, por enésima vez, de cristalizar las fugaces
ilustraciones de la memoria en una idea concreta, clara y justificable. Mas le
fue imposible lograr su desmesurado propósito porque, en ese mismo instante,
los otros soñadores que lo acompañaban en la común visión -¿eran decenas,
miles, millones?- acababan (también como él) de despertar sobresaltados por un estremecedor
presentimiento de exterminio.
Sintió, junto a una profunda angustia, la certeza de que ya
nunca jamás le sería posible, intencionalmente, apoderarse de la sustancia del
sueño. Comprendió que esas pocas habituales relaciones entre conciencia y
comprensión intelectual eran precisas señales de que estaba próximo a morir.
Nadie podría relevarlo del supremo instante en que la totalidad de su ser -el eje de su única realidad-, sus ideas y
proyecciones, recuerdos y sentimientos, se transformarían en el humo inasible
del sueño.
Como una simple oleada, las imágenes del sueño recurrente
brotaron de su memoria: “Viene el lento
cortejo sobre el camino ondulante de una frágil llanura. Sobre el horizonte se
recorta el perfil de un bosque de álamos y a la izquierda un arroyo que arroja
destellos de luz hacia el espacio y que desemboca en el estuario de un gran
lago, en una de cuyas márgenes espera una barca. El carruaje, arrastrado por
cinco caballos blancos, empenachados de rojo y oro, porta bajo un dosel de
nácar, un rústico ataúd de caoba y en él, descubierto, el cuerpo de un hombre
que sueña, enmarcado por una corona de rosas y laureles. Al frente del cortejo,
un joven de túnica roja precede a un pequeño grupo de mujeres descalzas que
entonan un himno cargado de expresiones misericordiosas. El cielo es amarillo
sobre la costa del horizonte y más arriba anaranjado. Bajo ese fastuoso cielo de porcelana despliegan
sus alas ángeles de oscuras ropas, apaciblemente, como si toda la tarea de la
majestad de los Señores fuera una perezosa permanencia en la beatitud de la Nada ”.
Emilio
Venturini no alcanzó a comprender que hay un modelo de sueño que pertenece al
inconsciente colectivo y que predomina, como imagen y símbolo arquetípico,
sobre los otros prototipos –los sueños habituales- (que apenas son el
nutrimento indispensable para la existencia de aquél).
Esa imperecedera imagen recurrente es la presencia y la
significación de la ineluctable muerte, el sello piadoso de la divinidad sobre
las células de nuestro cuerpo que, mientras es soñado, asegura la inmutabilidad
de la vida. Cuando los componentes de ese sueño se cristalizan en una
transparente, perfecta e inmodificable totalidad, deja de ser lo que era puesto
que quien lo gozaba como sueño ha pasado entonces a formar parte, él mismo, de
esa nueva realidad a la que ahora contempla en un estado de conciencia
absoluta, por única vez, antes de caer, abrupta y definitivamente, en la más
espesa de las sombras, en el vacío de la disolución.
Emilio Venturini estaba ahora despierto, sentado en la
cama viendo el sereno resplandor de un
cielo estrellado a través de la ventana abierta del Hospital Central. Una
ráfaga de aire fresco entró a la sala, corporizado como la superficie de un
invisible paño ondulante, envolviendo generosamente todo lo que allí estaba.
Forzó las puertas de la memoria de lo soñado, tratando de
encontrar los huecos donde se esconden los fragmentos de la identidad completa
de ser y de soñar. Quiso saber un poco más, pero se detuvo a tiempo para
comprender que el instrumento de la mente era insuficiente para tan grande
empeño. Se dejó entonces estar, flotando a la deriva de una imaginación
intencionalmente conducida hacia la región de lo espontáneo. “Debe ser un gran hombre – pensó-, un personaje extraordinario al que fieles
servidores y amigos conducen a través de una pradera de inconmensurable
plenitud y extensión. Ahí, precisamente, vuelvo a ver la delicada sinfonía de
las hojas plateadas de los erguidos álamos, el casi rojo naranja del cielo, las
orgullosas cabalgaduras. Las ropas que visten esos seres no están formadas por una tela vegetal. Son
miríadas de puntos luminosos que se autoadhesionan, apretujados tras las formas
de mi borrosa visión. Contemplo el variable verde oscuro, casi cubierto por el
índigo y el azafrán, el color de la madera seca, un frío azul que se desgrana
en grises metalizados. Y esa máscara impasible que cubre el desconocido rostro,
más que máscara parece un velo que lo desfigura y protege”.
La fatiga
del cuerpo enfermo y el peso de la noche lo embriagaron y cayó en un apacible y
solícito descanso; penetró en la hondonada vacía de la conciencia onírica y
allí quedó, inmóvil.
Pasaron así las indiferentes horas de la noche y despuntó el
alba. Apenas un rizo de luz sobre el vasto horizonte marcaba el principio de la
regeneración de la vida. Abajo, en la calle, alguien voceaba el diario de la
mañana.
En ese momento, Emilio Venturini se debatía en un nuevo
sueño, en una resbaladiza y brutal pesadilla.
“¡Oh, Dios mío! ¿Qué me pasa? Estoy metido dentro
de un ataúd, no puedo moverme, no puedo gritar. ¿Qué es esto? ¿Estoy soñando
nuevamente o soy, acaso, el hombre enmascarado tantas veces soñado por mí?
Escucho el trepidar de los cascos de los caballos que van arrastrando el
carruaje y desde él soy yo quien contempla ahora ese cóncavo espacio circular,
ese terrible cielo rojo naranja y azafrán. Por favor, quiero despertar, quiero
salir de aquí. ¡Oh, Dios mío, ayúdame! ¡Oh, Madre del Universo, socórreme, ten
piedad de mí! ¡Quiero regresar a mi cuerpo, quiero vivir”.
Aquella
madrugada, los hombres y mujeres que acompañaban con sus sueños el sueño de
Emilio Venturini, soñaron con otros paisajes, con extraordinarias, alucinantes,
pérfidas, sensuales, cotidianas o espantosas escenas de cualquiera de los
infinitos, inexplorados y sustanciosos mundos donde de algún modo es posible
que alguna vez vivamos durante los próximos
siete siglos (si a la existencia que sobrevive a la muerte pudiera
llamársele “vida”). Se estremecieron con abominables pesadillas o deleitaron su carnal corporeidad
con la abreacción de lo fantástico. Alimentaron el apetito orgiástico que nace
de las frustraciones y de la incompetencia de vivir, mataron a sus enemigos y
encontraron senderos con monedas de oro, selvas de la abundancia, escudos de
poder, malicias reprimidas, goces, plenitudes, espasmos, inmundicias, sapos
llameantes y escurridizas víboras, inundaciones, números de la suerte, visiones
del porvenir.
Sólo Emilio Venturini, de entre todos ellos, tuvo el
privilegio que alguna vez, irremediablemente, le será dado a todo soñador:
completar su propia realidad, conocer la hechura de los sueños. Ser el revés de
la leyenda seléucida: la realidad de un número infinito, madera, llama, humo,
vacío, nada.
Dejar de soñar, parece entonces que podría ser el cese de la
vida, tal como los hombres la comprendemos y la sentimos desde aquí, desde este
lado de nuestra realidad. Quien muere cesa de soñar y pasa a formar parte de
sus antiguos sueños y también de los sueños de lejanos y desconocidos
congéneres. Así, tal vez, morir sea convertirse en el sueño de los que
sobreviven, alimento de la imaginación, enseñanza, revelación, nutrición de la
esperanza y la alegría de un nuevo despertar.
JUAN COLETTI
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