Cuenta una leyenda que en la antigua
ciudad de Babia Gora, próxima a la frontera con Rumania, vivió un hombre de
horrible apariencia, quien trabajó como enterrador en el cementerio durante más
de medio siglo.
Había nacido en Ucrania y siendo muy
pequeño, sus padres lo abandonaron en un convento de monjes
en el cual fue
criado y donde luego cursó estudios de teología y medicina. Su gran
inteligencia y voluntad le dieron en pocos años las primeras semillas de la
sabiduría, pero era tan mal parecido, tan grotesco y malcarado que jamás logró
contemplar otra expresión en sus semejantes que el miedo y el desprecio. Ante
su presencia los niños huían espantados y los mayores simuladamente se
apartaban de su camino.
Llegó a Babia Gora una lluviosa mañana
de noviembre, con nombre supuesto, con la misión de ocupar el oficio de
enterrador por orden del obispo Montaigne y allí permaneció hasta su muerte a
la avanzada edad de 92 años.
No abandonó jamás sus raídas ropas de
fraile en señal de penitencia más que por definida vocación religiosa. Aunque
su voz era dulce y templada se sumergió en un completo silencio. Borró de su
mente la estructura del diálogo y conservó la agudeza de las palabras sólo para
el murmullo de las oraciones y los salmos.
Durante los entierros parecía que su
rostro repugnante se transformaba en un gesto de indescriptible caridad y era
tan tesonero y amable en su trabajo que cada uno comprendía, en el instante de
su personal desdicha, que abandonaban a un ser querido en manos de un
majestuoso guardián.
De noche, muchas personas contemplaron
cómo paseaba su imponente figura por los pasillos de la oscura necrópolis,
repitiendo en alta voz y en latín antiguo los armónicos salmos o platicando con
fosforescentes luciérnagas del Paraíso.
Nadie le acogió en la amistad ni dirigió
un respetuoso saludo, temeroso de recibir como respuesta alguna injuria
imperdonable. No conoció en su vida el resplandor de una mujer desnuda y avara
de placer, no se sentó a la mesa de un hermano ni compartió la ingenua
mansedumbre de los niños.
Cuidó el césped y las flores de las
tumbas, limpió de toda inmundicia las viejas sepulturas abandonadas, removió
las urnas cinerarias y descarnó pestilentes cadáveres con la mesura y la
perfección de un apóstol del dolor.
Lavó los cuerpos de doncellas de
angelical belleza y vistió de gala los restos de los vagabundos abandonados en
las calles. Abrió fosas en la tierra fresca y volvió a cubrirlas con mansas
paladas al vaivén de sus secretas bendiciones y memorizó los nombres de todos
los durmientes que habitan su melancólico dominio.
La mañana en que apareció muerto en el
decrépito altillo que ocupada a la entrada misma del cementerio, tenía entre
sus manos enlazadas, un manojo de rosas
frescas puestas allí por invisibles pájaros de la eternidad.
Entre las descoloridas hojas de su
Biblia encontraron el manuscrito de una plegaria que luego coronó como epitafio
su propia tumba:
Bendito
es el Señor que me ha brindado a través de una
máscara de horror el beneficio de la liberación de mi alma. He redimido
con dolor mi nauseando cuerpo y honrado mi predestinación con la penitencia del
servicio más humilde.
Libre e
intacto de toda penosa ilusión he depositado en la tibieza de mi sangre el
fuego de la vida divina, para ser digno de mí mismo y amado y perdonado por la Divina Señora del Cielo, por
siempre jamás.
JUAN COLETTI
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