VER, DESCARGAR EN...https://docs.com/W6VN
Nadie sospechó jamás que en aquel viejo y derrumbado rancho
de adobes había vivido el mismo Diablo, porque a Crisóstomo Rivero no se lo
podía emparentar con las tinieblas, aunque sucesos mal narrados por algunos
vecinos abrían grietas a la credulidad.
Entre los raros libros que se hallaron semienterrados en el
patio, luego de su misteriosa desaparición, había uno titulado Libro de Osiris o Descenso del Hijo de Zartan al Planeta de los Hombres, escrito por
Radamés Peralta, fechado en Barcelona en el año 1922 y que contenía la
increíble odisea de un personaje llamado Osiris, hijo del Gran Farsante y su
Emisario para América del Sur. El libro, que aparentaba haber estado en el
fuego, relataba los viajes y misiones encomendadas al protagonista desde su
llegada a Mendoza en 1905 hasta la llamada Diáspora de los Duendes que tendría
lugar muchos años después.
Jamás pudo
saberse la clase de relación que existió entre este singular individuo y
Crisóstomo Rivero a menos que se tuvieran en cuenta algunos acontecimientos de
su vida extraídos de la memoria popular y, de modo especial, los vinculados con
su hija Julia.
A pocos días de haberse hecho cargo la Justicia de la casa de
los misterios como consecuencia de denuncias por personas desaparecidas, el
azar, al que se deben los más insólitos descubrimientos, guió los pasos de un
grupo de estudiantes de la
Facultad de Enología de Mendoza hasta una bien disimulada
cueva en las cercanías del dique Papagallos, en la que encontraron un viejo
palimpsesto que tan desdichados acontecimientos producía poco después.
No fue necesario hacerlo traducir porque el manuscrito
estaba, inexplicablemente, redactado en nuestro idioma. La divulgación de su
contenido provocó la risa sarcástica en unos y el desdén en otros y en quienes
creyeron que se trataba solo de una ingeniosa broma pero, con la repentina
muerte de tres de los jóvenes integrantes del grupo que había hecho el
descubrimiento, revivió en la mente de los escépticos esta vieja teoría: el
Maldito es casi tan omnipresente como Dios y sus designios siempre resultan
desdichadamente cumplidos.
El que fuera
popularmente conocido como “Mensaje de Papagallos”, decía más o menos así:
“De Zartan, Señor del Planeta de los
Sueños, a su hijo Osiris, para ser transmitido a la comunidad terrestre de los
hombres.
Todo espíritu indócil a los
mandamientos del Señor de las Tinieblas que procure ascender a regiones
volcánicas más allá de la Línea
de las Águilas, sucumbirá y luego de él todos aquellos que hereden una sola
gota de su sangre. Será maldito quien se atreva a modificar los círculos
concéntricos del Gozo y del Terror. Sus células se secarán sobre las arenas del
desierto a la luz de las estrellas y habitará en hoyos de azufre hasta que su
Segundo Cuerpo se esterilice, hasta que su Tercer Cuerpo se disuelva en el
Caos”.
Si el mismo
texto aparecía en una de las hojas chamuscadas del libro desenterrado en la
casa de Crisóstomo Rivero, era indudable que muchos de los acontecimientos y
raras historias giraban sobre su persona. Fue dispuesto que la casa se
mantuviera en cuarentena bajo estricta vigilancia policial y desde ese momento
poco y nada trascendió al público.
La última
noticia publicada en los diarios, antes que el tema comenzara a ser
definitivamente olvidado, narraba el descenso practicado por una Brigada
Geotérmica que se introdujo por la boca del horno abandonado y alcanzó una
violenta corriente sulfurosa que les impidió continuar no obstante los equipos
especiales que sus hombres vestían. El horno era, más que un sitio para cocer
el pan, una bien disimulada puerta que conducía al infierno de la Tierra y a las ocultas
dimensiones en las que viven los servidores del fuego.
Los muebles del rancho, antiguos y
sucios, se encontraban inservibles. En una vitrina que estaba en la cocina
encontraron frascos y botellas cubiertos de polvo que contenían personas y
animales reducidos al tamaño de un dedal. En uno de los recipientes había un
caballo tordillo y un perro negro; en otro un niño y una anciana que parecían
mirar con ojos aterrados a los investigadores. Pero más sorprendente sucedió
cuando alguien tuvo el coraje de abrir los recipientes: lo que estaba adentro
se convirtió en el acto en un polvillo gris que olía a cera quemada.
CRISÓSTOMO RIVERO COMPRA UN
LIBRO DE MAGIA
Si es verdad, según cuentan los teósofos, que la Memoria del Universo
registra los sucesos pasados, presentes y futuros de “Un Día completo de
Dios”, cuya duración es incomprensible a
la razón humana, estarán insertos en ella los acontecimientos de la extraña
vida de Crisóstomo Rivero del modo completo como sucedieron y que nadie, jamás,
pudo conocer enteramente.
Todo empezó aquella siesta de enero cuando Crisóstomo
dormitaba bajo el alero de su rancho sentado en su sillita matera, apoyado en
la pared de adobe blanqueada, el sombrero caído sobre los ojos para ocultar el
sol, los pies descalzos apoyados en las desgastadas alpargatas.
Vio al hombre que se acercaba con una pesada valija en cada
brazo y aunque la imagen del turco vendedor de baratijas le era familiar,
sintió repentinamente y con temor la desesperanza de la mala suerte.
El buhonero acomodó las valijas sobre una mesa y se secó el
rostro con un pañuelo al tiempo que Crisóstomo lo convidaba con una copa de
vino fresco.
Lo que aconteció luego, a modo de un extenso diálogo
compuesto de curiosas preguntas, réplicas, negativas y ofertas, nadie podrá
contarlo porque a esa hora doña Paulina, la mujer de Crisóstomo y su hija Julia
dormían plácidamente la siesta.
Abraham Maluf revolvió sus cajas de Pandora que aún
conservaban el herraje que en mejores tiempos las habían distinguido, y empezó
a mostrar polvos asiáticos, talismanes africanos, afrodisíacos australianos,
cruces maltesas hechas con huesos de mártires franceses, libros para exorcizar
a los demonios y el breviario de las matemáticas, del griego Diógenes de
Antioquía, para ganar fama y riquezas.
Iban pasando las horas y Abraham Maluf continuaba su
disertación, limpiándose continuamente el rostro moreno y aceitoso mientras
Crisóstomo Rivero esperaba con la paciencia y comodidad de aquel que ya sabe
parte del inefable futuro y lo domina. Aguardaba, con cierta inquietud, que el
turco le mostrase de una vez, algo que sacudiera el hermetismo de su mente
acostumbrada a divagar por las recónditas regiones astrales, algo que fuera
superior a cuanto ya había contemplado en este mundo, más luminoso que el
resplandor de los Ángeles de la
Mañana , superior al secreto de las ciudades incaicas
sumergidas en la selva, más sorprendente que el Tratado de Teratología Humana
que había leído en su juventud.
La jarra de vino con rodajas de limón había disminuido su
nivel. Los contendientes se sobreponían con cada trago al esfuerzo de tan
contrarios gestos de interés. Entonces volvían a la exploración y a la lucha de
palabras hasta que al fin el traficante de nobles y misteriosas cosas desempacó
un libro de tapas amarillas envuelto en papeles de diarios y acomodándolo sobre
un costado de la mesa lo abrió al azar y leyó en voz alta en una de las hojas: “…para gloria de su Tormentoso Padre que lo
envió a vivir entre los hombres para mostrarles el camino del desengaño y hacer
del sufrimiento el único camino de salvación…”.
Dio vueltas
a hurta cordel otro grupo de páginas y leyó ahora con una voz apenas susurrada:
“Tomar un puñado de cabellos de la mujer
que se desea y molerlo con cenizas de entrañas de sapo, mezclar con ojos de
basilisco del huevo de una gallina ciega y exponerlo durante la noche del
plenilunio de septiembre a las huestes que se arremolinan sobre las gotas de
sangre de…”.
Se
interrumpió al escuchar los pasos de doña Paulina que iba aproximando mientras
acomodaba su largo cabello.
El libro contenía ingenios del cielo y dibujos de ancestrales
vampiros, santos petrificados por el pecado de los hombres y las sinuosidades
que debía recorrer la mente del neófito hasta encontrar las claves de la magia
y de la cábala. “Libro de Osiris,
Descenso del Hijo de Zartan al Planeta de los Hombres”.
Crisóstomo
Rivero pagó con arrugados billetes de un peso aquel ejemplar impreso en los
talleres de inquietos espíritus no terrenos que desde ahora lo estarían
vigilando para seducirlo y convertirlo en uno de ellos. Lo habían elegido
precisamente a él porque su ingenuo corazón era una manzana encantada de la que
surgía perpetuamente un aroma de singulares cualidades.
Apenas llegó la noche comenzó a repasar dificultosamente el
libro. Casi no sabía leer, había poca luz en la habitación y el ejemplar, viejo
y amarillento, despedía un olor tan insoportable que tenía que mantenerlo lo
más alejado posible de su rostro.
Cuando todos se habían dormido y el rancho de los Rivero
quedó sumido en la espesa niebla de la noche, un coro de sapos cornudos de
lenguas llameantes comenzó a pasearse con insolencia por el patio, dibujando
con sus babas imperceptibles jeroglíficos cuya traducción enloquecería al más
sabio y cuerdo de los hombres. Hasta que la luz del alba los fue apretando con
el filo de su luz y desaparecieron.
EL ESCONDITE DE GOB
Vivo aquí desde hace un
año, en un rancho de adobes habitado por un matrimonio y su única hija,
esperando la orden de revertirme en uno de estos enormes cuerpos humanos.
Ellos no advierten mi presencia aunque
me han visto sucesivas veces en sus sueños nocturnos en los que intervengo
deliberadamente para comenzar su preparación. A veces la mujer despierta dando
gritos y diciendo que la casa está invadida por hombres pequeñitos que corren
por las paredes, pero nadie le hace caso porque dicen que está loca.
El hombre aparenta ser muy viejo aunque
conserva una gran fortaleza biológica y ha desarrollado, por herencia familiar,
una gran sensibilidad hacia nuestra especie. Se llama Crisóstomo Rivero y
siempre se levanta muy temprano a contemplar algo que parece, para él, estar en
algún lejano punto del espacio. Permanece largo tiempo con sus ojos
semicerrados en actitud de oración esperando el regreso de Aquel que lo visitó
en su infancia y le prometió que algún día le entregaría un soplo de la gloria
de los dioses del fuego.
La hija, una joven muy hermosa, ha sido
ofrecida en secreto por su padre a uno de mis jóvenes camaradas que pronto
llegará a la Tierra ,
en compensación por todo lo que él recibirá.
Debo permanecer oculto hasta que pase un nuevo ciclo de la
naturaleza. Mientras aguardo la orden me entretengo por los alrededores de la
vivienda, modificando los colores de las flores del jardín, persiguiendo a las
verdes lagartijas a la hora de la siesta o sumergido en la frescura del
estanque, deslizándome entre los peces rojos y amarillos, entre los blancos
patos que huyen despavoridos cuando les tiro de sus colas.
Hoy casi estuve a punto de ser capturado
por un grupo de niños que andaba cazando mariposas. Yo volaba distraídamente
cuando alcancé a escuchar los gritos y las risas. “Es muy grande”, “es
hermosa”, “agarremos a esa mariposa, que no escape”. Yo tenía en funcionamiento
el campo de fuerzas protector pero aún así temí que estos pequeños salvajes me
tomaran en sus manos, porque no quería hacerles daño.
Me elevé cuanto más pude y desde muy
arriba me divertía viendo correr a las pequeñas figuritas de un lado a otro con
su improvisada red y escuchando sus
lamentaciones por no haberme capturado.
Pero ya es de noche y todo comienza a
ser diferente en este insólito lugar. Tengo miedo de extraviarme y enciendo los
extremos de mis antes que me guiarán al escondite.
Todo está cubierto por la oscuridad apenas el gruñido de los perros acompaña mis
leves movimientos en el aire. Hacia el oeste, el satélite lunar apenas brilla
convertido en una fina línea curva. Me siento muy solo y una confusa mezcla de
sentimientos y de impulsos parece acorralarme. Trato de comunicarme
sustancialmente con la Unidad Creadora
de la Tierra ,
un espíritu cósmico al que todos veneran con el nombre de Divina Madre. Por
momentos siento que una partícula infinitesimal me ha llenado de un gozo
aterrador. Mientras estaba Más Allá deseaba poder sumergirme alguna vez en este
profundo lago interior, pero ahora que se aproxima el momento decisivo temo perder
el recuerdo de mi Antigua Morada.
Es la hora. Miro hacia el cielo cada vez
más claro de la aurora y de pronto veo surgir el arabesco de la información
biónica que diariamente me envían desde la Nave Madre anclada en el inabarcable
espacio. La escritura es computada y traducida en el acto. Es un saludo
fraternal y bondadoso de mi Maestro, una frase que contiene la esencia de todo
poder y el permanente tono de su magnificencia: “GOB, PRONTO VENDREMOS POR TI”.
Gob recibió por fin el ansiado mensaje que lo autorizaba a penetrar en
un cuerpo humano para poder así canalizar hacia los hombres una nueva idea
elaborado en el distante Planeta de los Sueños de donde él provenía.
Partió de su escondite y revoloteó
durante largas horas por el aire fresco de la noche sometiéndose
voluntariamente a los mecanismos desintegradores que harían posible su paso
hacia la caliente carne de un ser humano. Desde la
Nave Madre la computadora registraba el
desarrollo de aquella diminuta partícula entrega al juego feliz de la
transmigración.
Al principio era apenas un punto casi
invisible que giraba en amplios círculos sobre un rancho de adobes y luego,
poco a poco, llegó a transformarse en una luz incandescente que aumentó hasta convertirse en una esfera
anaranjada.
Sentado frente al silencio de la aurora
y mientras contemplaba el fasto rito de la palingenesia terrestre, Crisóstomo
Rivero vio venir hacia él aquella bola de fuego que descendía del cielo y
recordó en el brevísimo tiempo de pavor un grabado del Libro
de Osiris que representaba los globos vivientes ocupados por espíritus
estelares que han recorrido las órbitas de todos los planetas durante un millón
de años y que allí permanecen, ocultos a las tentaciones del deseo de vivir, en
el gozo de un Nirvana eterno.
La casa se iluminó hasta en sus mínimos
contornos con una luz amarrilla perfumada con el polen de rosas tibetanas.
Crisóstomo Rivero solo atinó a levantarse y cubrirse el rostro con las manos
cuando la esfera de luz se le incrustó en la sangre. Sintió un dolor insoportable en la cabeza, un
sabor amargo y caliente en la boca. Sacudiéndose convulsivamente se dobló hacia
delante, cayó de rodillas y comenzó a rodar suavemente sobre el piso de tierra.
Todo quedó a oscuras sobre su cuerpo. Por sobre los altos álamos comenzaba a
insinuarse en la lejanía la próxima mañana.
Así permaneció hasta que Paulina y Julia
lo llevaron a su cama, envuelto en sudores y ardiendo de fiebre. Le limpiaron
con cuidado el hilo de sangre que le surgía de la boca y los oídos y lo
abrigaron cariñosamente.
Ajeno al manipuleo de las ansiosas
mujeres, Crisóstomo Rivero soñaba en ese momento con un extraño mundo que tenía
las mismas formas de sus pensamientos. Allí donde él penetraba con su
imaginación, portentosas formas creadas por su voluntad se le adelantaban para
mostrarse, y apenas corregía un detalle todo se transformaba en infinitos y
vibrantes puntos de colores. Sus pies y manos, sus ojos y su voluntad interior
podían cada uno, por su cuenta, generar y mezclar ideas y sabores, formas de la
alegría, modelos de la sensualidad y el tacto, amenazantes monstruos de la
mente, delicadas y apenas tangibles voluptuosidades.
Era el núcleo de un mundo ilimitado y
activo, que no cesaba jamás de desplazarse, plano a un deseo, ondulante a otro,
enriquecido por embriones y vástagos de plantas y animales jamás nacidos,
amasado con óvulos germinales de mundos futuros, hecho a la medida de una conciencia todopoderosa, única, inmortal.
Durante un mes permaneció así, hinchado
y sudoroso, hasta que comenzó a enfriarse y a reducir de peso.
-Yo no soy yo- dijo una mañana a modo de
saludo con una voz que no era la de Crisóstomo Rivero. Paulina y Julia se
refugiaron en la otra habitación y encendieron cirios a la imagen de Santa
Renata, piadosa patrona y protectora de los locos.
EL
TIEMPO DE LAS COSAS ENCANTADAS
El sol apareció por el oeste
remontando una corriente de cenizas adversa. El agua de la acequia retrocedía
lentamente abandonando sobre el barro aletargados bagres y breves mojarritas
plateadas. El fuego era frío y el humo se hundía hacia las profundidades de la
tierra para testimoniar que había llegado el tiempo de los encantamientos y de
la magia.
La gente dejó de pasar frente al rancho
de adobes de Crisóstomo Rivero y poco a poco la calle se cubrió de yuyos. Hasta
los mismos pájaros seguían de largo sobre aquella región separada del mundo por
un círculo de cálidas cenizas.
El primer suceso tuvo lugar una mañana
fría del mes de junio cuando descubrieron que Julia no estaba en su cama.
Desesperados la buscaron por todos lados hasta que la encontraron durmiendo
sobre una parva de pasto a doscientos metros de las casas. Apenas intentaron
despertarla la joven comenzó a dar tales gritos de espanto que hasta los perros
comenzaron a aullar.
Después ocurrió que los recipientes con
comida se derramaban, las sillas bailaban por los cuartos y las macetas con
geranios rodaban por el patio, impulsadas por una fuerza invisible y
descontrolada.
Pero hubo un acontecimiento que puso a
Paulina en el camino de sus primeras experiencias con lo desconocido. Fue
aquella noche de plenilunio cuando observaron, mientras tomaban mate bajo el
alero, a un extraño navegante del espacio quien, como un barrilete y en
acompasados movimientos se desplazaba
por sobre las casas del pueblo vecino hasta que comenzaron a escucharse
disparos de escopeta de los aterrorizados chacareros de las fincas vecinas. La
figura volvió otra vez a remontarse
pero de inmediato lo hacía más
lentamente hasta que descendió en el
patio tomándose el pecho con sus manos. ¿Quién podría ser? Pues no era otro que
el mismísimo Crisóstomo, herido por los rústico perdigones, semejante a una
gran ave que regresa de épocas remotas.
El hombre jamás aceptó la versión de las
mujeres pero desde aquel día su actitud familiar cambió drásticamente y comenzó
a desaparecer durante días enteros. Ellas lo buscaban temerosas por el monte
hasta que finalmente lo encontraron agazapado entre espinosos matorrales,
semidesnudo, ahora con su pelo y barba desmesuradamente crecidos, aferrado al
mismo y pestilente libro del que nunca
se separaba, haciendo gestos incomprensibles y procurando expresarse con
palabras en un idioma desconocido.
A la vista de seres semejantes parecía
que Crisóstomo retornaba a su eje formal y comprendía que algo malo estaba
sucediendo. Tenía espacios mentales durante los cuales se serenaba y volvía a
la rutina de la familia y su trabajo como peón en Vialidad Provincial.
Fue
uno de aquellos días, breve intervalo entre dos formas diferentes de
enajenación, cuando Paulina aprovechó la ausencia de Crisóstomo para tomar el pesado libro y
esconderlo en el horno.
Al comienzo se sintió aliviada y hasta
reía de la resolución tomada. Las cosas y los hábitos de vida volvieron a su
normalidad y tornaron los vecinos a pasar frente al rancho como si nada hubiera
sucedido, intercambiaban amables saludos,
las plantas del jardín volvieron a florecer, se purificó el agua del
estanque, los peces retornaron a su alegre vida y el sol aparecía como antes,
por el este.
Pero a los siete días de haber consumado
aquella temeraria acción, Paulina no despertó porque estaba dormida para
siempre.
Las lechuzas posadas en el alambrado chistaron a las viejas vestidas de
riguroso luto que caminaban por la estrecha huella hacia el velatorio de
Paulina. Portaban, como estandarte, blancos ramos de calas y azucenas y se
protegían de las acechanzas de la
Muerte con un ruidoso y acompasado coro de oraciones.
Crisóstomo Rivero, sentado bajo el alero
en su silla de totora las veía llegar mientras sorbía plácidamente su mate bien
dulce y caliente.
En la cama de matrimonio Paulina parecía
estar depositada sobre el cruce de dos dimensiones iguales pero opuestas que se
alimentan una de la otra y tenía la apacible sonrisa de muertes anteriores. Sin
embargo, su corazón no se escuchaba y el aliento reposaba en lo desconocido y
la túnica fría de la Señora
de la Noche Perpetua
comenzaba a formarse sobre su piel helada.
Las viejas apuraron el paso porque el
aire de la tarde anunciaba el ocaso y bandadas de patos salvajes enderezaban su
vuelo hacia las lagunas bordeadas de
sauces. Una legua antes comenzaron a llorar a grandes voces y así,
empapadas por sus propias lágrimas, arribaron al rancho.
Justo cuando el sol se desprendía del
cielo y cómo hábiles artistas que han repetido su obra trágica en todos los escenarios
del mundo, se desparramaron por la cocina y el patio, entraron al dormitorio y
al comedor, encendieron el fuego, prepararon café y sirvieron brevísimas copias
de anisado.
Paulina seguía en su letargo con aquel
rostro semejante al de un niño que simula estar dormido pero no sentía el aroma
de las flores que rodeaban su cuerpo ni el murmullo de innumerables voces antiguas repitiendo los
Salmos del Perdón. Fantástico ritual fabricado con pesadillas y sueños del
infierno, con flores de los cielos remotos y frutos de serenas esperanzas de
perpetuidad.
La noche empezó a precipitarse
suavemente sobre los campos, los animales y la gente cubriéndolos con la
insoportable sustancia de la oscuridad Sólo quedaron encendidos los cirios que
rodeaban el cuerpo pálido de Paulina y ellos bastaban para iluminar el
preámbulo de la resurrección. Ancianas dormidas por toda la casa como
negras gallinas acurrucadas en sus
nidos; Crisóstomo recostando su cabeza en el sillón de mimbre, vencida su
voluntad por los sopores del alcohol.
Sólo Julia permanecía despierta recorría el trayecto del rancho hasta el
camino, seguida por los pasos curiosos de
los perros. Había despejado el sueño y
el cansancio con la malicia de la voluptuosidad y cargada
con los relampagueantes fuegos del deseo apuntaba sus ojos a través de
la noche oscura esperando distinguir aquella inconfundible imagen que siempre
aparecía para calmar su insaciable sensualidad.
Es posible que el hambre genere hijos en
algunos, el amor o el odio en
otros y parece seguro que la muerte produce el deseo
de pertenencia y posesividad para compensarse a sí misma por tanta ruina, por
tanta miseria. Eso sintió Julia al amanecer, desnuda bajo la luz de las
estrellas, bajo ese ser poderoso y magnético que la seducía cada vez que su
madre se entregaba a la muerte. También pensaba, con precisa lógica, que su
afiebrado amor nocturno era una fuente de indestructible poder por la que
surgía la leche fresca de la vida resucitada y que el frenesí de su pasión era
parte del sistema de la regeneración continua del Universo.
Con estos pensamientos lo encontró la
aurora. Desgreñada y pálida, retornó al rancho. Las viejas barrían el patio y
acomodaban las habitaciones, para la fiesta del amanecer, con ágiles pasos, contagiadas por el
presentimiento del feliz suceso que aguardaban.
¿Cuántas veces había muerto Paulina y
cuántas otras había resucitado? Cada uno de los testigos había vivido idénticas
escenas incontables veces pero en cada muerte había algo de perfección que sólo
puede proporcionar el presentimiento de la muerte definitiva.
Solo restaba ahora que Crisóstomo
encontrara el Libro de Osiris que
Paulina había escondido y que era la causa por la cual había muerto. Salió al
patio, se arrodilló y de inmediato las viejas
formaron a su alrededor un anillo negro, inmóvil y preñado de severas
invocaciones. Así permanecieron largo tiempo hasta que Crisóstomo se incorporó
lentamente, giró a sus espaldas y avanzó paso a paso hasta el casi derrumbado
horno de adobes. Metió en él sus manos y sintió que una arrolladora furia lo
tocaba cuando asió el libro y al mismo tiempo lo aturdió el griterío de las
viejas en el dormitorio y el llanto de Paulina, primero como el gemido de un
recién nacido, más tarde con la voz de una niña adolescente y recién al
mediodía con su propia voz, aguda y chillona, mientras servían el almuerzo
colectivo.
Después venía un período durante el cual
Crisóstomo Rivero retornaba a su magia y a las cosas de la vida cotidiana y los
seres comenzaban a transgredir las leyes naturales para vivir en un mundo
paralelo, invertido y encantado, donde todo es posible y abundante.
Sin embargo, Paulina tenía en su sistema
cerebral un circuito por donde a veces se desprendía una pizca de
racionalidad con la que trataba de orientarse para tratar de salir de
esa tormenta mágica que su esposo había desatado sobre el hogar.
Fue así como un domingo, cerca del
mediodía, mientras Crisóstomo se encontraba leyendo el diario y Julia preparaba
la mesa para el almuerzo, Paulina tomó la decisión de expulsar los fantasmas de
su camino. Preparaba el horno para cocer el pan y había introducido gruesos
leños secos que ardían ruidosamente con una especie de odio y enseñamiento.
Crisóstomo levantó la vista en el exacto
momento en que Paulina tiraba el libro a
las llamas. Quiso gritar para advertirla pero ya ella se volvía hacia él con el
rostro encadenado al terror y a la desgracia. Con ojos suplicantes y tristes lo
miró por última vez tratando de decirle algo, unas pocas palabras que apenas alcanzó
a balbucear. Cayó de bruces y en un instante todo su cuerpo se convirtió en
cenizas que el viento del mediodía comenzó a barrer, rítmicamente.
EL
EXTRATERRESTRE
El extraño ser avanzó tambaleándose en dirección al pueblo. Parecía
sometido por una poderosa fuerza gravitacional y por momentos amenazaba caer
sobre el polvo de la calle. Tenía puesto sobre su cabeza unas largas y rústicas
antenas de alambres oxidados y envolvía su cuerpo con cables conductores de
electricidad de diferentes colores de donde pendían lámparas rojas y verdes que
se encendían y apagaban en forma intermitente. Una pesada batería de automóvil
colgaba sujeta a su espalda por gastados correones y de allí partía el fluido
que alimentaba el circuito eléctrico.
Era un individuo anciano pero
todavía fuerte que, cuando el griterío de los niños y los
ladridos de los perros enfurecidos se calmaban, hacía oír su voz, con una especie de sonido claro y ahuecado,
como si surgiera de una garganta metálica, que
podía escucharse a gran distancia. Tenía algunos golpes en el rostro de
donde salían débiles gotas de sangre, pero su figura agotada y andrajosa se
mantenía erguida y desafiante.
-Yo soy la voz de un mundo que vendrá –
venía diciendo – y profetizo el advenimiento de una conciencia planetaria. Soy
emisario de una dimensión desconocida por ustedes y he logrado este contacto
por la divina voluntad de mi Maestro que está allá, en el espacio exterior,
vigilando mis pasos con generosa complacencia.
La gente iba acercándose con el brutal instinto
de las fieras impenitentes. Le arrojaban toda clase de objetos y lo
escarmentaban con grotescos insultos. Babeaban de risa y lo pateaban al pasar.
Otros, a caballo, trataban de pisotearlo, pero él siguió su paso esforzándose
por salir de allí y tener, a la vez, el tiempo suficiente para dejar las
semillas procreativas de su espíritu en cada pueblo por donde pasaba.
-He atravesado un puente construido con
la fría luz de las estrellas y el líquido caliente de mi propia sangre y he
descendido por el cordón de plata de la transmigración a este cuerpo que no es
mío y que pronto abandonaré. Mi nombre es Gob y soy el Genio de los Duendes de
todas las esferas habitadas. Practico los encantamientos, proporciono la gracia de las ensoñaciones,
no gratuitamente, sino a cambio de la felicidad que otorga la fe. Provengo del
Planeta de los Sueños, habitáculo mágico donde se elaboran las ondas expansivas
de los sentimientos que llegan a esta lejana Tierra como emanación de los
misterios.
-Es un pobre viejo, un loco – comentaba
alguien - , y no es justo dejarlo vivir así, mendigando por las calles,
sometido al escarnio y al castigo de gentes degeneradas que lo martirizan sin
motivo.
-¿Es necesario, acaso – continuó el
extraño -, que me obliguen a demostrarles que soy el auténtico profeta que ha
cruzado setecientos setenta y siete
cielos para mostrarles los prodigios del devenir? ¿No es suficiente mi
sufrimiento corporal y la visión de estos equipos ultrasónicos capaces de convertir
en polvo una ciudad entera? ¿Será posible que todo este pueblo con sus hermosas
casas, con sus niños y fuentes, con sus altos árboles y ricas bibliotecas no
haya pasado por el tamiz de mis filtros selectores? Tan solo necesito que uno
de entre todos ustedes bese la tierra que van pisando mis pies para que sean
salvados por mi intermediación.
Muchos dejaron de escucharlo y se
refugiaban en las maquinaciones de sus cansados cerebros. Otros miraban
absortos y lejanos, con una mueca mezcla de fastidio y de burla. Y los más pequeños proseguían sus ataques con
piedras y hasta los mismos perros se atrevieron a encarnizarse con sus
doloridas piernas.
El extraño ser comenzó a alejarse del
pueblo, pero su voz continuaba escuchándose, nítida y amenazante:
-La vida es para ustedes una consecuencia
pero no la aceptan como un objeto lógico y al mismo tiempo útil para el
desarrollo de sí mismos. Son más bien unos estúpidos parásitos encadenados a la
supervivencia y a la grosera práctica del desgaste. Despierten, porque falta
muy poco para que se cumpla el tiempo previsto por los Dioses. Acabará el
período de las fáciles creencias y de las mistificaciones. Se disolverán las
causas que provocan angustia y terror colectivos. Abran sus ojos, pobres
animales; el día de la aniquilación se aproxima. Todo se invertirá como en los
sueños. Aquello que está encima caerá y el oeste pasará al este. Los niños
serán mayores que los ancianos y habrá peces donde hoy vuelan los pájaros.
Casi nadie escuchaba el largo discurso.
A la hora de la siesta todos se desplomaban hacia el imán del sueño como un
enorme animal aletargado bajo el sol.
El hombre se volvió y tomando una de las
antenas, en cuyo extremo brillaba una tenue lamparita, apuntó hacia el grupo
más próximo de casas.
-Por última vez –gritó-, deben comunicarse
conmigo antes que sea demasiado tarde.
Alcen sus ojos y verán en el cielo mi transporte galáctico que brilla como una
estrella en pleno mediodía.
Nadie contestó, ni siquiera los perros
que jadeaban bajo la sombra de las frescas moreras y habían perdido todo
interés en él.
Crisóstomo Rivero apuntó nuevamente
hacia el pueblo y en el mismo instante un repentino terremoto mezcló la sangre
de los hombres y los animales, las casas y las hojas de los álamos. Todo se
convirtió, en segundos, en una nube de polvo rojizo y cenizas que oscureció la
luz del sol.
Siguió su marcha lenta y torpe hacia el
carril que lo orientaba hacia el próximo poblado.
-Yo soy Gob –iba repitiendo- y profetizo
el advenimiento de una nueva forma de existencia…
Mientras Crisóstomo Rivero, transformado en un extraño extraterrestre,
proseguía su lento peregrinaje por el mundo anunciando la llegada de la vida
divina, el polvo gris del cuerpo de Paulina volaba con el viento del sur hacia
la extenuación de la materia. Julia, en pocos años, envejeció grotescamente y
se convirtió en una vieja desdentada y sucia, semicubierto el rostro por una
abundante y despeinada cabellera. Vivía sola en el rancho de adobes y
escasamente se la venía caminar por la huella que conducía al pueblo, con sus ropas negras desgastadas por el tiempo,
encorvada y sosteniéndose sobre un bastón. Así se la veía, muy de vez en
cuando, repitiendo una y otra vez la misma imagen, como si su figura fuera
proyectada por una máquina invisible. Andrajosa
y sucia, rodeada por docenas de perros de todos los tamaños, dóciles guardianes
de una huérfana maliciosa y astuta de la que todos huyen prestamente.
Julia Rivero tenía a los veinticinco
años el engendro de las ásperas
mutaciones que socavan la alegría de vivir. Era un símbolo popular de cuanto
puede hacer la presencia del maligno cuando decide compartir la vida familiar
de los hombres. Ella, que había conocido la voluptuosidad de la juventud y de
la belleza, que había sido dotada de las inimitables formas que proporciona la
geometría del cielo a sus hijas preferidas, vivía castigada por desconocidos
pecados y soportaba el horror de la depredación biológica por el único motivo
de ser la hija de Crisóstomo y Paulina.
Vivía aislada en el rancho, dentro de un
perímetro de quinientos metros, en cuyo límite las viejas del pueblo encendían
centenares de velas para que no se atreviera a traspasarlo, para impedirle
cualquier intento de comunicarse con los demás.
Ya
muchos tenían grabadas en sus mentes la silueta de la apestosa vieja que dormía
rodeada de su cuadrilla de perros cimarrones y en cada ocasión propicia
relataban el pánico que habían sentido al encontrarse frente a ella en alguna
vuelta del camino. Se sospechaba que Julia transformaba a los niños en dóciles
perros y a sus enemigos en animales domésticos que luego le servían de
alimento.
El espacio físico que guardaba su morada
era improductivo. Sin embargo, hacía largos años que ella se alimentaba
diariamente y mantenía sus perros ágiles y sanos. Sobre la tierra salitrosa
sólo crecía una vegetación achaparrada y gris. Los antiguos álamos y sauces
apenas si conservaban el grueso de sus esqueletos quemados. El curso de la
acequia, que alguna vez había transportado resbaladizos bagres y abundantes
espárragos, se había borrado definitivamente. Zona marginal de desolación y
muerte a la que nadie accedía, región del terror y de las alucinaciones, núcleo
de supervivencia de rojas salamandras, fruto del furioso gesto de algún mago
enfermo y fracasado.
Por eso ninguna persona tuvo, jamás, el
valor de pasar de noche frente al rancho de los Rivero. Había un poder que lo
impedía, una onda de superstición acaso,
tal vez una cúpula electromagnética o un arcoiris de energía mental superior.
Los vecinos más osados llegaron hasta el círculo de cirios encendidos, pero
allí entonces se les aparecía el hombre de algodón, fantasmas de cerdos o
perros sin cabeza.
Así se mantuvo intacto el camino para
que el jinete vestido de negro, montado en su caballo tordillo, flanqueado por
sus cinco perros y con gesto despreciativo llegara sigilosamente en cada
plenilunio, a la medianoche, y desmontara con su prestancia de General de las
Tinieblas, ávido de las generosidades que guardaba para él la loca de los
perros.
Desde Tíbero Tadeo, cuatro siglos antes
de nuestro tiempo, afortunado campesino romano que descubrió la estatua de
mármol todavía intacta de la Venus Andrógina
del Teseo, nadie contempló en lugar alguno de la tierra un modelo más acabado
de la divinidad femenina que Florentino González.
Apenas desensillaba, como sin apuro, su
paso sobre el suelo arrancaba destellos de vaporosas luces rojas y violetas que
encendían el ámbito del rancho, modelando sobre cada adobe, sobre cada trozo de
madera o de caña, las columnas de un soberbio palacio de transparentes
cristales. Avanzaba a paso lento, con el rostro levantado en señal de
magnificencia y señorío. Entonces, en esos precisos instantes, Julia, desde su
propia ruina comenzaba a transfigurarse en una bella adolescente que recibía
sobre su piel el reflejo aumentado de la fresca luz de planetas y soles
distantes, convertida en un punto axial donde fluía ininterrumpidamente la Gracia Original de toda raza
pasada y futura.
Julia Rivero lo miró desde su
resplandeciente renacimiento y Florentina González, el Chino, con la sonrisa
sarcástica de Satanás, mostró sus dientes de oro y le tendió las manos. Sin la
necesidad del tiempo que abruma a los humanos,
sin la prisa con la que cada
hombre quiere sujetar los brevísimos instantes de placer y de afortunada
sensualidad, Julia y Florentino se regocijaron secretamente en el fastuoso
globo mágico de la lujuria.
Luego Julia observó que las luces
disminuían poco a poco su intensidad y creyó recodar, repentinamente, detalles
de una sencilla infancia, los años escolares, el día en que su padre compró un
libro de magia, el cuerpo de Paulina dormida-muerta bajo una sábana de blancos
claves, la noche que despertó sobre una parva de pasto y entonces pegó un
grito, ese grito que la gente escuchaba todas las noches, mezcla de placer y de
espanto, de furia y de impotencia, sonido mitad de perra, mitad de mujer.
Se vio al instante tirada sobre los
trapos de su cama, rodeada de cariñosos perros que la observaban curiosamente.
Lloró en silencio hasta el amanecer.
JUAN COLETTI
No hay comentarios:
Publicar un comentario