LOS RIESGOS DE LA CONTAMINACIÓN

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         Todo comenzó con la contaminación de la ciudad. Aparecieron víboras  serpenteando en nuestros frescos jardines, arañas peludas contoneándose por las aceras. Enormes ratas cebadas en las inmundicias se desplazaban sobre los relieves de ese mapa sórdido y maloliente que habíamos empezado a integrar en silencio y casi sin darnos cuenta, como parte del hábito mecánico de vivir en una sociedad que se degradaba a sí misma cada día.
       Al principio era solamente uno que otro animal surgido de los baldíos cubiertos de yuyos y desperdicios o de las plazas abandonadas. Se nutrían con las sobras del Mercado de Abasto y se transmitían a lo largo del Río Suquía; vagaban despreocupadamente por barrio Pueyrredón o en las proximidades de las curtiembres y frigoríficos de San Vicente; aparecían cada vez menos frecuentemente por la Avenida de Circunvalación, por los ventiluces de los restaurantes y confiterías, por los accesos y calles, triturándose bajo la violencia de las ruedas de los vehículos y formando sobre el pavimento una aceitosa y resbaladiza capa con la asquerosa sustancia de sus cuerpos.
       Después el número de las alimañas fue creciendo junto a miles de perros y gatos abandonados, sucios y hambrientos, roídos por la indiferencia de sus dueños y por la hidrofobia.
       Poco a poco, los peligros de andar por las calles y los espacios abiertos no fue obligando  a vivir encerrados en nuestras casas, atentos a cada movimiento de las bestias que nos cercaban, ahogándonos sin pausa en las mefíticas emanaciones de la polución. Se pavimentaron los parques y jardines, pusimos cebos envenenados en cada cueva, en cada rincón sospechoso, en los techos de las viviendas, en los tachos de los desperdicios. Inventamos trampas de agresivos y sutiles mecanismos en cada rastro mugriento que encontrábamos en la proximidad de nuestros cada vez más reducidos oasis. Casi sin repugnancia nos fuimos habitando a matar bichos, a barrer inmundas lagartijas que aparecían en los dormitorios, lentos alacranes bajo las camas de los niños, acechantes víboras entre los libros de las bibliotecas. En cada hogar se mantenía una continua fogata donde se quemaban los restos de toda aquella basura animal y en las grandes industrias se construyeron hornos crematorios para meter allí, viva o muerta, toda cosa apestosa que pudiéramos recolectar.
       Sin embargo, a pesar de ese manto entrópico que empezaba a cubrirnos, no entendíamos en aquellos horribles momentos que el verdadero Mal es una  acumulación progresiva de desgracias, una de cuyas consecuencias es la proliferación de los animales inferiores. Ahí estaba –pero entonces no lo sabíamos- el fruto de todas y cada una de nuestras transgresiones. Y debió ser, seguramente, una total, absoluta falta de real conocimiento,  lo que hizo posible que soportáramos el horror de la afrenta que nos infligían. Después, cuando empezó a aparecer en nuestra mente una tenue luz de inteligencia, comenzamos a tener una vergonzosa conciencia de nuestra directa participación y responsabilidad en la biogénesis de aquellos repulsivos productos de la naturaleza.
       El paso de estos tormentosos años y las transformaciones experimentadas por mi cerebro han alterado preciosos conocimientos que poseía sobre aquel mundo y sus circunstancias. Aún borrosos los términos, jamás pude olvidar un fragmento de un extraño libro que había leído en mi adolescencia, escrito por Vittorio Cesaroli, “De lo agreste y lo mágico”, que decía más o menos lo siguiente: “En la pieza del hombre corrupto aparecen piojos y cucarachas verdes, en la del degenerado sexual pequeñísimas víboras casi invisibles arrastrándose por el piso. La mujer sucia de mente y de cuerpo produce la multiplicación de las moscas, y en el hogar de ciertas familias envidiosas y maldicientes crecen sapos escuerzos debajo de las baldosas”.
       Una ciudad que era el centro de un vasto y rico país, devorada por el explosivo crecimiento de especies animales que pretendían reemplazar a la raza humana que la habitaba. Era inconcebible y también improbable que ello ocurriera cabalmente. No sabíamos, porque posiblemente jamás había llegado hasta nosotros la historia, de que algo semejante hubiese ocurrido alguna vez en algún lugar del mundo. Salvo el espantoso caso de la ciudad de San Miguel de Catanuha, al norte de Brasil, que había sido devorada por enormes gusanos, ninguna historia de horror se parecía a la que estábamos viviendo entonces.
       Cedíamos, sin encontrar vestigios de una voluntad que lo negara, espacios físicos y espacios de conciencia frente a los invasores. Habíamos borrado los proyectos e ideales que caracterizan el movimiento del hombre hacia el porvenir de sí mismo. Parecía irreal que personas que ayer mismo miraban con deleite las místicas constelaciones del espacio, hoy sólo observaran el piso para evitar que una serpiente se anudara en sus piernas. Que gente acostumbrada, largamente adiestrada en el complejo juego de introducirse en las fabulaciones de la psicología profunda, el estudio de las religiones y la práctica de la metabiología, ahora limitaran sus vidas a espantar sanguijuelas y arañas venenosas.
       Algo había estado ocurriendo en nosotros desde hacía largo tiempo. Pero no sabíamos qué era o quizá no quisimos saberlo. Ya el mal estaba concentrado en nuestro secreto, íntimo y siempre justificable mundo interior. El mal tenía la forma irreducible  de millones de presencias repugnantes y ariscas, que nos enfrentaban con ensañamiento, provocaban nuestra impaciencia y nos quitaban el sueño y hasta el mismo deseo de vivir.
       Era evidente –ahora lo sabemos y no en aquellos años oscuros- que estábamos suprimiendo de nuestros mecanismos naturales los reflejos instintivos de la autodefensa y la salvación. Dejar abandonar la voluntad de crecimiento y permitir que todo sobrevenga como parte de una fácil y cómoda interpretación del destino. Determinismo y voluntad eran sólo polos de una antinomia incomprensible, una fórmula que no podíamos resolver, tal era la flaqueza de nuestro ánimo. La polución se presentaba entonces como la falta del poder de decisión, la pérdida del instinto social, la disminución de las energías necesarias para hacer frente a la violencia exterior que nos arrastraba al abandono.
       Todo esto que cuento fue antes de la llegada de los pájaros carnívoros. Aún permanece en nuestro recuerdo la tarde de verano del mes de diciembre de un año olvidado en la vergüenza. El fulgurante sol se derramaba tras las Sierras Grandes, entre espléndidos sopores de azufre y naranja. Y allí mismo, sobre las gasas lilas y grises del ocaso, vimos por primera vez las bandadas de cuervos reflectando la palidez última del sol sobre sus lomos azulados.
       Vinieron directamente a la ciudad. Se aposentaron sobre los galpones de las fábricas, encima de los techos del ferrocarril, en las azoteas de los edificios más altos, en las antenas de  televisión, en los árboles de las plazas y avenidas. Era, aparentemente, una parada de observación  y de estudio, una avanzada del gran ejército que vendría después a provocar el nacimiento de la segunda etapa en el destino de nuestra mutación. Fueron ellos, los cuervos, quienes proyectaron los inteligentes métodos de ataque y exterminio que poco tiempo después empezarían a ejecutar. Fueron ellos, con su soberbia inteligencia, los que trazaron las rutas aéreas, los puntos de ataque, la estrategia y las tácticas de lucha  de las aves invasoras.
       Aquella noche, anticipándonos proféticamente a las desventuras del tiempo por venir, y como si una idéntica imagen de televisión hubiese atravesado y grabado nuestras mentes, la mayoría de los habitantes de la ciudad sitiada soñamos con un nuevo mundo, destartalado y ecléctico, formado por los desperdicios de la sabiduría, sobras de sentimientos y de invenciones fracasadas, todo sazonado con el agrio condimento de la desesperanza.
       Algo  o Alguien estaba planificando, en la trastienda de nuestras almas, un cambio radical. No sabíamos el porqué, ni jamás lo sabremos. Porque, al fin, la existencia misma de la Creación parece ser un festín experimental más que un piadoso destino o un curioso significado.
       A la llegada de los cuervos sucedió, al día siguiente, la de las majestuosas águilas, tan seguras y fuertes, atentas y diestras en el ataque. Después vendrían los repelentes buitres, macilentos y encorvados, a inaugurar su insaciable apetito con la carroña y la podredumbre. Días más tarde, en lánguidas bandadas, llegaron los simples y campesinos chimangos (pordioseros de la basura) junto a sus hermanos de instinto, los aguiluchos. Habían sido convocados junto a las otras especies voladoras a la ciudad sagrada de la pestífera abundancia, donde comer, destruir, exterminar y multiplicarse era el más puro canon biológico, el más vasto campo de experiencia y expansión jamás soñado por ellos o por nosotros.
       La matanza de alimañas que de inmediato empezaron a realizar los hijos del espacio obligó a los habitantes de la ciudad a permanecer ocultos en sus viviendas, atónitos y expectantes ante el espectáculo de la gran guerra en la que todavía eran ignorados. No fue aquella una batalla en el sentido en que nuestra cultura histórica nos había enseñado, sino cientos de escaramuzas y breves combates de aniquilación a los que seguía el natural banquete. Unas especies comían la carne fresca, otras la putrefacta; y así continuaba, jornada tras jornada, la feroz ordalía de aquellas bestias inferiores. Al despertar de cada día le sucedía el hervor del griterío, las persecuciones y las matanzas masivas. Pájaros de diferentes tamaños, negros y hambrientos, sobrevolaban la ciudad y los barrios de los suburbios, ordenando las ejecuciones, barriendo los desperdicios, espiando los menores movimientos de los enemigos que al final transformaban en sus alimentos predilectos, en el centro y la justificación de sus trabajos. 
       “En un par de días –aventuraron los vecinos menos escépticos- esto habrá terminado. Los pajarracos destruirán a las sucias alimañas. Los jardines y las calles quedarán limpias, se reducirá la polución y el cielo volverá otra vez a ser azul y transparente como antes”.
       Se expresan de ese modo quienes de continuo acostumbran a menospreciar, por simple ignorancia o por malsana estupidez, el nivel de inteligencia colectiva de ciertas especies animales, puesto que según lo descubrimos más adelante no era aquél, precisamente, el pensamiento de las ratas y las víboras, las comadrejas y los hurones, las arañas y lagartos, las moscas y los míticos matuastos. También ellos, ante la depredación de que eran objeto sistemático multiplicaron sus métodos de defensa y abastecimiento: centuplicaron sus crías, fortificaron sus reductos, los secretos pasadizos de sus cuevas; ampliaron las líneas de astucia y de traición para ganar espacio y oportunidad de continuar lo que había sido siempre en el mundo: una repugnante y cruel realidad.
       Pero todo ese esfuerzo especial y carismático de sus impulsores cibernéticos era insuficiente para ganar aquella devastadora guerra porque día tras día, hora tras hora, de alguna distante e inagotable fábrica fluían millones de pájaros rapaces, agresivos y hambrientos, dispuestos a relevar a las diezmadas huestes voladoras con idéntica y sanguinaria decisión, con el frenético fanatismo que los conduciría hacia el hartazgo o el holocausto suicida.
       Pasó un largo tiempo, inconmensurable en nuestra actual y frágil memoria, alterada por las fricciones de la brusca mutación que estábamos sufriendo. Se agotaron las provisiones, faltaba agua y medios de comunicación. Apenas podíamos ir, con grave riesgo, de una casa a otra a causa del caos, la pestilencia y el espanto en que todo se había sumergido a nuestro alrededor.
       El olor nauseabundo de la carroña, el ruido de las alas y de los picotazos, los árboles destruidos, sin electricidad ni teléfonos, sin esperanza de comunicarnos con el exterior de nuestra ciudad, de ser socorridos, nos hundió en una oscuridad melancólica y en la inanición física.
       Ya entonces los pájaros habían exterminado uno por uno a todos aquellos malditos bichos de la superficie que habían surgido como florecimiento de la contaminación. Bien alimentados y satisfechos, los carnívoros aéreos eran ahora más grandes y fuertes, doblemente agresivos y desafiantes.
       Si habían ganado la guerra y hecho propios los objetivos de la invasión –pensábamos nosotros, ingenuamente -, estaba llegando el momento en que buitres, águilas, cuervos y demás especies remontaran su definitivo vuelo  y se marcharan dejándonos en paz.
       Pero no fue, desdichadamente, así. Decidieron quedarse sabiendo que en la ciudad había todavía suficiente alimento para muchos años. La idea de que se fueran surgió porque pensábamos que no teníamos nada estimulante para ofrecerles después de haberse  cebado en la abundancia. Sin embargo, éramos nosotros, los propios habitantes de la ciudad corrompida, la carne reservada para el banquete final de los invasores.
       Lo comprendimos de modo fulminante cuando empezaron atacando los patios donde a ratos dejábamos jugar a nuestros niños. Cientos de ellos murieron procurando alcanzar la casa de un familiar, otros en las proximidades de los casi abandonados sanatorios y la mayoría mientras eran sorprendidos buscando una porción de alimento.
       Estábamos cercados, sometidos por un cruel enemigo, ensañado en la preciosa carne y en la sangre del hombre. La gente moría de hambre y de sed, y solo Dios tendrá registrado en el Libro de la Vida todos y cada uno de los hechos que ocurrieron en ese terrible tiempo de aislamiento y exterminio. Hemos bloqueado intencionalmente los recuerdos y vivencias de ese período siniestro que empezó con la contaminación de la ciudad y culminó con la llegada del Gran Buitre Real.
       Así denominamos al cóndor de alas gigantescas que tomó como Guarida el Parque Sarmiento. Vino con su corte y su familia, armados con el despreciable orgullo y la típica violencia que otorga la altura a los rastreadores de basura. Porque eso era el Gran Buitre Real y todos los suyos: simples comedores de gusanos y podredumbre.
       La envergadura de sus alas tendría unos veinte metros  y el alcance de su ferocidad abarcaba un radio que encerraba a la ciudad en  un campo de concentración, un vasto corral de animales atemorizados corroídos por el pánico.
       Para aumentar entre cinco a seis veces su tamaño normal debió haber sufrido un grave trastorno en sus dispositivos genéticos en algún lugar y en algún tiempo que nos era desconocido. Así, cuando lo vimos aproximarse por primera vez, volando en círculos sobre los abandonados edificios del centro, comprendimos con dolorosa claridad que la insolvencia y los despropósitos de los ciudadanos acumulan el desperdicio de energías para generar déspotas y monstruos, haciendo evidente el escondido masoquismo ancestral, el sentimiento de culpa original que hace de todo hombre un Adán avergonzado de sí mismo.
       En ese hermético pensamiento se ocultaba la razón por la que la mayor parte de los sobrevivientes se congregara cierto fatídico día en los principales accesos de las antiguas autopistas y convergieran, estúpidamente, hacia el centro de la ciudad para ofrecerse en holocausto al hambre vicioso de las aves de rapiña.
       Ese día, que jamás podrá ser borrado de nuestra memoria porque es una sublime advertencia para lo seres del futuro, sucedió el más grande acto de suicidio en masa de que se tenga registro en la historia de las comunidades humanas. Fue el último acto de impotencia de quienes habían creído ver en el modelo de una ciudad viciada y contaminada, solamente el signo de la decadencia de los tiempos modernos. En el deseo de ofrecerse dócilmente como alimento a las feroces aves de rapiña debió estar el secreto motivo de su parálisis espiritual. Habían sustituido sus credos religiosos, sus adhesiones políticas  y su interés en la cultura, por el irrefrenable y antinatural deseo de abreviar drásticamente el duro ejercicio de vivir y de luchar.
       El Gran Buitre Real los convocó al martirio de sus propias vidas y las de sus hijos sólo con la fascinación de su bárbara e imponente presencia. Ellos acudieron con fanáticos cantos e improvisados estandartes de ridículos símbolos a la reunión sacrificial. Sucumbieron ante los picos y garras de águilas y cuervos con el desventurado pensamiento de que por ese camino encontrarían el cielo de la libertad espiritual, el final de sus sufrimientos y pesares. Pero, en realidad, solo sirvieron de banquete en la apestosa orgía de los carroñeros.
       Un pequeño grupo de confabulados, oponiéndonos a los caminos de la concentración macabra, pudimos huir hacia las montañas, viajando durante la noche y durmiendo de día en pozos camuflados con malezas y plumas. Famélicos, enloquecidos, desnudos, utilizábamos nuestras últimas fuerzas en correr agazapados en la oscuridad, escuchar atentamente el menor sonido de un ala al plegarse en el aire, cavar diestramente con las manos, comer raíces y tallos de plantas silvestres en un supremo deseo de no agotar las fuentes instintivas de la supervivencia.
       Han pasado desde entonces inviernos y veranos interminables sobre estas rocas. Durante el día, observamos por los secretos miradores de nuestras  cavernas ese gran valle donde estaban las grandes ciudades y los campos cultivados, las anchas carreteras, los lagos con sus vistosas embarcaciones, los teatros y las librerías, los parques y los juegos infantiles, los cementerios donde quedaron nuestros antepasados, los lugares de oración y de trabajo.
       Hasta donde alcanza nuestra vista no hay nada que parezca humano, ni seres ni signos de civilización, ni siquiera un animal que camine  o se arrastre sobre la superficie de la tierra. En otros lugares de nuestro país y del mundo –si es que ese mundo existe todavía-, nadie sabe de nuestra existencia. Y si llegaran a encontrarnos no podrían reconocernos, tantos hemos cambiado.
       Millones de animales voladores han hecho de nuestra pequeña patria provinciana su santuario, el punto de reunión y de multiplicación. Es increíble, pero siguen allí, creciendo en número, persiguiéndose y devorándose entre ellos, con la misma y desmesurada plenitud de violento apetito que tenían las primeras bandadas que se aposentaron allá hace tanto tiempo.
       A imagen y semejanza de esas odiosas bestias, también nosotros permanecemos en la constante idea de transmutación, mimetizándonos con el paisaje y con cierto arquetipo axial de nuestros vencedores. Durante el tiempo en que una generación concede a la siguiente el privilegio de descubrir los horrores del nacimiento y de la muerte, nos hemos alimentado con carne y huevos de las aves que ahora ocupan el lugar que nos había asignado a nosotros la predestinación de la vida. No otra cosa hemos podido hacer durante  este largo cautiverio para forjar el camino de regreso.
       Con astucia y genuina crueldad aprendimos a poner trampas, a robar los huevos de sus nidos, a matar sus pichones, a golpearlos a traición, a beber la tibia sangre de sus cuerpos recién degollados.
       Nuestras naturalezas personales, reducidas por el hábito del espanto y el ocultamiento, han ido empequeñeciéndose progresivamente. Somos apenas un saco de  cuero y huesos cubiertos por un espeso vello, semejante a escamas plumadas que nos protege de los rigores de las inhóspitas montañas. 
       Felizmente (usando este insólito término por el simple presentimiento de que está próximo el día de nuestra gloriosa salvación), cada niño que nace es más parecido que sus padres a un águila. La nariz aplastada, los dientes apretados en una doble fila en pico, la prolongación de los labios duros como cuero. Garras en los pies, las manos larguísimas, el vello  plumado más crecido y denso. El cuerpo liviano y muy pequeño, los huesos delgados y huecos. Nos estamos transformando, esa es la única verdad, en pájaros rapaces que pronto volarán en bandadas sobre la línea del horizonte hacia la libertad.
       Faltando ya poco para salir de estas hediondas cavernas, nos mantenemos en continuo análisis de la solemne situación y no dejamos de entrenarnos ni un solo día.  Cuando el Gran Buitre Real atraviesa en meteórico vuelo ese amplio y amado cielo que algún día nos pertenecerá, mostramos a nuestros polluelos los modelos de la semejanza y el antagonismo para advertirles y asegurar en ellos la necesaria capacidad de discernimiento y una estricta disciplina antianalógica. La vocación contestataria y el dominio de una praxis intuitiva e irracional se refleja en una de las máximas de nuestra comunidad: “Ser águila veloz, inteligente buitre, cóndor de poderosas garras, para vencer la rapidez del águila, superar los movimientos mentales del buitre, destruir la coraza y la furia del cóndor”.
       Ya no existe otra meta que supere el anhelo de tantos corazones. El impulso hacia el Nuevo Mundo que estamos construyendo en la más religiosa intimidad provoca en nuestra sangre un delicado entusiasmo. Amamos con predilección los arquetipos míticos que orientan los sueños de expansión, los fugaces y eclécticos relámpagos de las más sólidas intuiciones. Imaginación dura como roca, sentimiento veloz como el rayo, pura voluntad, dominio de poder.
       Cuando tengamos el tamaño y la robustez  exacta, a la precisa hora que marca el signo de la predestinación, arrojaremos al abismo las rocas que taponan estas profundas cavernas y echaremos a volar hacia la morada inexpugnable que hemos cimentado con nuestro sufrimiento.

JUAN COLETTI







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