¡AHÍ VIENEN LAS GITANAS!


     -¿Vos le  tenés miedo a las gitanas? – me preguntó un compañero mientras íbamos camino a la escuela.
-¿Pero qué estás diciendo, que soy un cobarde? –casi le grité, enojado por lo que me había dicho.
-Entonces, si realmente no te asustan, mirá hacia allá.
Miré hacia mi izquierda.
-No, a la derecha.
Di vuelta la cabeza y observé que hacia nosotros venían tres gitanas. La mayor era gorda y robusta, la otra más joven y alta, y la tercera, casi una niña, como de mi edad, pero muy bella. Vestían ropas de colores chillones, polleras largas y, la mayor de todas, un pañuelo atado a su cabeza.
Sentí que las piernas se me aflojaban, pero había dicho que era valiente y tenía que demostrarlo. 
-¿Qué te pasa que te has puesto pálido? –volvió a decir mi amigo, riéndose a gusto. 
-Este…yo…no…no tengo miedo. Ya…ya verás cómo hablo con ellas.
Las tres extrañas mujeres ya estaban  enfrentándonos.
-Hola, mis buenos mozos –exclamó la gitana gorda yendo a nuestro encuentro-. No corran, que no pienso comérmelos.
-No…no me gustan estas cosas –tartamudeé yo, casi congelado de terror-. Déjeme…tengo que ir…a la escuela.
-¡Eh!, muchachito lindo, vení para acá. Mostrame tu mano que voy a decirte la buenaventura.
Me quedé tieso como una estatua y adelanté  la mano derecha mientras un sudor frío brotaba de todo mi cuerpo.
-Te diré tu buena suerte si me das tu dinero. Las gitanas somos pobres y vivimos de la caridad de los buenos cristianos. A ver, sacá la plata de tu bolsillo.
-Tengo solo unas monedas para comprar la merienda  de hoy.
-Está bien, me conformaré con esto. Ahora veamos el futuro.
La mujer tomó con firmeza de mi brazo y dirigió  sus ojillos atentos hacia las líneas de la palma de mi mano. A su lado, mi compañero de clase  permanecía completamente tranquilo y se reía como si aquella escena le produjera una gran diversión.
-A ver…a ver…Aquí hay algo interesante, muy curioso. ¿Te gustan los libros?
-Sí, bastante. Me agrada leer.
-¿Te gustaría escribir libros cuando seas mayor?
-Bueno, no sé… A lo mejor.
-Todo está grabado aquí, jovencito, en las líneas de tus manos. Tu pasado y tu porvenir. Veo claramente que serás escritor. ¿Me has entendido? Dije escritor.
-Sí, sí.
Me produjo un gran alivio que aquella enorme mujer soltara mi brazo, pero seguía mirándome fijamente, muy seria.
-Sí, señorito. Te acordarás siempre de mí, de este día –continuó  diciendo la gitana-. Escuchá  atentamente lo que voy a decirte. Mi nombre es Zulma  y acabo de anunciarte tu destino. Pasarán los años y un buen día, imprevistamente, sin saber por qué, escribirás un cuento que recordará,   precisamente, esta  conversación. 
-¿Un cuento? ¿Un cuento sobre qué? – me animé a preguntar.
-Míranos bien, y vos también, chiquito. Esta joven es mi hermana menor y su  nombre es Zoraida, y esta pequeña es mi hermosa Zulema, mi hija.
-No las olvidaremos nunca –dijo mi amigo dejando de sonreír.
-Como te dije hace un instante –continuó diciendo la gitana-, dentro de algunos años, repentinamente, la imagen de estas tres mujeres se te aparecerá en el recuerdo. Entonces, de prisa, casi con desesperación, escribirás un cuento para niños que llevará por título  “¡Ahí vienen las gitanas”. Que Dios los  bendiga.
Mi compañero y yo continuamos en silencio nuestro viaje hacia la escuela. Pablito ya no parecía burlarse como al principio y caminaba pensativo.
-¿Y?
-¿Y, qué?
-¿Qué te parece lo que dijo la gitana? ¿Te gustaría ser escritor?
-No sé. Todavía soy muy chico para pensar en eso. Pero de una cosa sí estoy seguro. Si algún día me convierto en escritor, jamás, pero jamás, escribiré un cuento que se llame  “¡Ahí vienen las gitanas!”
-Así me gusta –exclamó mi amigo-, hay que estar loco para creer en esas cosas. ¡Bah! Nadie puede adivinar el futuro.


JUAN COLETTI

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