COMO LOS MEJORES VINOS

Por Jorge Felippa
Si leer fuera un vicio, La Memoria del Polvo provocaría adicción definitiva. Hay ocasiones en que este oficio elegido (leer, escribir) despierta dormidas apetencias en el alma. Los niños suelen maravillarse cuando recuerdan un “sueño en colores”. Y los adultos a menudo, vertiginosamente, aprenden las zancadillas del olvido. Aquí está el tema, entonces: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿de qué estamos hechos?
Barro, piedra, polvo, ahí están los materiales del origen y final de las cosas y el hombre pulvis eris et pulverem reverteris, dice la sentencia bíblica, que la sabiduría y el ingenio popular transformaron en un “de un polvo venimos y en un polvo nos hundimos”. Con estas citas, se abre el arcoíris de la memoria para que todo sea tan definitivo y frágil como la palabra.
Juan Coletti ha escrito un libro caleidoscópico y sensual. Como esa mano provocadora que manejaba la sortija en la calesita, aquí están servidos en bandeja los mejores frutos del árbol de su escritura. El hombre que vuelve por el camino del adolescente a devolver a su gente las voces e imágenes con las que el escritor se amamantó por obra y gracia de la simple ternura.
¿Cómo esconder el mar revuelto de las emociones y elegir azarosamente aquellas imágenes que reverberan aún “como resolanas debajo de la piel”?
Juan Sánchez, el protagonista, “cuarenta años después de haber partido…regresa decidido a liberar a los fantasmas de su adolescencia con el artilugio de la palabra para guardar en su corazón la memoria del polvo”. Así comienza el libro, con una declaración de propósitos y de herramienta. Y con el antiguo recurso de adelantar brevemente el contenido de lo que va a relatar, cada capítulo es una invitación a poner alerta los cinco sentidos. O de todos los que disponga el lector.
A veces Juan Sánchez es el narrador. Otras, la mayoría, hace mutis por el foro y se iluminan las vidas públicas  y secretas de todos y cada uno de los habitantes de Chachingo. Doña Rosa Gauna cuenta la triste historia de Genoveva de Brabante; Rita Zamora inicia a Juan en los placeres de la tierra; unos pícaros niños comparten la lectura de los escandalosos sermones del cura Baltazar; la gitana Zulema enseña a su hija el truco del vaso de agua y la aparición del basilisco, es decir, el modo de vivir gracias a la interminable estupidez humana; Narciso Gauna se encuentra con el Enmascarado Solitario, de viaje en busca de sus lectores; el triste deambular de los pehuenches a través del tiempo en busca de sus hermanos desaparecidos; las enseñanzas de la abuela Encarnación a sus nietas acerca de la preparación y ejecución de un carneo, y el modo de preparar gazpacho andaluz.
Hay aromas, sabores, colores, sonidos y paisajes aprendidos “mirando, escuchando y metiendo las narices  en las cosas”. El único y maravilloso libro adonde aprenden los campesinos. Esas son las enseñanzas que el inolvidable abuelo Matías le deja a Juan Sánchez, mientras lleva coliflores desde su finca a la Feria de Guaymallén, en uno de los capítulos plenos de arraigada poesía y conocimiento entrañable del lenguaje de la gente. Este es el capítulo 15. A esa altura, el libro ya ha colmado con holgura los intereses del lector. Al final la saciedad es indescriptible. 
Este “campesino ilustrado”, como alguna vez dijo de sí mismo, nacido en Chachingo, Mendoza, un pequeño poblado de veinte casas, vice en Córdoba hace veinticinco años. En 1878 obtuvo el Premio Emecé por su libro de cuentos El Jardín de las Flores Invisibles. Desde entonces, su nombre está ligado a la literatura de Córdoba. Una pertenencia que tiene carácter interesado: buena parte de su obra la escribió e esta ciudad, e integra el grupo de narradores La Cañada: una amistosa reunión literaria-gastronómica.
Con La Memoria del Polvo,  la obra de Juan Coletti puede y debiera obtener resonancias más amplias y profundas, trascendente de las pequeñas apropiaciones provincianas.

La Voz del Interior, jueves 10 de febrero de 1994.

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