YO FUI UN NIÑO ESCLAVO


En estos días la sociedad mendocina está conmovida por las denuncias documentadas de la existencia de niños que trabajan en condiciones de esclavitud laboral. Todos los medios del país se han ocupado de la vergonzosa situación, la inhumana explotación de los pequeños que trabajan en el cultivo y la industrialización del ajo.
Me asombra comprobar que han pasado décadas, tal vez un siglo, desde que los entonces  descendientes  de emigrantes italianos y españoles hasta los hijos hoy de bolivianos continúan siendo la mano de obra más barata en Argentina sin que nadie hiciera sonar la voz de alarma.
En 1941, tenía yo 9 años, mi papá acomodó un viejo azadón para que pudiera ayudarlo a surquear y hacer el “lado chico”. Al llegar ese año la época de la vendimia lo acompañaba a la cosecha. Muy temprano, al amanecer, pasaba un camión a recoger a la gente que se amontonaba sobre la carpa todavía pegajosa por el mosto del acarreo del día anterior.
Con las primeras luces tomábamos una hilera y comenzábamos a llenar los recipientes, tal como se sigue haciendo hoy. Una tarde quise acarrear un tacho que pesa alrededor de 25 kilos y se me cayó cuando intenté subir a la plataforma que permite echar la uva en el camión. Me sentí humillado frente a la risa de la gente y el enojo de mi viejo.
Después, en Fray Luis Beltrán, en Chachingo, en la Finca El Zorzal de Giol y en Russell continué ayudando a la familia sin tener ni la menor idea que yo era un niño esclavo, tanto como mis hermanitas que entonces serían niñas esclavas.
Cuando los diputados, senadores y jueces del trabajo pasan sentados cómodamente en sus automóviles, ¿jamás han observado en las viñas y en las chacras, en granjas y galpones de acopio que miles de niños muy chicos están trabajando a veces por una mísera paga y otras por solo ayudar a sus padres? ¿Sabe la culta y conservadora sociedad mendocina las tareas que hacen los niños esclavos? Voy a hacerles una síntesis.
Apenas terminada la cosecha hay que arreglar los callejones, las acequias taponadas y prepararse para el nuevo ciclo agrícola. Los niños aprenden a podar las cepas, a atar, acarrear los sarmientos, luego a desbrotar, a envolver, a despampanar, a regar.
Cuando pueden sostener la mancera de un arado van por las hileras con sus pequeños y cansados cuerpos haciendo la tarea de los adultos. Algunos, con un poco de coraje aprenden a desorillar, tarea que exige un enorme esfuerzo en todo el cuerpo para evitar que la reja arranque una cepa.
También un niño debe aprender a mugronar, a enguanar, a sulfatar. En 1945 mientras colaboraba con las tareas de fumigar las viñas con sulfato de cobre, al atardecer sentía tanto dolor que tuve que suspender. En mi casa mi mamá, al sacarme la camisa vio que tenía la espalda al rojo vivo debido a que el tanque de la mochila seguramente perdía liquido. En el Hospital de Maipú me curaron las llagas y a los pocos días continuaba trabajando. Era el tiempo en que había escrito mi primer poema:

Florecillas del camino
 que hoy alegráis mi niñez.
¡Oh! Cuando pasen los años
 alegradme la vejez.

Siempre he pensado que Mendoza es la capital de la inmunidad patronal. Los hechos denunciados y los que seguramente saldrán a la luz corroborarán este pensamiento. “¿Qué es ese asunto de los derechos universales del niño?”, se preguntarán muchos explotadores. “Si quieren comer que bajen el lomo. Si los padres quieren trabajo, entonces que sus hijos también lo hagan, por la misma paga”, será la misma y cínica reflexión que tenían y siguen conservando los amos. 
Es posible que el escándalo pase y como en el gatopardismo, “que todo cambie para que nada cambie”. Las generaciones se irán sucediendo mientras padres y madres, niños y niñas continuarán haciendo que Mendoza siga siendo una provincia rica, con su multitudinaria fiesta de la Vendimia año tras año para orgullo propio y maravilla de los turistas. 
¿Y los niños? Bien, gracias. 

Juan Coletti

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