El buen lector recordará el título de uno de los libros de Rubén Darío, Prosas profanas, aunque lo de ·”prosa” es en realidad un entero y bello libro de versos. Cuando César Vallejo, tan estremecido, escribió: “porque hoy, jueves, que proso/estos versos”, estaba diciendo, sin mayor paradoja, lo que para él era lo mismo. En la historia de las lenguas románicas, una de las cuales es la nuestra, ya se empleaba el término prosa para el poema rítmico, y fueron los hábiles retóricos y el común de sonetistas quienes confundieron la poesía con el verso.
La poesía no se reduce al género o al tipo literario. El poeta está en su poema (el juglar del Cid, Martín Fierro) o en su prosa (el Quijote, en el Asturias de las Leyendas), puesto que cabe como un botón de pluma, todo el misterio y la gracia de su tiempo. Pero tales vibraciones, visionarias casi siempre, no son las del escritor de oficio o del adocenado bestselerista. La prosa, la impecable, es hija autóctona de la poesía, en el ensayo o la ficción, el regalo más químicamente puro y exquisito del artista. Todo gran poeta es un excelente prosista, y Lugones vale tanto más en Las fuerzas extrañas, como Güiraldes y Borges en sus ficciones, sin reparar desde luego, que se trata como en el zoo del fabulista, de modos distintos de volar. Para el escritor de oficio, y no se desmerece aquí a nadie, la escritura es un medio; para el poeta, es medio y fin, como diría Garnier:
”Si yo escribo Sol o Agua es el universo el que yo toco”.
Todo esto puede decirse, tal es mi caso o se espera de alguien que no haya leído el volumen de relatos de Juan Coletti El Jardín de las Flores Invisibles, (Premio Emecé 1978-1979). El libro cuenta, además de un “Prefacio del Autor” – que es una especie de resumen hermenéutico de la literatura fantástica – con veintitrés relatos, algunos breves, semejantes a casos, alegorías o parábolas. Escribe así el autor al orientar nuestra pesquisa: “Con perfecta mezcla de razón y quimera, podemos confrontar el día y la noche, combinar la vigilia y el sueño, lo oculto y lo aparente; entender la lógica y el significado de la poesía y ver la irresistible luz detrás de las tinieblas que hace posible cosechar los frutos de la imaginación y contemplar las flores invisibles del espacio”.
Se puede decir que no habita aquí un pensamiento absurdo – esa estrecha celda para condenados – sino algo derivado del misterio o del asombro de nuestro universo: “El ritmo cósmico se expresa en la naturaleza del hombre como la única función de homeostasis, no en el sentido de equilibrio, sino en el de contradicción de cuyo dominio surge el control de los sentidos y la consiguiente capacidad de orientación”.
Sea de Penkoski o de Gurdjieff, lo cierto es que un pensamiento ocultista se da aquí junto a un agudo intelectualismo, la rotundidad de un lenguaje y de una manera sabia de narrar. Coletti es un escritor de lo que puede suceder. La fantasía es abundante y excéntrica. Hay relatos con profecías, libros mágicos, iluminaciones, almas que se encuentran a la vuelta del destino, y hasta extraterrestres humanos e inquietantes.
Parte de la fuerza sugestiva de algunos cuentos reside en inventar muchas veces alusiones bibliográficas que tienen su debido halo de motivación en los hechos. En “Un millón de soles un millón de profetas”, el pobre sabio Pedro Montenegro, después de haber puesto en prácticas algunas crónicas y un tratado de cirugía, es víctima de una raza de bestias que él mismo quiso redimir. Comprendemos al fin, que el líder, un cerdo convertido en aparente ser racional como Judas o el mismo Hitler, ha decidido la eliminación de la humanidad y el nervio de nuestra divinidad posible.
Hay relatos como “Guerra química” cuya perspectiva plástica y sugerencia depende del anzuelo tendido al lector. Lo que suponíamos una guerra galáctica, culmina en la muerte de una invasión de hormigas y un jardinero que las fumiga. Coletti no vacila en ironizar el mito recién nacido de la ciencia-ficción pero se sirve de su técnica y lenguaje. El autor se luce en la práctica de este humor fantástico y metafísico. Dilata el suspenso y lo controla. Sabe reunir con erudición, diríamos, componentes tan disímiles, como un cosmonauta y una jugada de taba. Muchos retratos son mentales, pero se dejan leer como si fueran experiencias vivas. Otros son de pavoroso destino, en el que se desdobla la intención de un personaje y se vuelve así un acto parabólico. “Puedo decir – comenta el narrador de “Intersección” – que la víctima fue el hombre que mató y que el otro, cuya alma emigró por los túneles silenciosos de la ultratumba, viajando por el universo a través de todas las edades, terminó en una experiencia iniciada en el caos y sellada por la victoriosa entrega de su vida”. Parecida perplejidad nos deja “El ajuste”, el caso de un padre que busca con anhelo a su hijo, y cuando lo encuentra, ambos se desconocen y se traban en duelo mortal. El padre muere, por supuesto, pero los ojos del hijo que lo ven caer, contienen o proyectan el tema de la identidad con su cruel destino.
El comentarista anónimo de La Nación de Buenos Aires, (29 de julio de 1979) indica que en el libro se imponen las visibles influencias de la literatura oriental y de ciertos cuentos de Borges. La parábola de “El Rey que faltó a su promesa” y “Caín y Salomé”, que esperan la llegada de un extraño que los redimirá, pueden enriquecer todavía tales refinamientos. Como Ray Bradbury, con quien también puede identificarse el autor en “Diálogo en la antigua morada de los hombres”, la conversación de dos mariposas celestes, es un buen recurso para discutir el penoso destino de los hombres y de un planeta, el nuestro, convertido ya en tumba. Exploradores perdidos, venidos de alguna parte, embellecen la penetración fantástica de estos relatos. En “El Hombre sin Sombra” (suerte de “desombrado” que repercute desde Gonzalo de Berceo a César Vallejo) asistimos a imaginar una especie de Cristo extraterrestre que se lleva a su arcano misterioso del espacio a siete vecinos de un pueblo. “Crónicas del fin del mundo”, el último de los textos del libro, ilustra las visiones o perspectivas que sobre el mundo y su enfática destrucción, pueden tener entre otros, un anacoreta, un habitante de la pampa, un lama tibetano, un astronauta o una computadora.
Coletti complica y acierta en su penetrante universalismo, con cierta ficción escatológica, con multiplicidad de especímenes en el cosmos, y a veces con la gracia de cierto criollismo. En “Diáspora de los duendes” a modo de epílogo, Coletti termina como empezó. Un libro fantástico tiene que ser un espejo fascinante para asomarse al Otro Lado, donde el corazón se embriagará con “el aroma de las flores invisibles que crecen en los jardines del misterio”.
* Publicado en la Sección Cultura del diario EL TIEMPO de Córdoba, el 13 de junio de 1982 y en la Revista Iberoamericana del Brooklyn College and Graduate Center, New York. Enero-Junio 1982.
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