El alazán de cola
recortada portaba, a paso corto, un espléndido jinete. Desgastadas lloronas
sujetas a las botas de potro, chiripá y poncho cubriendo la arrogancia bajo un
sombrero de alta copa. Cruzado a la cintura, bajo la faja, el cuchillo cebado
en la violencia.
En
el empalme de dos huellas serpenteantes se levanta el boliche, oasis para la
soledad de esos hombres taciturnos que deambulan por la llanura húmeda y
verdosa de la provincia de Buenos Aires.
Bajo
la sombra de los sauces que cubre un rústico palenque, el hombre ata su caballo
y entra, cauteloso. Los otros, sorprendidos, abandonan los naipes y saludan,
reconociéndolo.
Apenas
un momento después, un viejo gaucho de barba blanca, vestido con humildes
bombachas y alpargatas, cruzó la puerta y levantando apenas con su mano derecha
el ala del sombrero, a modo de saludo, se sentó junto a una mesa y pidió un
vaso de caña.
De
espaldas a la ventana de gruesos barrotes,
por la que entraba el último resplandor de la tarde, el alto jinete de
pelo largo y barba entrecana pulsó una guitarra y comenzó a narrar la epopeya
de su vida, la iniquidad de la justicia, el servicio en la frontera, la lucha
contra el indio y la búsqueda de los hijos errantes. Los paisanos lo escuchaban
con respeto, poniendo entre ellos y el cantor la distancia que fija la leyenda.
De a ratos detenía su canto y de un trago vaciaba una copa de ginebra para
vigorizar, tal vez, el pensamiento o reavivar la agudeza de su ingenio burlón.
El
viejo escuchaba en silencio, sorbiendo de a poco su copia de caña. Miraba al
hombre con profundo interés y desconfianza, con ojitos socarrones y astutos,
diestros para medir ofensas y atropellos.
Pareció
advertirlo el cantor y entonces dijo, en coplas:
En mi
oficio de cantor,
Del
que me tengo por bueno,
Siempre
canto como quiero,
Con
complacencia y alarde,
Sin
dejar que me acobarden
Las
muecas de un zorro viejo.
Guárdense
de estas palabras,
Se las
digo con rigor.
Haga
como dije el fraile:
No se
metan en el baile
Sin
tener invitación.
Los
paisanos se miraron entre sí, desconcertados, haciendo movimientos de reajuste
en la escena. Unos reculando para ganar rápidamente el llanto y otros
apostándose contra las paredes de caña y barro.
Un
mulato, que había permanecido desapercibido en la penumbra, miró al cantor con
aire desafiante mientras se acomodaba, nervioso, en su silla.
Durante
un instante el hombre lo miró con fiereza. Luego, con desdén y gustando de
antemano el deleite sensual que le provoca el dolor y la hemorragia del
vencido, prosiguió cantando.
El
pardo, como el peludo,
Busca
en su cueva el amparo,
Cuando
no tiene el orgullo
De
hacer frente a un hombre bravo.
Y
ojalá me quede mudo
Si al
terminar este canto
No veo
a un negro motudo
Apartarse
lloriqueando.
El
multo de anchos pómulos se ajustó el pañuelo bordó junto a su cuello y
poniéndose de pie le respondió al cantor:
Yo no
voy a pelear
Porque
sé, por mi padre,
Que
aprender a callar
No es
ser cobarde.
Por
eso permítanme
Que les diga con lealtad:
Blanco
o moreno, el hombre
Tiene
la facultad
De
vivir en libertad
Sin
que nadie lo incomode.
Pobres
o ricos venimos
A
padecer y a morir,
A
según cada destino,
Por
eso voy a decir,
Con
inocencia y respeto,
Que
nadie tiene derecho
A
meterse en mi camino.
El
viejo gaucho armaba, acurrucado en un rincón, un cigarro de chala y contemplaba
el escenario mientras lentamente decrecía la luz y se agrandaba la tristeza.
El
cantor bordoneó durante un rato, preludiando las antiguas ideas que surcaban su
vida penitente.
Desde
chiquito aprendí
A
desconfiar de los perros,
De los
mulatos y negros
Que
andan jeteando por ahí.
Como
el tigre viajo solo,
Como
el león sé rugir,
Y no
me gusta aplaudir
Monicacadas
de sonsos.
Pausadamente
apoyó la guitarra en el mostrador y
empezó a desatarse las espuelas, mientras recitaba estos versos:
Cada
vez que me provocan
Y
enarbolo mi cuchillo,
Me
siento como el padrillo
Cuando
le sueltan la yegua,
Que no
nada ni pide tregua
Hasta
completar su oficio.
Así,
de este modo, espero
Advertirles
con razón.
Que
donde muge este toro
No
bala ningún ternero;
Se los
dice un servidor
A
quien llaman Martín Fierro.
El
mulato se levantó y comenzó a salir hacia la naciente oscuridad de la noche,
pero el cantor, de un salto, se le cruzó en la puerta revoleando en su
izquierda el viejo poncho y en la derecha el carneador de hombres.
El
moreno, imperfecto en su juventud y en la aventura de morir, le pareció oír el
galope del caballo de osamentas de la Oscura
Mujer de la
Guadaña y comenzó a rezar.
Y
de pronto, como un refusilo, el gaucho viejo enrolló el rebenque de arrear
vacas y acomodó un guascazo en la cabeza del cantor y mientras, con desprecio,
lo miraba rodar por el suelo, volvió a azotarlo en la cara, haciéndole brotar
enfurecida sangre de la boca.
Esta
historia sucedió en el Cielo de los Sueños, donde los hombres pueden, a su
antojo, tejer nuevas leyendas, mezclarse con la sombra de otros soñadores y
vislumbrar, con la enseñanza del dolor, los caminos del mañana.
El
anciano pagó su gasto al bolichero y salió hacia el campo, iluminado apenas por
los candiles del rancho. Todos lo saludaban con respeto y afecto mientras, en
su corazón, él sentía que habitaba un círculo infinito de poder.
Unos
perros ladraban a lo lejos. Voces bondadosas y sabias llenaban el vacío de la
noche pampeana. El parpadeo de las
luciérnagas, en el código de los Señores de la Noche , tocaba la sinfonía de las almas al tiempo
que, como un suspiro, se esfumaba en las tinieblas la imagen apacible y gentil
de Don Segundo Sombra.
Juan Coletti
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