EL PREMIO


A  las ocho de la mañana del primero de diciembre de l978, inusitadas llamadas telefónicas sorprendieron mi habitual lectura de La Voz del Interior. Mi libro de cuentos,  El Jardín de las Flores Invisibles, había sido galardonado con el Premio EMECÉ  de Literatura. 
Una hora después llegó un telegrama que borraba las dudas y acentuaba mi estupor: Juan Coletti. Córdoba. Comunicamos Jurado Emecé  ha premiado su obra Jardín Flores invisibles. Rogamos comunicarse telefónicamente. Felicitaciones. Emecé Editores. 
Si hay algo que considero una constante de mi naturaleza, es el don del asombro, una disposición desconfiada, pero esencialmente ingenua, hacia el fenómeno del continuo acontecer, capacidad para observar y descubrir, para sobresaltarme ante minúsculas emociones o frente al despliegue de las grandes ideas. Ignoraba, hasta ese momento, que la concesión de tan importante lauro iba a proporcionarme la más grande y definitiva de todas las sorpresas.
Llamé a Buenos Aires y hablé con la señorita Julia, secretaria del señor Carlos Frías,  director a cargo del Fondo Editorial, quien se mostró sumamente complacida por la comunicación y volvió a transmitirme las felicitaciones en nombre  de la empresa y el deseo de que viajara pronto. Convinimos en que, por razones de trabajo, lo haría recién el miércoles seis. 
-Tendremos mucho gusto en conocerlo personalmente.
-Gracias, estaré allá aproximadamente a las once de la mañana.
Salí de Pajas Blancas en un avión de Aerolíneas Argentinas, y una hora y media más tarde dejaba mi equipaje en el Hotel Crillón. Rato después subía hasta el noveno piso en Carlos Pellegrini al 1069 donde Emecé tenía sus oficinas.
Apenas mencioné mi nombre la señorita Julia se adelantó a  saludarme y me pidió que tomara asiento. 
-Póngase cómodo, por favor. El señor Frías lo atenderá dentro de un momento.
Mientras aguardaba repasé una vez más el largo trayecto de mi vocación por la literatura, los primeros intentos en los años de la infancia, los premios en la escuela, mi revista “Mediodía”, mi amado “Canto Labriego”, los libros inéditos que jamás habían salido del cajón de mi escritorio, las ideas que habían desaparecido en el tiempo de la noche oscura.
La voz de la señorita Julia borró de golpe las imágenes de mis ensoñaciones:
-Señor Coletti, acompáñeme, por favor.
Cruzamos un corto pasillo y entramos a la amplia oficina del señor Frías. 
Fue entonces, en ese infinitesimal instante en que nuestra mente capta, mediante la intuición, el verdadero significado de ciertos acontecimientos, cuando vi al Otro.
No tengo otra expresión para describir al hombre que estaba allí, cómodamente sentado, idéntico a mí, vestido con el mismo color de traje, la misma camisa y corbata, como si mi propia imagen se hubiera desprendido de un espejo y hubiese tomado vida independiente.
-Señor Coletti –dijo el señor Frías, con amabilidad, mientras estrechaba mi mano-, en realidad comprendo que ésta es para usted una situación embarazosa, como lo es para mí y para la Editorial, y supongo que también para el señor.  
El Otro asintió con un gesto de cabeza, pero no dijo nada.
-Es  la primera vez –continuó el seño r Frías, dirigiéndose a mí-, que nos sucede una cosa semejante. El señor ha llegado hace un momento, se llama Juan Coletti como usted, y tiene un documento de identidad igual al suyo. Legalmente eso nos prueba que él es, también,  autor del libro premiado.
-Pero eso es imposible –dije yo, poniéndome pálido-, no pueden existir dos individuos en el mundo que alcancen tal perfección de identidad que…
-Sin embargo –intervino el Otro con un tono de voz igual al mío-, parece que lo fantástico se está volviendo realidad. ¿O será al revés? Si usted es, realmente, el autor de El Jardín de las Flores Invisibles, no puede sentirse conmocionado por una cosa tan sencilla y a la vez divertida.
-Bueno –dije yo, algo turbado-, confieso que no estaba preparado para enfrentarme a una circunstancia tan increíble. Más de una vez me he jactado de mi facultad de asombro, pero ahora…no sé qué decir.
-¿Acaso usted no sabe –preguntó el Otro, sonriendo- que un momento antes de morir Cervantes recibió la visita de Don Quijote, quien lo despidió de este mundo arrodillado junto a su lecho, con lágrimas en los ojos? ¿Ignora, también, que Hamlet en persona deposita flores sobre la tumba de Shakespeare, en la iglesia de Stratford-on-Avon, en cada uno de los aniversarios de la muerte del gran dramaturgo?
-No tengo información de que eso haya ocurrido alguna vez –respondí, molesto por el tono de superioridad que el Otro utilizaba al dirigirse a mí-. Además, y al menos que esto sea un sueño demasiado real, no creo ser  personaje de la obra de nadie. ¿Acaso usted es el principal intérprete de mis sueños?
-Yo me he preguntado lo mismo y puedo afirmar que no tengo una respuesta clara. Aun así, esto no es una broma. Sólo quería medir su capacidad de reacción frente a lo insólito.
-Está bien, señores –dijo el señor Frías, poniéndose de pie-, el problema es ahora de ustedes y les pido que lo solucionen en privado. Aquí tengo el contrato para la edición del libro pero, naturalmente, no pueden firmarlo dos veces dos autores iguales. Espero que encuentren un arreglo justo y amistoso.
-Así lo haremos –dije yo-. Será, entonces, hasta pronto.
-Lo mismo digo –aseguró el Otro, con amabilidad, tomando un portafolio de cuero, idéntico al mío, y un bolso de plástico que había depositado sobre la alfombra junto al sillón donde se había sentado. 
-Los acompaño hasta la puerta –dijo el señor Frías, evidentemente satisfecho de que ambos saliéramos de su oficina.
Bajamos en silencio por el ascensor y buscamos un taxi. Era casi el mediodía.
-¿Qué le parece si vamos a comer algo? – propuso el Otro.
-Buena idea –contesté-. ¿Vamos a la Costanera? Allí hay varios lugares donde se come bien.
Durante el trayecto nos mantuvimos callados, creo porque de ese modo evitábamos distraer al conductor del taxi que nos miraba boquiabierto por el espejo retrovisor, y al mismo tiempo demorábamos el diálogo que no sabíamos como reanudar.
-Por favor, déjenos allí, en el restaurante Los Años Locos.
-Está bien. Son dos mil doscientos pesos.
Cada vez que voy a Buenos Aires no puedo dejar de contemplar, aunque sea por un momento, el ancho Río de la Plata, cuyo margen se pierde en el  horizonte amarronado. Aquel día, como otras veces, me deleité observando los apacibles veleros y la lenta marcha de los barcos que enfilaban sus proas hacia  los canales del Delta. 
-¡Es maravilloso! – exclamó el Otro, y me pareció que su voz había resonado como un eco dentro de mí.
-Es cierto – respondí -. Es impresionante la masa de agua que desciende sin cesar desde las selvas de los trópicos para hundirse en el mar. No hay otra imagen más perfecta para explicar la eterna recurrencia de la vida. Siempre idéntica a sí misma y sin embargo qué distinta a cada instante. 
Nos quedamos observando los centelleantes reflejos del sol sobre las aguas por un largo instante.
-¿Piensa igual? – pregunté.
-Sí – contestó el Otro, mientras cruzábamos la calle en dirección al restaurante-. Es un movimiento inexorable que nadie puede detener. Cuando una gota del río entra en el mar, otra gota del mar cae como lluvia en el nacimiento  del río para compensar tanta grandeza.  
Nos sentamos en uno de los rincones más tranquilos y frescos del comedor y recién entonces, al acomodarnos en nuestras respectivas sillas, nos miramos con mayor simpatía. Era el inicio de una futura y grave decisión. Ninguno  tenía razón para decirle al otro: oiga, salga del espejo y vuelva a la nada. Ambos poseíamos el mismo derecho a disfrutar ese rico y nuevo mundo que había aparecido con el premio literario. 
-¿Qué vamos a comer? – pregunté.
-Lo que usted elija – dijo el Otro-. Se supone que tenemos los mismos gustos.
-Es posible, aunque no estoy muy seguro.
Llamamos al mozo y anotó nuestro pedido: una botella de vino Saint Felicien, cosecha 1968, ensalada Virginia, bifes de chorizo y papas fritas. Postre de cerezas frescas, y café. 
Mientras degustábamos la primera copa del delicioso cavernet mendocino, nos entretuvimos con un  trozo de queso roquefort y aceitunas.
-Bueno – dijo el Otro-, aquí estamos, en un hermoso lugar, junto a un río inmenso, en un mediodía de diciembre de 1978, conversando por primera y última vez. Por lo menos, el símbolo de una mesa abundante acentuará el significado de las decisiones que vamos a tomar. 
-Es verdad – afirmé  -. Aun en el momento más terrible de su vida el condenado a muerte suele pedir, como última gracia, un plato de comida.
-Nosotros lo hacemos por un motivo diferente, pero, de todas formas, este almuerzo será un  homenaje a nuestro extraño encuentro y a la inevitable despedida.
-Cuando presenté los originales para participar en el concurso – dije  -, jamás pensé que podría crearse una situación de este tipo. ¿Qué pasa? ¿Somos en verdad dos hombres iguales que tienen el mismo nombre, idéntica fisonomía y un documento de identidad común o se trata de un sueño del que en algún momento despertaremos?
-Si fuera un sueño, despertaría el que estuviera soñando y el otro desaparecería. Por mi parte no creo que se trate de un sueño ni de una ilusión.
-Entonces, ¿quién es cada uno de nosotros?
-Creo –dijo el Otro, mirándome muy serio-, más bien estoy seguro de que uno de nosotros es el Hombre y el otro es el Autor. El problema que tenemos que resolver es el del rol que cada uno asumirá de hoy en adelante.
-¿Deberemos decidirlo o apostaremos? – pregunté, impaciente.
-Deberemos decidirlo de común acuerdo - dijo el Otro, sirviendo vino en ambas copas-. Uno deberá elegir el mundo cotidiano, la vida en familia, el trabajo, la fatiga de escribir y luchar sin descanso.  Esa será, obviamente, la vida del Hombre. En cambio, el Autor quedará libre y existirá en miles de lugares a la vez, en cada una de las copias del libro, en cada artículo que aparezca en un diario o revista, en la imagen repetida al infinito de un reportaje por televisión y, más que nada, en la memoria de los que lean nuestros libros. Es fácil comprender que la vida del primero será más efímera y que el segundo sobrevivirá, por lo menos, algunos años.
-Para mí es difícil hacer una elección – dije, empezando a comer-. El Premio Emecé, si bien resulta un hecho sorpresivo, no es por eso menos gratificante. Personalmente, y lo digo como reproche, estuve muchos años dejando pasar una oportunidad tras otra. A veces me resignaban las dificultades para publicar, y cuando tuve la ocasión  me detuvo un complejo de incertidumbre que hacía vano todo intento de escribir. Ahora, que las puertas comienzan a abrirse, no voy a cerrarlas con un acto de imprudencia.
-A mí, en cambio – dijo el Otro-, la fama me tiene sin cuidado y me río de las creencias contemporáneas. El  lustre del hombre famoso que está por encima de los otros es un ilusorio sitial de privilegio, es el nombre de una rara enfermedad de la era de consumo. Es torpe negocio sacrificar una vida verdadera cambiándola por una  simple fantasía. 
-¿Eso significa que usted ya está  formulando una decisión? – pregunté.
-No. No todavía. Estoy expresando tan solo una de las alternativas.
-Con respecto a lo que yo mencionaba hace un momento – continué diciendo -, creo que el verdadero ser está compuesto por numerosas capas: el cuerpo y las realizaciones de la persona, sus obras y los méritos de la acción, su talento, la aureola que lo cubre y lo identifica cuando triunfa, las expansiones inconmensurables del pensamiento, es algo que no puede dividirse tan fácilmente y repartir como si se tratara de un lote de monedas. Triunfar es superarse y sobreponerse a las limitaciones de una vida gris y reducida. Por el éxito suplantamos el ámbito enfermizo de lo cotidiano por un nuevo mundo, abrimos una ventana por la que vemos otro universo. Dejamos atrás al animal sin rostro para pisar otro peldaño de la escala infinita.
-Cuando yo gestaba el libro que acaban de premiar – dijo el Otro, no lo hacía pensando en esas vanidades. Lo que usted dice es una soberbia abstracción, un desarrollo sensual de la imaginación acerca del destino improbable de una obra y del hombre que la hace. Yo no niego las expansiones interiores que nos comunican en forma invisible, pero directa, con los demás, y no soy tan ingenuo para negar el grado de felicidad y gratificación personal que el hombre recibe cuando hace algo importante para él.
-Esto se está complicando demasiado – dije con evidente desaliento-. Si lo hubiera sabido jamás me habría presentado a un concurso literario semejante. Durante años escribí cuando tenía ganas y era, a la vez, el único lector y crítico de mis trabajos. Me bastaba a mí mismo como escritor y como público. Ahora las cosas han cambiado en un sentido absoluto, y no puedo ni quiero volver atrás.
-Tampoco yo puedo hacerlo – dijo el Otro, terminando su porción de postre-, por eso es necesario que tomemos una decisión en la cual, cada uno, como en el teatro, asumirá su papel. Ninguno de los dos puede cargar con todo el trabajo y las responsabilidades siendo Hombre y Autor al mismo tiempo. 
Tomamos café y salimos al aire caluroso de la tarde. Serían  aproximadamente las quince y treinta y decidimos continuar nuestra conversación caminando por la Costanera.
-Tengo un pasaje de regreso a Córdoba –dije -. El avión partirá a las diecinueve, de modo que nos queda poco tiempo para decidir cuál de nosotros volverá a casa y quién se quedará de este lado. 
-¿Siente temor? – preguntó el Otro, sonriendo amablemente.
-Me siento intranquilo – respondí -, porque me cuesta comprender y aceptar esta separación. Quisiera conservar ambas entidades en una sola persona: ser el Hombre y el Autor y gozar de las  prerrogativas de ambos mundos, sin traba alguna.
-Pero eso no podrá ser, ¿está de acuerdo?, a menos que nuestro destino sea escribir estupideces.
-Mi intención – respondí – es realizar una obra que tenga significado, en primer término para mí y, si es posible, que trascienda a los demás, que algo quede en el alma de los lectores.
-Entonces convengamos  en encarar un futuro diferente y aceptar las asimetrías del destino. La decisión que tomemos nadie la podrá modificar, incluidos nosotros mismos. Tenemos una sola alternativa.
Permanecimos en silencio, caminando con el saco en la mano, mientras la brisa que venía del ancho estuario nos despeinaba. Empezamos a dirigirnos hacia el Aeroparque, ahora con la visible sombra de la tristeza en nuestros rostros. 
Habíamos, en pocas horas, aprendido a conocernos y a comprender nuestras diferencias, que no eran pocas. Jamás sabrán  aquellos que ese día volvieron sus miradas sorprendidos por nuestra perfecta semejanza física, que cada uno de nosotros escondía un destino tan diferente, tan prodigioso. 
Faltaba menos de una hora para la salida del avión. Fuimos al bar y pedimos café. 
-Aquí tiene el pasaje – dije, repentinamente, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. 
-Entonces, ¿ha tomado una decisión? ¿Está seguro?
-Completamente. 
-¿Puedo preguntarle qué lo impulsó a entregarme el boleto de avión? – preguntó  el Otro, tratando de ocultar una extraña alegría detrás de su mirada inquisitiva. 
-¿Qué lleva ahí? ¿Regalos? – pregunté a mi vez, señalando el bolso que tenía la publicidad de una conocida juguetería de la calle Florida.
-Los compré apenas llegué esta mañana. Una muñeca para María Soledad y un auto a pilas para León. Usted sabe que cada vez que viajo ellos esperan un regalo. Hoy no tenía por qué ser la excepción.
-Es cierto – dije, y noté que mi voz se quebraba.
-Creo – dijo el Otro, que también tenía sus ojos húmedos-, que este era el final previsible. Yo soy el Hombre y usted es el Autor. De un modo que únicamente ambos podríamos explicar, donde esté uno estará el otro. Sin embargo,  deberemos permanecer en mundos diferentes, hasta la muerte de cada uno.
-Es verdad – agregué – con un poco de esfuerzo y de talento joderemos a la muerte. No le será fácil eliminarnos a los dos al mismo tiempo.
-Ese es uno de los raros privilegios de los creadores – afirmó el Otro, haciéndome un guiño de complicidad.
Lentamente, las aguas del reloj iban marcando la hora de la despedida. Ya estábamos en la zona de embargue, haciendo fila.
-En estos momentos los chicos estarán viajando con Adriana hacia el aeropuerto de Córdoba. Apenas los vea y los bese no olvide que yo también los amo. De un modo similar a los libros me siento el “autor” de sus vidas.
-No lo olvidaré  - respondió el Otro-, jamás olvidaré este día.
Al abrazarnos, un súbito estremecimiento me invadió. Jamás, ni siquiera en mis salvajes exploraciones por el mundo de la imaginación había sospechado que alguna vez podría abrazarme a mí mismo. Sentí, como nunca, un auténtico amor propio al tiempo que descubría el sentido de la nostalgia y la separatividad, que es la muerte.
El Boeing elevó su orgulloso cuello de metal y en un momento se perdió de vista rumbo al ocaso, llevando en sus entrañas al hombre del cual brota la sustancia de mis sueños. 
Sobre los altos rascacielos, que asomaban detrás de los bosques de Palermo, se cernía una tormenta de verano. Algunos rayos cruzaban, fugaces, sobre el horizonte ceniciento, mientras las primeras gotas de la lluvia comenzaban a caer, pausadamente.

 Juan Coletti




2 comentarios:

  1. Estimado Juan me gusto mucho tu blog. Leandro

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. JUAN, excelente e ingenioso juego de ficción. Un YO persona efímero, fugaz, finito; tan insignificante en el continuum temporal, como ciclo biológico es. El YO autor, en cambio, nos trasciende, así de simple y misterioso. Seguiré con tus cuentos. Un abrazo, Ramón Alvarez.

      Eliminar