Nicandro Pereyra
caminaba por una huella arenosa en Campo Toledo cuando vio a un perro al que
golpeó duramente con su rebenque sin que el pobre can ni siquiera lo hubiera
mirado.
El perro, aullando de dolor, corrió rumbo
al rancho donde se encontraba, trenzando un lazo de siete cuerdas, el capataz
de la estancia, don Nicanor Sanjulián. Postrándose a sus pies y mostrando su
cuerpo herido le pidió que hiciera justicia con el peón que lo había maltratado
tan cruelmente.
En ese momento se apersonó el Nicandro,
mostrando como era habitual en él una grosera altanería, aunque era rengo. El
capataz llamó a ambos. Al peón le dijo:
-Estúpido, ¿cómo es posible que hayas
tratado así a un pobre animal? ¡Mirá lo que has hecho, bribón!
El peón respondió, mientras respetuosamente se sacaba el sombrero:
-Lejos de haber sido mía la culpa, es del
perro. No lo he golpeado por mero capricho, sino porque ha ensuciado mi poncho.
Pero el perro, parado en dos patas,
persistía en su reclamo de justicia. Entonces Sanjulián, con el tono severo y a
la vez indulgente que tienen los Maestros, le dijo al animal:
-En vez de exigir la Recompensa final
permitime darte una compensación por tu dolor.
Habló entonces el perro y dijo:
-Cuando vi a este hombre ataviado como un
auténtico gaucho, pude concluir que no me haría daño. En cambio, si yo hubiese
visto a un hombre llevando vestimentas comunes, naturalmente que me habría
apartado de él. Mi verdadero error ha sido suponer que la apariencia externa de
un hombre, consagrado a la verdad y al trabajo, me aseguraba que nada debía yo
temer. Te ruego que este hombre sea castigado, arrancándole la vestimenta de
los Elegidos.
El perro hablaba de ese modo para probar
que estaba en un cierto rango en el Camino de la realización. Es erróneo pensar
que un hombre debe ser mejor que él.
El condicionamiento
que es representado en esta Enseñanza por el Poncho del Gaucho es
frecuentemente mal interpretado por esotéricos y religiosos como algo conectado
con la real experiencia o mérito. El
incidente, registrado en una de las páginas de El Libro Divino de Laguna Larga, es repetido a menudo por los
derviches gauchos que recorren las inmensas soledades de la pampa rioplatense,
quienes atribuyen su autoría a Pedro Urdimán, el Blanqueador, maestro sufí del
siglo IX.
Después de que el sabio capataz Nicanor
Sanjulián se hubo retirado a meditar al interior de su rancho, Nicandro Pereyra
y Blakie, el perro cimarrón, se quedaron
solos y pensativos. Ninguno quería ser el primero en expresar un pensamiento
que pudiera modificar lo que había sucedido entre ambos y que de un modo
peculiar los uniría para siempre.
-Te has cagado sobre mi poncho, carajo –
empezó Pereyra-, y encima te venís a quejar a la autoridad. ¿Cómo no te reventé
a guascazos?
-No soy tan pelotudo -respondió el perro,
dando un paso atrás-, porque entre ser gaucho y peón hay una insalvable
diferencia. No me cagué sobre la ropa de un peón de estancia sino sobre el
disfraz de gaucho de un guampudo como vos.
-¿Qué dijiste, sotreta?
-Andá a cantarle a Gardel, flor de boludo–,
gritó Blakie echando a correr- que de giles como vos este país está empachado.
Esta breve historia es una recompensa
emocional para todos aquellos discípulos que hacen del Camino laico su
esperanza. El perro es aquí la metáfora de la impaciencia, y el iracundo peón el símbolo de la terca
intemperancia. Alabado sea quien logre superar tanto al perro como al hombre
disfrazado de gaucho en sus estúpidas insignificancias.
Juan
Coletti
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