Salieron de
las cuevas subterráneas silenciosas y atentas. La enceguecedora luz barría el
entorno de sombras y sorprendió a la vanguardia. Sus cuerpos eran delgados y
fuertes, armonizados por la ascesis de una voluntad colectiva y omnipotente.
Atisbaron el horizonte y aspiraron la fresca brisa. Lejos se divisaban los
luminosos pétalos del Árbol del Aroma, rojos y carnosos, sobre cimbreantes
tallos protegidos de espinas. Un poco más allá, la amplia y generosa copa del
Árbol del Pan ondulaba bajo la vacilante mano de la brisa. Casi invisibles,
entrecortados por la bruma de la lejanía, podía divisarse de vez en cuando a
miembros del comando de técnicos que se había adelantado horas antes para
demarcar el área de recolección.
Abajo, en húmedos
y templados aposentos bullía la vida de la familia de las exploradoras, junto a
los depósitos de alimentos, las maternidades que incubaban miles de futuros
hijos, y los pequeños recintos donde se guardaba el precioso ganado del que
obtenían el néctar de la alegría, meta de su esperanzado retorno.
Observaron
la vieja huella que conducía al próximo valle; vieron cómo el viento apretaba
sobre la hierba multitud de cadáveres calcinados. Un sentimiento de pánico
recorrió la prieta columna de obreras que aguardaba la orden de avanzar. Leves
contactos de sus cuerpos, a modo de diálogo codificado, las ponía en
condiciones para una efectiva receptividad. Toda la energía y el poder de la voluntad eran para la causa
del trabajo de la comunidad. Nada que no fuera el sacrificio les era permitido.
La modestia de un trabajo inacabable y el holocausto de la propia vida era
fruto del instinto de su naturaleza social más que propósitos de la
inteligencia individual. Así, la proximidad de la muerte, como tributo de extraordinario
potencial de sacrificio, carecía para ellas de mayor significado.
Los cuerpos
armoniosos y perfectos permanecían casi inmóviles aguardando la orden y cuando
la señal vibrátil llegó, una multitud emergió de las catacumbas y enfiló hacia
las verdes praderas para tomar cuanto cada una podía y transportarlo con
rapidez hacia la ciudad subterránea. Los guijarros y las agujas de los pinos
gigantes entorpecían el paso. Sin embargo, nada era más fuerte que una voluntad
común y perfecta sincronizada con la invisible computadora de la raza. Ni los
relámpagos de luz que provenían del espacio, ni el esfuerzo hasta el límite, ni
el quemante polvo que a tantas generaciones había destruido, eran impedimento
para esta nueva invasión. Se desplegaron
hábilmente por el valle y treparon por los gigantescos árboles arrancando las
fornidas hojas, los pétalos perfumados del Árbol del Aroma, las combinaciones
de tejidos y maderas, semillas y hebras, según el ordenamiento previo de los
Superiores. Mientras un grupo cortaba otro iniciaba el regreso sintiendo el
sobrepeso insoportable, inmutables ante
la distancia a recorrer, despreciando la alternativa de la muerte.
De pronto,
un sonido inesperado estalló en el aire
al tiempo que una sombra voluminosa multiplicó el efecto de la luz sobre las sombras, formando una tormenta de
pánico sobre la caravana. Las más fuertes trataron de llegar apresurando el
paso y sosteniendo con fuerza la carga que llevaban sobre sus hombros. Otras, débiles
y atemorizadas, procuraban ocultarse entre las altas hierbas que bordeaban el
camino. Los gritos de los guardianes imponiendo el orden fueron aplastados por
el áspero rugido que llegaba del cielo y antes de que pudieran guarecerse, una
lluvia fina y pestilente cayó sobre el camino y las cubrió. Quisieron correr,
limpiarse el ceniciento manto que se adhería a sus paralizados miembros. La
asfixia y el terror les provocaban en
segundos una muerte dolorosa. Unas tras otras, las formidables atletas sucumbieron
junto a los ennegrecidos cuerpos de las que habían integrado las expediciones
anteriores víctimas del mismo mal. Una suave brisa barría los cadáveres y el
fruto de su inacaba faena.
-¡Malditas!,
no dejaré una sola con vida – vociferaba el jardinero, mientras continuaba
desparramando hormiguicida en el jardín.
Juan Coletti
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