-Tengo la misión de viajar por el mundo hasta encontrar al niño y ejecutarlo - dijo Simón Wainstein, y me sonrió.
Sus ojos azul claro me miraron fijamente y sentí que su mente estaba grabando la conversación. ¿Quién era ese hombre alto y desgarbado, cuyo rostro me recordaba al de León Trostky? Me había sido presentado aquella misma noche por Sonia Rabinovich, al finalizar el acto en que yo había presentado su libro “Poemas para conjurar el miedo”, en una de las salas del Centro Cultural la Casona.
Estábamos sentados en mi departamento uno frente al otro en la mesa de la cocina. El agua hirvió y me dispuse a preparar café con el presentimiento inexplicable de que el poeta judío había buscado el pretexto de llegar hasta mí porque sospechaba que yo había reunido cierta información que él necesitaba poseer.
Al concluir el acto habíamos salido hacia la avenida General Paz en el momento en que un automóvil del Consulado de Israel se estacionaba frente a nosotros. El conductor, un hombre joven de porte marcial, se dirigió a Simón Wainstein y le dijo algo al oído. Escuché un intercambio de frases en hebreo que por supuesto no pude entender, pero leí los gestos, el ademán imperativo y de inmediato el disimulado gesto de obediencia del joven.
Con un amable ademán, Simón Wainstein me ofreció subir al automóvil.
-Acepto tomar un café con vos –me dijo en un español con acento germano-, pero si no te molesta prefiero que vayamos a tu casa.
Acepté y partimos hacia la dirección que le indiqué al conductor. Tuve la sensación de que empezaba a involucrarme en una aventura inesperada. Todo coincidía con el cuento que yo había empezado a escribir en aquellos días fríos de julio. La magia de la literatura me había permitido en otras ocasiones conocer a los personajes de mis obras siempre después de la escritura, nunca antes, como ahora.
Apenas llegamos a mi departamento, mientras yo preparaba el café, mi invitado miraba atentamente los libros de la biblioteca. Cada tanto entresacaba un ejemplar, buscaba una determinada página y volvía a ubicarlo en el mismo lugar.
“Estoy sospechando que estos tipos son de los servicios de inteligencia”, pensé entre sobresaltado y divertido. “¿Qué tengo en mi poder que pueda resultarles de utilidad? Mi única fortuna es la imaginación y ahora lo que haré con mi imaginación será indagar en la mente de mi huésped hasta donde me sea posible”. Recordé que don Juan Mathus le había revelado a Carlos Castaneda que el mundo está compuesto por infinitas dimensiones, como capas de una cebolla, y que nada de lo que acontece deja de ser, que todo lo que fue y lo que será fluyen hacia el ahora, el aleph de la eternidad, el punto indivisible por donde podemos penetrar en la totalidad manifestada.
-¿Tomás el café con azúcar? –pregunté.
-Lo tomo amargo, gracias-. Me ofreció un cigarrillo y nos quedamos en silencio, alertas, dejando que el ondular apacible del tiempo borrara las dificultades y revelara las escondidas intenciones del encuentro.
-¿Es verdad que estuviste casado con una mujer judía? – me sorprendió la pregunta.
-Sí, con Fanny. ¿Cómo lo supiste?
-Es parte de mi oficio, te habrás dado cuenta.
-Nos divorciamos hace muchos años. Ahora ella vive en Los Ángeles. Nunca volvimos a comunicarnos, aunque de vez en cuando recibo noticias por medio de amigos comunes. El amor, cuando es espléndido, tiene un reverso de dolor y oscuridad del que nadie puede sustraerse. ¿Estás de acuerdo?
No me contestó. Esbozó apenas una sonrisa y terminó de tomar su café. Sobre mi mesa de trabajo, junto a la máquina de escribir, un fascículo de la colección de Biografías del Centro Editor mostraba un círculo rojo en el que sobresalía una enorme cruz esvástica.
-¿Estás leyendo algo interesante? – preguntó con ironía.
-Estoy tomando apuntes para escribir un cuento. La esvástica que utilizaron los nazis –se me ocurrió explicar- tiene las aspas girando hacia la izquierda. Es el símbolo de la Destrucción-. Tomé un papel y dibujé una esvástica invertida, con las aspas girando hacia la derecha: Este es el signo opuesto, el emblema de la Creación -, afirmé mientras recordaba que no era yo quien había llegado a semejante conclusión sino Piotr Demianovich Ouspensky, basado en antiquísimos textos tibetanos.
Simón Wainstein me pidió que le indicara donde quedaba el baño. Aproveché la pausa para calentar más café y servirlo.
-¿Qué hacés en Córdoba? – le pregunté mientras encendíamos otro cigarrillo.
-Viajo por el mundo leyendo mis poemas al mismo tiempo que busco a un niño a quien debo ejecutar – me contestó como si hablara de un juego inocente. Me estremecí y lo miré esperando que me dijera que era una broma macabra.
-Para quien, como vos, escribe libros para niños debe resultar una monstruosidad lo que acabo de decir. No voy a meterme con tu visión del mundo pero te aseguro que he leído tantas imbecilidades dirigidas a los niños que no las puedo soportar.
-¿Por ejemplo “El Niño de las Estrellas”? – pregunté.
-Eso no lo dije yo – me respondió-. Sin embargo, un monstruo como el que yo ando buscando no bebe leche sino sangre desde el momento de nacer. ¿Acaso estás de acuerdo con esa idiotez de que todo hombre nace bueno y que la sociedad lo corrompe?
Nos interrumpió el timbre del teléfono.
-¿“El señor Wainstein se encuentra allí? ¿Puede comunicarme con él, por favor”?
Supuse que sería el joven conductor del automóvil del Consulado. ¿Cómo sabía mi número telefónico? La conversación, ahora en alemán, fue breve, de frases cortas, como si respondiera a una clave.
Simón Wainstein volvió a sentarse, sacó una libreta de apuntes de cuero negro e hizo algunas anotaciones. Limpió sus anteojos con un pañuelo y encendió otro cigarrillo. Por mi parte había fumado lo suficiente y tampoco deseaba distraerme más de lo que lo estaba haciendo.
-Lo que dije hace un momento no fue una broma. Soy un Ejecutor cuya tarea supone la máxima crueldad de la que es capaz el hombre: matar a un niño. No me interesa ni me preocupa si estoy perturbándote, si estoy o no contribuyendo a que escribas tu famoso cuento. Además, todo lo que pueda decirte no deberá salir de esta habitación (¿era una amenaza?) Matar al zorro después de que ha destruido el gallinero es solo una venganza. Matar al cachorro de zorro es evitar una matanza colectiva.
-Eso – repliqué – ya fue dicho y ejecutado por algunos generales de mi país que no militan, precisamente, en tu bando. Era también el pensamiento de Herodes cuando ordenó asesinar a cientos de niños buscando entre ellos a un pequeño judío.
Simón Wainstein soltó una carcajada. El hombre circunspecto de un momento antes parecía burlarse de lo que yo acababa de decir.
-Querido amigo –dijo-, de las redes de la predestinación no solo escapan los futuros Mesías, también lo hacen las precoces bestias. Voy a contarte una historia. En l889, más precisamente en abril de ese año, en la antigua localidad de Braunau, ubicada junto al río Inn, en la frontera de Austria y Baviera, nació un niño que en principio no fue reconocido por su padre. Llevaba por entonces el apellido de su madre, Schicklgruber, y estaba predestinado a ser…
Simón Wainstein hizo una pausa deliberada y esperó a que yo dijera algo. Me pareció que sonreía maliciosamente, como si supiera que yo ya conocía la continuidad de lo que él estaba narrando.
-Parece como que hubieras estado leyendo mis apuntes –dije-. Lo que estás diciendo está escrito aquí, en esta biografía. Todos los que han leído esta colección lo saben. La vida de esa persona está profusamente registrada en la historia del siglo XX. (¿A dónde nos conduce esta conversación?)
-Hay una historia para cada una de las dimensiones del universo y de donde yo vengo la crónica es diferente –dijo el viajero-. ¿No has pensado alguna vez que tu vida, por ejemplo, sucede al mismo tiempo en diferentes campos de la conciencia y que éste podría ser uno de ellos? ¿Existe la muerte absoluta? ¿No seguirás viviendo con Fanny en otra de tus vidas posibles? No hay un mundo, sino infinitos mundos cuya suma es la Totalidad. ¿Acaso no lo dijo don Juan, el personaje que pensaste, hace un momento?
-Recuerdo –dije al borde de la completa desorientación- que el Corán afirma que “todo lo que tiene un nombre existe”. He pensado en esto miles de veces pero no alcanzo a comprenderlo cabalmente. En la literatura fantástica todo es posible y parece tan real como la simple percepción de la realidad en la que hemos sido amaestrados. Creo que Borges fue quien dijo que hacemos literatura fantástica porque éste es un mundo fantástico.
Cada tanto preparo un licor con hierbas aromáticas, al que llamo Trinkim de Sandunga, que ofrezco en ocasiones especiales. Saqué una botella de la heladera y serví para ambos. Lo paladeamos sin hacer comentarios. Por la calle 9 de Julio pasó una ambulancia de un servicio de emergencias haciendo sonar su sirena.
-En el mundo en que yo habito la historia del siglo veinte es diferente a la que vos has conocido. Si es verdad que hay tantas galaxias como granos de arena en este planeta, ¿por qué la vida debería limitarse a una realidad dura e inalterable como una roca y no a otra tan evanescente como los sueños? El mundo que cada uno habita es el que cada uno ha creado con su voluntad, con su discernimiento. El conductor de un ómnibus que por no atropellar a un perro vuelca y mata a todos sus pasajeros, lo hace impulsado por una conducta moral. ¿Es la tuya?
No supe qué contestar. Mi imaginación y mis sueños pertenecen a una esfera que difícilmente puedo controlar. El cuento que yo había comenzado a escribir se refería, con extrema precisión, a lo que estaba conversando con ese extraño personaje que acababa de conocer. ¿Un poeta israelí, un oficial del MOSSAD, un Ejecutor proveniente de otro mundo? (¿Qué estoy escribiendo?)
-En los libros de historia de mi mundo –prosiguió Simón Wainstein-, se cuenta la proeza de mi antepasado Karl von Stauffenberg…
-El mismo apellido del general alemán que participó en el complot contra…-lo interrumpí.
-El mismo apellido con la diferencia de que mi antepasado no falló en su propósito. En un atardecer de un día de mayo de l889, el joven Karl ingresó a la habitación donde dormía plácidamente el niño nacido a las orillas del río Inn y sencillamente lo ejecutó en nombre de la humanidad futura. ¿Te parece terrible?
Me quedé en silencio, procurando ocultar mi sorpresa, porque esta era la parte que me faltaba para completar mi cuento.
Habían pasado unos minutos de la medianoche y mi invitado pidió utilizar el teléfono. Esta vez habló en perfecto español solicitando a alguien, a quien llamó Rubén (¿el chofer?), que pasara a buscarlo en diez minutos.
Le pregunté si él creía que el futuro previsible sería tan terrible que justificara continuar buscando a la víctima predestinada y matarla. Se quedó un momento en silencio y luego me respondió:
-Las democracias del mundo están socavando su propia tumba. No han podido resolver los mecanismos de la contradicción que predijera Mao Tsé Tung. Si no podemos modificar a tiempo la conciencia colectiva, el mundo continuará sumergiéndose en océanos de sangre y la raza humana, necesariamente, desaparecerá.
-¿Acaso ustedes –pregunté- podrían cambiar el rumbo de la historia con el asesinato de un niño?
Simón Wainstein tomó un pequeño portafolio que llevaba consigo y extrajo un libro.
-No sé si al mostrarte esta fotografía tu concepto sobre mí cambiará, pero no puedo dejar de hacerlo.
Abrió el libro en una página que estaba previamente señalada con un marcador y me la mostró mientras decía:
-El niño de quien te hablé recibió al nacer el apellido de su madre. Poco después, su padre, un alcohólico violento, lo reconoció y le dio el suyo.
En la página abierta observé una lápida con la siguiente inscripción: Adolf Hitler. Nació el 20 de abril de l889. Murió el 13 de mayo de l889.
Una repentina mezcla de estupor, miedo y exaltación ante el prodigio o ardid de aquella terrible imagen hizo que la noción del tiempo pareciera haberse suspendido y no supe entonces si era yo el afortunado destinatario de una revelación o la víctima de una burla atroz. ¿Quién podría explicármelo?
Sonó el portero eléctrico. Acompañé a mi visitante hasta la puerta de entrada del edificio de departamentos donde vivo. En la calle lo esperaba una camioneta negra con patente del Paraguay. Nos despedimos con afecto, prometiendo volver a vernos. (¿Para qué?)
Como me había quedado sin cigarrillos caminé dos cuadras hasta un quiosco en Colón y La Cañada y regresé, sin apuro, meditando sobre la poca creíble conversación que había mantenido un rato antes con el supuesto Simón Wainstein y mi propósito de completar aquella misma noche mi postergado cuento sobre la reversibilidad de los mundos.
Hay tantas galaxias como granos de arena e infinitos mundos como tantos sueños e invenciones seamos capaces de generar, iba yo pensando mientras subía el ascensor. En los archivos akáshicos del Universo una gema compacta registra el paso de una hormiga, la explosión de una estrella, el llanto de un recién nacido, el sonido de la máquina de escribir, las divagaciones de un demente, todo lo pensable, imaginable, discernible.
Apenas abrí la puerta de mi departamento, unos libros en el suelo y las carpetas desordenadas mostraban que alguien había estado allí en el breve momento en que me había ausentado. Maldita sea, los apuntes que con tanto esfuerzo había acumulado durante meses habían desaparecido.
Me senté frente a la máquina de escribir lleno de un profundo desprecio por las ideologías que tantos sufrimientos nos han causado, y completé mi trabajo. Todavía no comprendo el exacto valor de lo que he escrito. Sólo estoy seguro de que en estas páginas se entrecruzan numerosas dimensiones que pueden ser exploradas, desacopladas o interpretadas según el sano o enfermo juicio de cada lector.
No me interesan las amenazas ni los gestos de solidaridad de nadie. Si no hubiera sido capaz de llegar hasta el final me sentiría avergonzado de mi propia cobardía, del falso escrúpulo que me obliga a aparecer siempre ante los demás como una inofensiva y buena persona.
Hago mías las palabras que pronunció George Ivanovich Gurdjieff en su lecho de muerte:
Entre buenas sábanas los dejo.
Juan Coletti
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