Por Betty Salas
Prolongar la memoria a través del relato parece ser uno de
los empeños más viejos de la humanidad. Desde la Biblia o el Popol Wuh, al
voluntarismo épico permanece a lo largo de los siglos patentizando la necesidad
del hombre de conocerse en el reconocimiento de los que lo han precedido.
Rebelde a la finitud y a la limitación, el hombre busca
trascender el presente en proyección de futuro o de pasado. La religión, el
arte, la procreación, la historia. Si tiene raíces, tendrá ramas. Entre la
necesidad y la capacidad, se debate y se realiza.
Necesita dominar la naturaleza y apeló a la magia y apela a
la ciencia. Necesita conjurar la muerte y apela a herramientas válidas como la
fe, la fecundidad la creatividad para
intentarlo. Aprendió a hacer y fue actor. Puede crear y se hizo autor. ¿Será
porque necesita transmitirlo o transmitirse que se hizo narrador?
No
sé si Juan Coletti se hizo esta pregunta en algún momento de la gestación de La Memoria del Polvo o si esperaba
despertarla en los lectores; pero él me invitó a participar de la lectura
activamente y le acepté el convite.
Creo que, en la novela, la intención de prolongar la memoria
a través de la palabra como intento de conjurar la muerte o la nada es clara y
manifiesta. Por la magia de la palabra podemos ingresar en la dimensión del
tiempo perdido, dice el autor al final de la novela. O, lo que es lo mismo: por
medio del recuerdo podemos revivir el pasado, pero sólo por la magia de la
palabra se salva del olvido y cobra vida en el relato. Creo que también es
claro y manifiesto que Coletti asume su oficio como un acto de amor y
reconocimiento a “los suyos” o a “lo suyo”, el que compromete su propio
reconocimiento y el de su hacer de mentiroso
profesional. Me apoyo en esta primera ironía de Coletti y en la recurrencia
con que aparece el juego ficcionalidad-verdad, a lo largo de la obra.
Pueden ser ciertos los personajes, los nombres, los lugares
y puede que el autor haya intentado volver a ellos tal cual fueron, con el
habla y las costumbres mendocinas de su juventud. Pero, evidentemente, los fantasmas del tiempo perdido volvieron
convocados y trabajados por el autor, a través del recuerdo y la palabra. Al
hacerlos entes de ficción, los liberó de las limitaciones de las personas. Ese
es el privilegio de los personajes –esos seres inconclusos, de papel- que se escapan
de las manos del autor casi en el mismo momento en que éste siente que los está
creando. A partir de entonces, viven su propia aventura y son, en definitiva,
lo que cada uno de nosotros pone en ellos para terminar de amarlos o
entenderlos.
Así, el relato rescata lo autóctono pero supera la crónica,
la anécdota y el localismo.
Y así, este mentiroso
profesional se hace decidor de verdades, en la medida en que convoca a
recuperar en o con la novela –la que nos entrega o la que armamos a partir de
ella- nuestra propia memoria del polvo para que, aunque seamos polvo y al polvo
volvamos, intentemos vencer a la muerte o al olvido –que es otro nombre de la
muerte.
Mendoza, diciembre del 92
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