Celia vivía en una casita blanca, de techo rojo, rodeada de pinos, en un barrio próximo a Villa Allende, junto al camino que va al Pan de Azúcar, en las Sierras de Córdoba,
Era menuda, alegre, y tenía unos ojos grandes y azules como las flores del jacarandá. Por eso su mamá decía con resignación que Celia era la niña ciega más hermosa del mundo.
Ciega desde aquel terrible accidente de automóvil, ocurrido en Alta Gracia hacía dos años, cuando regresaban de las vacaciones en Mar del Plata y donde murió su papá.
“Será muy difícil que recupere la visión”, aseguraron los médicos, aunque uno de ellos, el último que la revisó, le había dicho dándole un beso al despedirla: “Siempre puede ocurrir un milagro”.
Aprendió a caminar guiándose con un bastón y continuó sus estudios en la escuela para ciegos Helen Keller, lugar donde encontró el fantástico mundo de los cuentos escritos en el sistema Braille.
Celia poseía una hermosa voz y una gran habilidad para silbar, así era que cuando disponía de un rato libre tenía la costumbre de abrir de par en par la ventana de su habitación y se divertía imitando el canto de los pájaros.
Sus hermanitos, que por supuesto no eran ciegos, andaban en bicicleta, se trepaban a los árboles y jugaban a la pelota, mientras ella, sentada en una silla, sonreía y parecía que miraba pero no veía nada.
Al atardecer de un domingo, cuando despedía con sus graciosas imitaciones a los pájaros que retornaban a sus nidos, Celia escuchó, muy próxima a su ventana, una extraña voz que la llamaba:
-Celia, Celia.
-¿Quién es? ¿Quién esta ahí? –preguntó la niña, algo asustada.
-No temas, por favor. Mi nombre es Damiana y soy una lechuza, la más vieja de todas las que viven en las sierras –respondió la voz.
-No te recuerdo, jamás escuché tu canto.
-Nosotras, las lechuzas, no cantamos, hijita. Tenemos una voz áspera que asusta a las personas y algunos dicen que nuestro aspecto les produce miedo y nos persiguen creyendo que anunciamos la mala suerte.
-¡Oh! –dijo Celia, tratando de mostrarse confiada y amistosa-, jamás creeré en esas cosas. Todos los pájaros son mis amigos y juego con ellos imitando sus cantos.
-Lo sé, lo sé. Muchas veces te he escuchado –dijo la lechuza abriendo sus enormes ojos en señal de admiración.
-¿Acaso has venido para oírme silbar?
-No esta tarde, tal vez otro día. Hoy he venido a verte para contarte un sueño.
-¡Un sueño! ¿Acaso sueñan los pájaros? –preguntó Celia, sorprendida.
-Sí, mi pequeña, también soñamos. “Todo lo que vive, sueña; y todo lo que sueña, vive”, repetía siempre mi abuela. ¿Qué te parece?
-No entiendo ni jota, pero estoy segura de que tu abuela era una viejita muy inteligente.
-Vaya si lo era.
-Está bien, ahora contame tu sueño –pidió Celia, apoyando sus codos en el marco de la ventana y sosteniendo con ambos manos su cabeza.
-Soñé –empezó diciendo la lechuza Damiana- que yo era una niña muy hermosa que miraba a través de una ventana de su cuarto a una lechuza posada en un poste y le decía, con gran ternura: “Qué hermosos ojos tenés”.
-Qué coincidencia –la interrumpió Celia-, lo que me estás contando me recuerda que yo también he tenido, hace algunas noches, un sueño semejante, pero al revés.
-¡No puede ser! ¡Eso es fantástico!
-Soñé –continuó la cieguita- que yo era una lechuza posada sobre un poste y veía a una niña apoyada en la ventana de su habitación mirándome con sus grandes y tristes ojos azules.
-Qué sueños fabulosos hemos tenido ambas –dijo la vieja lechuza-. Yo soñé que era una niña que miraba a una lechuza y vos soñaste que eras una lechuza que miraba a una niña.
-Fue tan solo un sueño –dijo Celia con tristeza-, porque soy ciega y jamás podré verte como vos me ves a mí.
-¿Quién puede saberlo? - dijo Damiana-. A veces soñamos que estamos despiertos y a veces, mientras estamos despiertos, soñamos.
-Lo único que deseo, mi verdadero sueño –agregó Celia-, es recuperar la visión de mis ojos. Volver a contemplar a mi mamá y a mis hermanos, jugar sin temor a golpearme, ver televisión, hojear mis libros ilustrados.
-Está oscureciendo –dijo la lechuza, que ahora parecía más pequeña y más vieja-, y antes de volver con los míos debo decirte algo, algo, algo muy importante, pero tenés que prometerme que no se lo dirás a nadie. Será nuestro secreto. ¿Lo prometés?
-Sí, me hará muy feliz guardar un secreto.
-Antes de venir a verte fui a visitar al Rey de los Pájaros del Mundo, que vive oculto en el bosque de algarrobos, y le conté mi sueño y le pedí, le supliqué, que se haga realidad el deseo más grande que he tenido en mi vida. Después de pensar un momento, el Rey de los Pájaros, mi Señor, me besó y me dijo: “Damiana, sos la más generosa de todas mis hijas. Haré que se cumpla ese milagro”.
-¿Y entonces? – preguntó Celia-, ¿cuál es el milagro?
-Ese es el secreto entre mi Rey y yo-respondió la lechuza-, más no debo decirte. Sin embargo, ese mismo secreto será mi regalo de cumpleaños. ¿Es mañana?
-Sí, mañana cumpliré ocho años. Ya soy casi una señorita.
-Está bien, mañana apenas te despiertes, abrí bien tu ventana que yo estaré aquí para que compruebes que mi promesa se ha cumplido. Hasta mañana, Celia.
-Hasta mañana, Damiana.
En el momento en que cerraba la ventana de su dormitorio, Celia escuchó que su mamá la llamaba para cenar. Tomó su bastón blanco y se dirigió al comedor. Apenas probó bocado y con un pretexto fue al baño a cepillarse los dientes, se puso el camisón y se metió en la cama, dispuesta a pensar en el extraño diálogo con la lechucita, pero estaba muy cansada y en un momento se quedó profundamente dormida.
A la mañana siguiente, mientras la mamá de Celia preparaba el desayuno, escuchó alarmada que su hija estaba llorando y la llamaba a gritos. Atemorizada al pensar que algo malo le había ocurrido, corrió al dormitorio y la vio apoyada en la ventana abierta hacia el jardín, con sus ojos llenos de lágrimas.
-¡Oh!, mamá, mamá. ¡Veo! ¡Dios mío, he vuelto a ver! Me parece mentira, no lo puedo creer. ¿O acaso estoy soñando que veo? Por favor, ayudame.
-Celia, mi amor –dijo la madre, abrazándola-, estás despierta, completamente despierta. Dios ha escuchado mis oraciones. Abrazame fuerte.
Apenas se desprendió de su mamá, Celia volvió a la ventana y allí, posada sobre el mismo poste, estaba muy quieta, la lechuza Damiana.
-Mamá, esa lechucita que ves allí es mi amiga, la mejor amiga que he tenido jamás. Te pido que la dejés vivir conmigo, desde hoy nunca me separaré de ella.
La madre, mientras se limpiaba las lágrimas con la punta del delantal, fue hasta el alambrado y se aproximó muy despacio, procurando que la anciana lechuza no se espantara, pero Damiana permanecía quieta, con sus grandes ojos fijos, inmóviles, completamente ciegos, mientras Celia empezaba a comprender que estaba recibiendo el más increíble y milagroso regalo de su vida.
Juan Coletti
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