DETRÁS DE LA VENTANA




Estoy terminando de cenar. Sobre la mesa, revistada de hule, juego con los significados de los simétricos dibujos. Los demás hace tiempo que acabaron de cenar y sólo yo permanezco en una de las cabeceras, masticando lentamente. Mi madre limpia los platos en la cocina y desde allí me vigila y sonríe. Le respondo con una seña de mi mano y se pone a llorar. Siempre pasa lo mismo. No tengo a nadie que me ame tan profundamente y, sin embargo, no puedo transmitirle idéntica emoción. Me pongo triste y dejo de comer.
Afuera, la luz de la lámpara de carburo apenas ilumina, con su fulgor azul, una parte del patio y el parral. Oigo voces en la calle y me aproximo tratando de no tropezar en la oscuridad. Son mis hermanos y sus amigos que acostumbran reunirse, después de cenar, para fumar a escondidas de los mayores. Doy unos pasos más y escucho que alguien dice: “Ahí viene el tarado de tu hermano”. Ríen por algo que les causa gracia y hablan en voz baja para que yo no escuche. Pienso que alguno de ellos estará contando una historia divertida. Deseo congraciarme y también sonrío, arrimándome un poco más. Alguien dice: “Andate de aquí, idiota, y limpiate las babas”. Saco el pañuelo y me seco la boca pero no me voy. No me iré a dormir tan temprano. La noche es fresca y serena, y siento el deseo de permanecer junto a otras personas. Parece que ya se olvidaron de mí y vuelvo hacia ellos una vez más. Veo que hay dos o tres bicicletas apoyadas entre sí, como fusiles, a la orilla de la calle, junto a la acequia. Me detengo y quedo a pocos pasos de ese hermoso grupo que forman mis hermanos y sus amigos. Contemplo, con absoluta claridad, las auras de cada una, diferenciadas, sutiles y armoniosas, como un ramillete  de extrañas flores que se reaniman constantemente  en la medida en que se agitan y avivan sus pasiones. Pienso, a través de esta visión, en la inmaculada concepción del Universo, en las radiantes esferas que amplían y determinan la voluntad de Dios. Imagino los territorios del espíritu circundando las galaxias plásticas, los astros momificados que los hombres admiran en su cielo de juguete. Nada me resulta tan grato como penetrar en el interior de las cosas: ese racimo humano de cuerpos astrales, los esqueletos fosforescentes de los álamos, la plateada iridiscencia de los alambres galvanizados que unen las hileras de los viñedos, el arcoiris de átomos incandescentes sobre el tibio cuerpo de las aves. Me sorprendo al verme en cuclillas junto al grupo, apoyando mis brazos en los hombros de dos de los jóvenes y escucho al momento voces airadas: “Decile al idiota que se vaya”. “Déjenlo, si no molesta”. “Che, no te metás con mi hermano”. “Entonces que deje de apoyarse en mi hombro”. “Dale, seguí contando”. Son jóvenes y hermosos y vuelven nuevamente a la curiosidad sexual, a contar una y otra vez las mismas historias excitantes y graciosas. Rodeo el conjunto de figuras y me acerco casi hasta rozarlo y entonces descubro, entre regocijados e inquietos fuegos, el cuerpo macilento y apagado de Raúl. Se está muriendo y él no lo sabe. Siento en mi corazón el destello de una íntima piedad y me aproximo a su rostro para observarlo mejor. Se vuelve con un gesto de asco, apartándose de mí, enfurecido. “Decile a tu hermano que deje de molestarme”. “Che, te dije que te fueras de aquí. ¿Qué estás esperando?”. Yo no quiero molestar a nadie. Tengo que decirle a Raúl que mañana no debe bañarse en el canal porque se ahogará. Trato de pronunciar una palabra pero no puedo. Me pongo rojo por el esfuerzo, comienzo a gemir y a llorar. En ese momento mi hermano menor me toma de un brazo y me empuja para que vuelva a casa. Doy unos pasos en la oscuridad con los ojos llenos de lágrimas y descubro que los cuerpos astrales se han vuelto rojos, llameantes. Todos están enojados conmigo y me lo dicen con insultos. “Siempre pasa igual con ese imbécil”. “Decile a tu mamá que no lo deje salir a estas horas”. “Dejalo en paz al pobre, ¿no ves que está llorando? “Sí, llorando a los veinte años, el mujercita”. “Está bien, muchachos, se acabó la función. Vamos a dormir”. “Mañana a la siesta nos reuniremos en el puente del canal”. “Chao, hasta mañana”. Cada uno de mis hermanos se acuesta en su cama y pronto todos están dormidos. No puedo conciliar el sueño y permanezco atento al silencio de la noche. Distingo, a través de la ventana, el resplandor amarillento de un gato que trepa a los techos del galpón. No queda en el mundo nadie más que yo. Me envuelvo como una crisálida en un  hondo silencio y respiro pausadamente. Quiero dormir,  pero no puedo abandonarme. Dentro de un momento llegará el abuelo Juan y se sentará, como todas las noches, en su mecedora de mimbre. Viene desde la viña con una azada al hombro. Es una imagen blanquísima y dinámica como si estuviera construida con delgados hilos de algodón y cenizas metálicas. ¿De dónde vendrá nuestro viejo y amado abuelo? Hace tantos años que murió  y aún permanece en la vieja casona. Se sienta con cuidado y enciende una pipa imaginaria. Comienza a hamacarse rítmicamente. Hacia atrás. Hacia delante. Hacia atrás. Hacia delante. Parece que me quedó dormido y despierto con las primeras luces del alba.  Mi familia toma el desayuno en la cocina en medio de una animosa conversación. Cuando aparezco todos guardan silencio, salvo mi madre que me ayuda a sentar. “Hijito, no debés molestar a los chicos cuando se reúnen a conversar. Sé bueno y te compraré uno de esos libros con dibujos que tanto te gustan. ¿Verdad que sí?” Afirmo con una señal de cabeza y al momento todos parecen recuperarse de su enojo. Salgo para la chacra y comienzo a acarrear bolsas de cebollas y canastos con ajo, recién arrancados a la tierra. Paso así la mañana envuelto en el aromático olor de las verduras, yendo y viniendo sin descanso. Nadie es superior a mí en fortaleza. Me gusta hundirme en la fatiga, transpirar, poner tensos mis músculos y sentir la acariciante cenestesia que surge de mi ensamble con los órganos vivos de la tierra. Escucho la campana que hace sonar mi madre para indicarnos que ha llegado la hora del almuerzo. Vuelvo con una bolsa de cebollas, apartando la multitud de mariposas blancas y amarillas que cruzan mi camino. Me han servido carne de puchero, puré de papas y zapallo y un trozo de choclo, tierno y jugoso. Como sin apetito porque sé que antes de una hora la gente estará llorando y que yo también derramaré mis lágrimas de participación. Nada puedo hacer para salvar a Raúl de morir ahogado porque anoche he visto que su cuerpo vital estaba en los límites de la disolución. De modo que ahora, mientras escucho los primeros gritos de dolor, entrecierro los ojos para prolongar el alcance de mi vista y observo a los muchachos que traen el cuerpo inanimado, chorreando agua. Lloro un momento y después, más sereno, me aparto a meditar.  Me duele la cabeza y duermo hasta el atardecer. Me despierto, sobresaltado por un presentimiento y cruzo el patio, frente a la casa de los Riquelme, donde están velando el cuerpo de nuestro amigo. No me gustan las miradas de los que conversan en la calle y me alejo de las casas en dirección al canal. Me quedo sentado en el puente hasta que la noche se vuelve silenciosa, impenetrablemente oscura. Entonces, detrás de los sauces, aparece la imagen plateada del alma de Raúl que procura esconderse. Está completamente desnudo y se avergüenza ante mi presencia. Trato de acercarme para consolarlo pero se oculta en el cañaveral. Me quedo quieto para infundirle confianza y me ligo a su estupor con mis mejores pensamientos y oraciones. Dos ángeles andróginos, batiendo suavemente el terciopelo de sus alas, descienden del verdadero cielo en un murmullo de beatitud. Se detienen un momento, frente a mí, contemplando la esfera anaranjada que oculta la semilla de mi cuerpo terrenal. Después se aproximan a Raúl y escucho que le dicen palabras de animosa invitación: “Ven a descansar a la tierra prometida para que un día vuelvas a germinar entre los hombres. Deja de soñar y despierta, como un niño, a tu nueva vida”. Los tres treparon lentamente por la rampa ascendente que conduce al verdadero cielo y me quedé dormido junto al canal, escuchando la armoniosa melodía  del agua.

Juan Coletti



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