LOS REYES MAGOS

       
  -No sea tonto, mi niño, los Reyes Magos no pasan por aquí. Deje de  preguntar siempre lo mismo. Y no se ponga a llorar que ahorita mismo lo pongo en penitencia. ¿Dónde se ha visto que los hijos sean tan pretenciosos? Vaya con sus hermanos a pastar las cabras hasta la tarde y luego se vuelven  a las casas a comer. Que el Hugo se ponga las zapatillas y se limpie la nariz y usted se  lava esa cara llena de lágrimas.


         -Sí, mama.
         -Cuide que su hermanito no ande comiendo piquillín  porque se empacha. ¿Me escuchó?
         -Está bien, mama.
         Agripina Duarte viuda de Fernández, vecina de Chilca del Pastor, al oeste de la provincia de Córdoba, miró a sus pequeños hijos  apartarse hacia el monte detrás de la majada y aprovechó entonces para secarse las lágrimas que asomaban a sus ojos tristes y cansados.
         Se sentó a la sombra del alero a remendar la  ropa, pensando en los lejanos años de su infancia cuando ella y sus hermanos enviaban a Los Reyes Magos aquellas cartas redactadas con mano trémula y corazón ansioso.
         El ruido del motor de la camioneta de la empresa de Agua y Energía la sobresaltó. Miró el sol y calculó que era casi el mediodía. El vehículo disminuyó su marcha y se detuvo junto al aljibe que estaba próximo al camino.
         Escuchó que uno de los hombres la llamaba:
         -Buenas, doña.
         -Buenos días, señor. ¿Qué se  le ofrece?
         -Mis compañeros y yo trabajamos en las obras del Dique Los Hornillos. Se nos está recalentando el motor y necesitamos agua. ¿Nos permite que saquemos un poco?
         -Sírvanse lo que necesiten. Para eso está.         
         Arrimaron la camioneta bajo la sombra de los escasos  árboles, llenaron el radiador y aprovecharon la pausa para mojarse la cara y beber un poco de agua fresca.
         -¡Qué calor! –dijo uno de los obreros, secándose la frente.
         -Estamos en enero –dijo la señora Agripina, justificando el verano.
         -Dígame, doña –preguntó el que conducía la camioneta-, ¿aquellos tres changuitos que van con el rebaño son suyos?
         -Sí, señor. Son mis hijos. Lo único que me queda en este mundo desde la muerte de mi marido, que Dios lo tenga en la gloria. Ellos cuidan las cabras  y yo fabrico el quesillo que ofrecemos en la ruta a los turistas que pasan por allí.
         -¿Qué les ha ocurrido que iban tan tristes?
         -Es por los Reyes Magos. Me he cansado de decirles que esta noche no pasarán. ¿Quién puede acordarse de tres muchachitos perdidos en el monte?
         -¿Por qué dice eso, señora? –preguntó otro de los empleados de la compañía de electricidad, insinuando un reproche.
         - Porque sé que no vendrán. Usted también lo sabe, señor. Por estos lados, tan lejos de las ciudades, se vive de otro modo. No tenemos plata ni para pagar una estampilla. ¿Para qué ilusionarlos?
         -Señora, no se ponga triste. Los Reyes Magos reciben los sueños de todos los niños del mundo. Si ellos tienen fe, déjelos creer. Yo también pienso que los Reyes pasarán esta noche por aquí. 
         -¿Cómo puede estar tan seguro?
         -No lo sé. Por pálpito, quizás. Gracias por el agua, doña.
         -Adiós.
         La camioneta se perdió zigzagueando por la huella arenosa, y Agripina volvió a la rutina de la casa: lavar la ropa, tomar unos mates y amasar el pan. Pensar y soñar, recordar el pasado, rezar por el futuro.
         Al atardecer se asomó al camino y escuchó el cencerro de la cabra madrina. Los tres puesteritos animaban con gritos  y silbidos a los animales para que apresuraran el paso. Hasta los perros parecían contagiados por la prisa de los niños.
         -Mama, mama...
         -¿Qué anda pasando, Andrés? –preguntó Agripina a su hijo mayor que apenas tenía diez años.
         -Los Reyes Magos pasarán por aquí.
         -¿Qué está diciendo,  hijito?
         -Esta mañana, apenas salimos de las casas, nos topamos con la camioneta verde y hablamos con los hombres.
         -¿Qué es lo que hablaron?
         -Preguntaron dónde había un lugar con agua y les dijimos  que vinieran a verla a usted.
                   -Sí, pues…Vinieron y sacaron agua para su vehículo. ¿Y entonces?
         -Después nos preguntaron por qué íbamos llorando y les dijimos que usted nos había dicho que los Reyes no pasan nunca por este lugar.
         -Eso les dije, es verdad.
         -Los hombres dijeron que los Reyes Magos pasan por todos lados y que no se olvidan de nadie.
         -Usted, hijo, ¿cree que eso será posible?
         -Sí, mama. Estoy seguro de que ellos vendrán a traernos regalos.
         -Entonces pondrán las zapatillas junto a la puerta, pero con una condición.
         -¿Cuál, mamita?
         -Si los Reyes no pasan, no quiero que se pongan a llorar. ¿Entendieron?
         -Sí, está bien.
         -Ahora vamos a la mesa.
         Los niños comieron rápidamente y se fueron a dormir, rogándole al sueño que viniera pronto  para que la noche se hiciera más corta.
         Horas después, la luna de Reyes asomó su pancita naranja sobre el monte, iluminando el rancho, el  aljibe con su espejo de luz en el fondo y el corral de las cabras.
         Apenas despuntó el alba, los pastorcitos saltaron de sus catres y encontraron, sobre sus viejas zapatillas, un espléndido tesoro.
         -¡Los Reyes! ¡Pasaron los Reyes!
         Sorprendida, Agripina bajó de su cama, tratando de encontrar un sentido a lo que sus ojos veían.
         -Mire, mama. Tal como dijeron aquellos señores. Cuando los Reyes Magos se quedan sin juguetes regalan sus coronas de oro y sus lámparas mágicas.
         -Sí, hijito –dijo Agripina, secándose los ojos-. Los Reyes van a todas partes, ahora lo sé.
         A las ocho de la mañana  en la oficina de administración de Agua y Energía, tres obreros de cara seria y corazón sonriente, escuchaban las amonestaciones del contador:
         -Melchor Cisneros, Gaspar Méndez, Baltasar Pereyra.
         -Somos nosotros –dijo el que tenía la piel más oscura.
         -Les notifico que se les descontarán del sueldo de este mes, a cada uno de ustedes, los efectos pertenecientes a esta empresa y que, inexplicablemente, han perdido anoche: una linterna a pilas y un casco de trabajo color amarillo.




Juan Coletti

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