EL CURANDERO





        Encaramados sobre la ondulante falda de los cerros de Barrancas se encuentran aún los antiguos viñedos que trabajó durante su vida un hombre desconocido que hizo del servicio al prójimo un inimitable modelo de santidad.
       Su nombre ha sido reservado intencionalmente para que esa historia de renuncia y humildad se conozca sin deformación alguna y sea testimonio del modo en que el Destino lo escogió para que expresara con ejemplares actos el sentido de ciertas leyes que controlan la naturaleza de la vida humana.
       Todo empezó a muy tempranas horas de una fría mañana del mes de mayo de 1928. Mientras se encontraba arando divisó, a lo lejos, una columna rojiza de humo que se acercaba velozmente, al tiempo que una ráfaga de viento helado cubría su cuerpo. El fantasmal remolino se detuvo a escasa distancia de sus ojos sorprendidos,

trasformándose en la radiante imagen de San Agustín, vestido con una túnica morada y sosteniendo en su mano derecha una flor de nardo de la cual brotaba un dulcísimo aroma.
       Cayó de rodillas tembloroso, creyendo que su visión era el anticipo de una muerte repentina. Mas, el santo, separándolo  de la espontaneidad del tiempo y el espacio, le reveló una misión personal que él reprodujo por el resto de su vida en la forma de una medicina simple, formada por la interpretación del color de la orina de los enfermos y la receta de hierbas silvestres.
       El incesante desfile de menesterosos y desahuciados lo privó del descanso y lo condujo a una inesperada vida de pobreza y sacrificio que él aceptó con la obediencia nacida de su natural misericordia.
       Por largas temporadas los médicos del pueblo lo hacían encarcelar sin saber que de tal forzado descanso surgía la renovada energía de sus dones para curar la ineficiencia de los cuerpos y de las almas.
       Era alto y robusto, de amplias manos y mirada profunda, y hablaba como si una mística tristeza lo agobiara constantemente. Con inclaudicable fe y poderosa voluntad borraba la fiebre de los niños, arrancaba a pedazos la basura de las enfermedades y ahuyentaba a los malos espíritus que se esconden en la caverna de la mente.
       De sus once hijos, siete murieron muy pequeños sin que él pudiera hacer nada por salvarlos. Su hijo mayor vivía alcoholizado  y las dos hijas se casaron con obreros de la zona y lo sobrevivieron en idéntica pobreza y soledad.
       Murió en 1957 en el Hospital de Maipú, enfermo del corazón y con una vital predisposición para abandonar este mundo, al que había servido durante más de medio siglo.
       Gente piadosa que tiene inmaculado el corazón a causa de su fe prende velas sobre la tumba de aquel hombre, una vez al año, para el 12 de agosto, día de Santa Clara de Asís.


JUAN COLETTI




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