Antonio Navarrete comprendió la parábola de la vida en su último momento, después de recorrer medio siglo de ignorancia y brutalidad y sobrevivir a su propia congoja espiritual.
Buscaba
a un hijo, que había abandonado antes de nacer, con un instinto despiadado y
hambriento de justicia para sí mismo y para todos los hombres.
Creía,
sin saberlo, en la intersección de las
almas afines que se propagan a partir de la propia especie, áspera o talentosa,
luminosa o ruin y que al final retornan a una fatal reconciliación para volver
a extraviarse en los laberintos del tiempo y de la carne.
Aspiró
el aire fresco de la tarde de junio y se lanzó a galope corto a lo largo del
Río de los Sauces. Amplia soledad del campo que cautiva el deseo de permanencia
y concede la brevísima plenitud del corazón a quien tiene que morir.
Antonio
Navarrete veía en cada muchacho el molde de su propia semilla y así
sobresaltaba su emoción cuando se
cruzaba con un mozo desconocido o con los ojos escrutadores de los forasteros.
No
participaba en el razonamiento su mente analfabeta ni los escasos escrúpulos
que podían brotar de su naturaleza violenta. Se orientaba, únicamente, por la
fuerza del instinto de la sangre, y olfateaba por él las oscuras premoniciones
del encuentro.
Llegó
al boliche de Adelmo Tapia con su estampa de padrillo altanero, vació la
primera copa de vino y acomodándose de espaldas al mostrador, ladeó el ala del
sombrero y escrutó a la concurrencia.
El
animal salvaje que se alimenta de su propia reciedumbre y lucha por prevalecer
sobre el rebaño, las ondas de energía de la naturaleza primaria que ponen en
tensión las garras de los pumas, no eran superiores a los gestos de anticipada
defensa que Antonio Navarrete hacía ante los aprestos de otros hombres.
Por
eso le extrañó que ese mocito de alpargatas, flaco y despeinado, mantuviera sus
ojos clavados en los suyos y acomodara su mano en la faja, como buscando la
empuñadura de un cuchillo.
Alzó
su mano firme y huesuda para castigar esa insolencia, que era casi idéntica a
la suya, pero lo detuvo el hondo tajo que el rápido cuchillo abrió en su pecho.
Mientras
iba cayendo miró los ojos crueles de su hijo y recordó que alguna vez, en otro
lugar, también él sería semilla abandonada en una tierra de irrefrenable
violencia, hasta el fin de los tiempos.
Una
repentina noche ocultó la visión de las cosas y apagó los ruidos y las voces.
Empezó
a viajar hasta que se quedó dormido.
Juan Coletti
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