No siempre los perversos escapan al castigo. A
la antigua presunción que habita en la conciencia popular de que no todos los
crímenes son descubiertos y sus responsables castigados, le cabe la excepción
que justifica la regla.
Es difícil saber
si al contar esta historia nos impulsa un sentido de la justicia natural, el
odio o la justificación de la revancha para desear el peor de los males a los
culpables, hijos de Caín. Lo cierto es que estos hechos no han surgido de la
imaginación de un escritor sino de una simple noticia policial.
Por mandatos del
azar o de una ley que todavía no conocemos, en pleno centro de Buenos Aires,
Carlos Romera reconoce al oficial de Prefectura Alcides Antonio Nazar, el mismo
que lo había torturado cuando estuvo
detenido en la Escuela de Mecánica de la Armada, en los años de plomo.
Alarmado por el
encuentro pero sin dudar un minuto, Romera hace la denuncia a la policía y de
inmediato, ante el Fiscal del fuero penal
cuenta que en 1977, él y su esposa Martha Mercado y el pequeño Rubén,
hijo de ambos y de apenas pocos meses de vida, fueron detenidos y remitidos a
la ESMA. Romera dice: “A mi mujer no volví a verla nunca más y esa misma noche,
esa bestia, el oficial Nazar, empezó a torturarme. Ese era el procedimiento
para tratar de ubicar a los supuestos cómplices antes de que tuvieran tiempo
para huir. Me ató a una cama metálica y comenzó a meterme la picana mientras me
insultaba. Como no obtuvo información alguna, el animal tomó a mi bebé y lo
puso sobre mi cuerpo desnudo, diciéndome: Hablá,
hijo de puta, si no lo hacés, te juro que le destrozaré la cara a tu hijo
contra el piso. No sé si a mi Rubencito le pasó corriente eléctrica. Si
recuerdo que llegaron otros oficiales y le ordenaron al degenerado que parara,
que yo no tenía nada que ver. A pesar de que yo era realmente inocente, estuve
detenido durante casi dos años”.
El mismo día de
la presentación de la víctima, advertido
por sus superiores de que sería detenido, Alcides Antonio Nazar, en uno
de los baños de su unidad militar intentó suicidarse disparándose en la boca
con una pistola de 9 milímetros. No murió pero su rostro quedó
irreversiblemente desfigurado.
Según el parte
médico oficial, el diagnóstico del frustrado suicida es el siguiente: fractura
del maxilar inferior, pérdidas dentarias, graves heridas en la lengua y en el
piso de la boca, sección del labio superior, pérdida del ala derecha de la
nariz y lesiones profundas en el paladar.
Aunque
no aceptemos la creencia popular de que no siempre los malos pierden, leer una
noticia como ésta en el diario de la mañana mientras tomamos el desayuno, nos
confirma que una parte muy íntima y escondida de nuestra conciencia, también
sabe del odio y del resentimiento. Por un momento, la venganza ejecutada en sí
mismo por el propio represor, nos trae un hálito de inexpresable bienestar,
como si por este solo y único hecho, el orden del mundo se hubiera
restablecido.
Podríamos
agregar, entrando ya en los dominios de la literatura fantástica, que cuando el
torturador contempló lo que quedaba de su rostro en un espejo, le pareció ver,
fugazmente a sus espaldas, el rostro de un niño que le sonreía.
Juan Coletti
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